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Pablo Véliz Bacigalupo | Autores |



 

 




JOSÉ DOMINGO GÓMEZ ROJAS (1896-1920):
Lectura de un poeta trágico, rebelde y libertario
OBRA REUNIDA, Editorial Askasis, 2023


Por Pablo Véliz Bacigalupo



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En todos los tiempos el artista es quien ha de reflejar los avatares de su época, pues toda poesía es, últimamente, heredera de la época en la que es concebida. Aquí es cuando aparece, por ejemplo, el semblante medieval del Arcipreste de Hita y su Libro del Buen Amor, texto propedéutico que exhibe las conductas morales atingentes al clero, para evitar el loco amor, marcado por las bajas pasiones. No obstante, Juan Ruiz, como se llamara el Arcipreste, fue encarcelado varias veces por ley del patriarca religioso de Toledo, don Gil de Albornoz, debido a que llevaba una vida de lances impropios. Ahora bien, con todo, por su parte, Cervantes reflejó asimismo en el Quijote el estilo de vida de la España renacentista, y el término de la moda de los libros de caballería de su tiempo. El manco de Lepanto, como se sabe, fue también recluido en Écija, Sevilla y Córdoba, por venta ilegal de trigo. Por último, emerge la imagen del poeta estadounidense Ezra Pound, quien en su inspiración manifestó su potente antisemitismo y su adherencia a Mussolini, por lo que, ya senil, fue acusado de traicionar a E.E.U.U. por divulgar propaganda fascista, y, tras ello, pasaría largos doce años recluido en un hospital psiquiátrico.

Esta relación suscitada entre reflejo de obras literarias y época, incluyendo reclusiones aciagas, brota en la figura de Gómez Rojas. Se entiende que habría sido la única víctima de la Guerra de Ladislao, un ardid político que fundó un hecho que, sin duda, se considera uno de los más reñidos sucesos de la historia de Chile. Ya en el segundo lapsus de 1920, el presidente Juan Luis Sanfuentes concretó el secreto reclutamiento arbitrario del Ejército de Chile para enfrentar una guerra contra el Perú, pero, en definitivas, lo anterior resultó ser de una insólita falsedad. Consecuentemente con lo antepuesto, el poeta Gómez, de vocación protestante y de ácratas vislumbres, fue encarcelado para morir después de demencia por una meningitis no diagnosticada. Por consiguiente, él fue víctima de un movimiento políticamente tortuoso, un contexto complexo que lo envía a la muerte con apenas 24 años, dejando una obra de indecibles facultades, ya sea de lastre político como de muesca sublime. Debiera ser considerado como un poeta de culto, pero, a la vez, maldito, sobre todo por su final fatídico. En su obra se respira un resuello luchador, y, a la vez, angélico. Una muestra notable de quien respiró y dejó de respirar siempre con un aura a peregrino fantasmagórico.

Hay en su obra una confluencia de hálito modernista con una programación política expresada en una estrofa refinada que solivianta a los desposeídos, un modernismo a lo Darío o un Velarde que no se aleja del preciosismo, el refinamiento y tampoco de cierto ínclito narcisismo, pero que, además, se retrotrae fielmente hacia la vena de un talante previsto en el romanticismo y el simbolismo. Por otra parte, se despliega un contrapunto contextual evidente, sin más, de la prevalencia del respiro surrealista levemente posterior a su tiempo, encarnado, por ejemplo, en manos de un Carlos Oquendo de Amat con sus 5 metros de poemas, y de toda la resonante labia europea de Tzara, Breton y Marinetti. Con ello, entonces, es patente que este vate en cuestión, por lo demás sanguinolento y visionario, se resistiera a la disolución de la inspiración inconsciente de lo onírico y se armara por la reyerta social sin dejar de lado la prosopopeya que le canta a la liberación, la redención y el amor por el llanto de quien protesta por su época.

Sobre todo en Rebeldías líricas, José Domingo se luce como la efigie del rebelde, del que se inclina por la bravura de la bellum, esto es, de la guerra insubordinada, conato del poeta que puja con su tristeza en contra del marrullero acaudalado para morir sin atestiguar la expiración de aquel, huelga decir, no solo de su tristeza, sino de su ardua militancia enarbolada por el anhelo de redimir la urbe ya entrante, redimir al hombre obrero y a la mujer madre, redimir a la musa perdida entre el incipiente neón del desafuero atenazador de lo moderno, olvidada ella en este promontorio hasta el hartazgo, yacida en la tumba vivificadora del poema, sin otro preámbulo que el de donar el ansia libertaria.

 Es de una singular proeza un asunto de este escritor al tañer un poema titulado Apóstrofe al águila, animal con quien habría de identificarse. So pretexto aquella, se nota toda una indocilidad suprema en contra del victimario artero de la savia latinoamericana. El águila es pintarrajeada como víctima de Norte América. Este desajuste criticológico hacia el imperio vil se advertirá después en otro titán de la poesía chilena contemporánea: Pablo De Rokha. Se descubre un antecedente, entonces, de Los Gemidos, publicado dos años después de la muerte de Gómez Rojas. Hablamos de un ataque hacia el ícono de la libertad enmascarada, de la lucha en contra de la ruindad, de la generación de la pobreza, de aquel que pisotea a los más débiles. De más está decir que ya en los principios del siglo XX se halla incrustado en la generación de nóveles poetas esta frontalidad hacia el basto de la cumbre del dispendio. Sin embargo, sucede que aquella aún persiste, mas de una manera, a mi juicio, plenamente, estéril. El capitalismo neoliberal ha fagocitado todo ímpetu que se alce en aras de opacar su bullicio superestelar. Sabemos que el estilo de vida americano es infecto, que la espectacularidad excéntrica es solo ponzoña, y que es contagiable todo el aliento promiscuo de su altanería, pero aún somos parte de ello, ya sea en la filiación de aparatos virtuales, como en la carcajada desentendida, la música pop, la mensajería instantánea, la globalidad cultural. Este hecho es indesmentible, es de una verosimilitud patente. Con esta claridad, surge la pregunta: ¿Qué se puede hacer con la inoculación del veneno de la tarántula tecnocrática?

De modo superlativo, este no es el único tema en Rojas. Como quiera que sea en él se encuentra una cuestión que supera todo reclamo político hacia los fortines desdeñables que oprimen la cultura del sur del mundo. En este hombre revolucionario se visualiza un ascenso hacia la virtud de lo divino, lo bello, lo sabio, como ancla de una sublimidad incluso desconcertante. Sucede así que, adentrándonos, hay en Elegías, La sonrisa inmóvil y Motivos sobre la belleza un evidente soplo del influjo hacia la exaltación poética sobre los que se puede denominar nobles ideales. Se pervive un amor irrestricto hacia lo divino y lo hermosísimo. En este sentido, el poeta asume un legado clásico que se contrapone al camino inaugurado por Rimbaud. Mirando de soslayo a una tradición orillante que desdeña el baluarte ominoso del concepto de belleza, este vate iconoclasta siente retrotraer la mirada para fundirse de frente más allá del Jardín de las Manzanas de Oro. De la mano de la loa hacia lo primoroso se encuentra la unión de esta con el alma, Dios, el éxtasis, la sabiduría. Existe acá sed de infinito como lo vivenciara incluso Santa Isabel de la Trinidad. El éxtasis de Dios inunda su alma. Lo infinito lo mueve a cantar. La fuente y el amor le permiten el regreso a sí mismo. Es sabia la naturaleza de su humor religioso, el martirio del dolor visionario, como un cirio que no se apaga en la era del amor incomprendido.

Todo este encumbre hacia la virtud de Dios y lo infinito, permitiría al poeta una evidente caracterización con lo que me atrevería a decir: su condición como peregrino. El camino trazado para él es un camino iniciático. Se ostenta un yoísmo como él lo plasmara, una fusión con lo Uno. No se trata de un mero paseo por las lindes de lo sobresaliente. Creo que, definitivamente, se logra un “descenso” hacia las regiones más hondas del sí mismo. ¿Acaso existe una misión más propiamente poética que la obrada por Gómez Rojas? ¿Otro bastión más valioso que el hecho de encontrarse a sí mismo en la plena gloria del poema? A decir verdad, nada puede ser más excelso, más regio, más recóndito y sobrehumano.

Ahora bien, en la inmiscuida revisión poemal de los vericuetos gomeznianos, sobre todo en Otros poemas, se encuentra a viva luz una temática decisiva. Se ase, absolutamente, una relación entre el amor a lo divino, la muerte y el olvido. Él abre su recipiente oval de amor místico de par en par, y, se incrusta, mismamente, en el éxtasis álmico. Siente que es eterno, hijo del Dios divino. Incluido a esto, se presenta un singular hecho, la sombra adquiere la idea de la proximidad de la muerte, es la huella constante del memento mori, porque él dice ser un muerto que espera la muerte. Esta, emana como un telos redencitivo, como la ciudad encantada, la salvación por absolución de la tristeza, la consumación del abandono. La cesación fundamental es la que cegará la aurora, como también el ser estrella. Solo, en esta modalidad, aflorará el sueño eterno, única salvación del cuotidiano quebranto. No existe ya campana nostálgica cuando llega el sagrado instante virginal.

En este contexto se aviva la imagen de la madre en sus poemas últimos. Esta se sitúa al centro de la mirada del poeta como la virgen manumisora del dolor. Ella es vientre salvífico, la fuente que habrá de absolver el hondo desánimo por el vivir de la existencia. Además, ella es el hondor de la tierra que recibirá pacífica el sacro olvido de la muerte. Es dulzura puramente, la unción natural de las aves redentoras. Por su tristeza dormirá la tristeza de lo humano, cuyo único fin es el regreso restablecedor a la esencia soberana. La Mater Caelestis es, con todo esto, el cesto cardinal de una Vita Nuova, un amor viable, pero no como lo experimentara Alighieri por la núbil Beatrice, sino como una constatación de un amor considerable que se fusiona con el carácter doloroso del hombre. Finalmente, se impone el retorno a la heredad sin nombre por la vía de la muerte, suceder del olvido significativo que se consuma en el boato de los labios de la progenitora pletóricos de un ungüento melancólico y amoroso.

Como un afinado recuentro mana de sus dedos delicados un texto denominado El poema Vidente. No hay otro crepúsculo más vivo. Se congela en esas líneas la conceptualización del destino. La marcha de los humanos atormentados desfila hasta el augurio del término. Las razas se arman sin obstáculos por la senda de los rastros apoteósicos. Las ciegas muchedumbres van a morir al éxodo final. Lo oculto es traza de las estrellas. Las cumbres avistan el bufar de los océanos que secretean con la memoria de antaño. Es el advenimiento del camino por el que se ve la luz, el firmamento que espera no el caos, sino la cóncava ascensión del alma al espacio del amor. El vidente es quien se alza al ungir de lo trascendente, a la superación del olvido, a la plena estadía en las entrañas de la tierra.

Es de una crucial laya, dentro de todo este prefacio, un asunto que señala un hecho que para el vate resulta importante. En el poema Locos sublimes habla de Cristo como el mártir, como el soñador de la cruz, como quien reivindicó su doctrina en tanto que verbo. Aquende estamos en presencia de un asunto de una ralea jerárquica. Gómez Rojas en una grande parte de esta Obra Reunida, enuncia el dolor como vía del supremo bien, pues fue el Salvador quien a través de este liberó a los seres humanos del pecado. Se percibe, por lo tanto, una referencia con el Ungido al expresar su magno dolor a través de sus poemas. Pero esto es relativo en lo concerniente al protestantismo cristiano, pues para este último la redención no se alcanza por el dolor sino por la gracia, es decir, por el favor divino, todo ello por la consecución de la fe, por el reconocimiento de esta, asunto que en este libro se muestra, ostensiblemente, encima de su abertura hacia lo divinal. Esta razón devota permite, sin lugar a dudas, una comprensión holística de sus pretensiones religiosas como vía de su efímero amparo y, también, de su sostén existencial, por lo demás, brioso e iluminado.

Si habrás de vivir el poema has que leer a este escritor. Bardo que en su corta vida logró representar el respiro juvenil de una lucha crucial anarquista con el apero del verso. Un joven doliente que plasmó el aullido epocal de la lira mediante el canto de los sueños. Un poeta de las mieses doradas emancipadoras que ofrendó sus espigas a las musas. Un hombre que le cantó a la vida, a la fortaleza, a la lucha. Este es el cóndor de fuerza libertaria que se impugna ante el vivir enjaulado para no perder la gloria de sus alas generosas. Este es nuestro rapsoda inocuo, un juglar de la marcha inaudita del rumor sordo, del dolor señalado, del rechazo a la tragedia del emporio calcinado, del mar donde refluyen los enojos de su gigantesca ola de llanto. Él es el gran rebelde, suya es la venganza, sus candentes saetas embriagadas de sangre, él es el rey del fuego, con el beso que es poema y el amor purificándonos.

Quizá, habrá otro versificador de la palestra chilense tan profundamente noble, tales como Pezoa Véliz, Wilms Montt, Teiller Sandoval, pero una cosa es clara, Gómez Rojas es sublevación pura, en su obra, y, más aún en su vida, que, para los ojos de cualquiera, terminara pisoteada por el ilícito y protervo abuso penitenciario, por la miseria y la mentira, por la fuliginosa demencia, por el dolor. Hay un sufrimiento hondo por la vida y por la muerte, pero hay también una lucidez preciosa. Claramente, con su fervoroso amor a Chile, no solo palpó el engaño más adverso, sino que avivó la fuente de lo eterno, comprendió que el amor a lo divino es un camino trascendental, un camino que le permitió reflejar-se hondamente, y que en las lindes de su delirio logró palpar el amor a lo invisible. Un amor que lo catapultó para siempre como un infinito de las letras chilenas, un haz de luz que vivió solo para rozar este mundo, y, así, dejar un legado extático de una belleza sin par, un legado insurrecto sumado al beso hierático a la virgen morena, a la azucena de vigor henchido, a la bohemia fecunda, al vino de labios rojos, al perfume del rosal, y todo ello, porque Dios, como él dijera, solo Dios, un día, se durmió en su corazón de ángel indomable.


 

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