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Pablo Véliz Bacigalupo | Autores |




 







EL PÁJARO DEL AMANECER

Pablo Véliz Bacigalupo
[Obra inédita
]



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La mente estaba soñando. El mundo fue su sueño.
Jorge Luis Borges


“En Holanda, en el año 1860, ya existían las primeras democracias parlamentarias, aunque custodiadas por una constitución monárquica, luego de que los neerlandeses fueran un Reino de Francia para el Imperio Napoleónico. Fue la batalla de Leipzig en 1813, la que comenzó el descenso del poderío francés hasta que en 1848, se firmó la primera asamblea parlamentaria del pueblo holandés. Es sabido que, los países bajos eran gobernados hasta mediados del SXVIII, todavía por plutócratas y los estatúderes extraídos de la Casa Orange. La Conferencia de Viena, que constituía a los países bajos en Reino de Francia, al mando del Rey Guillermo I, comenzaba a quedar atrás con este aliento en las ideas liberales formadas en la gente de estas naciones. En aquel tiempo, el padre de mis tartarabuelos vivía allí, su nombre era Pedro de Vos Schleganz y estaba casado con Camile de Rhin Claude. Él, descendiente de judío, era un militar al servicio de Holanda. Vivían en Leiden al sur de Ámsterdam. El matrimonio había tenido tres hijos: Paul, Marie y la pequeña Lucy. En aquellos tiempos ellos ya vivían en Bélgica hacía más de diez años. El matrimonio quedó solo y ambos se hacían compañía en el sosiego sereno del amor en la última etapa de la vida. Don Pedro tenía 82 años y Camile 68. A él le gustaba sentarse en su silla que daba al campo para leer a Wolfang Goethe, mientras ella pintaba unos óleos de una belleza prodigiosa.

La escena mostraba un río descendiendo, bordeado por una franja de calas que hacían la forma de una luna nueva dibujando un puente que se mostraba de frente. Era un atardecer naranja, con la ternura y melancolía que traduce esa luminosidad de oropel. A lo lejos, se avizoraban unos abedules presintiendo la noche, y con sus ennoblecidos brazos blancos extendidos hacia el cielo. El río se ensanchaba de pronto, haciendo que irrumpiera en nuestra mirada la idea del tránsito. Qué doloroso, incluso, es percibir el brotar bajo el puente el agua como si proviniera de un manantial eterno que se repite, le dije, en silencio. Un céfiro se coló por nuestros cabellos, como anunciando una campanada de iglesia, atardece como atardece en el cuadro. Sí, respondió Camile impresionada en la pintura, como si ella no la hubiese creado. Al fondo del paisaje, unos trazos muy leves mostraban unas aves negras volando compenetrados con el límite de los límites. Nosotros vamos por el puente, aunque no nos veamos, agregó después Camile sonriendo calmosamente. Después caminamos lentos, llegando al borde de este. Miramos para atrás, pensando que, tal vez, habíamos atravesado el puente de la vida. Luego, viramos al frente y nos adentramos por el camino en torno a la laguna que aparecía ante nosotros. Los zapatos de Camile eran bellos. La tarde caía, y un suave temblor descendía desde los árboles, un leve estremecimiento. Al llegar a la laguna, Camile me instó a que nos miráramos en el agua. ¡Aquí estamos!

Era, tal vez, la última vez que lo volvería a ver, porque su venerado marido se iba a guerra. Necesario parecía derrocar a Napoleón. Cursaba el año 1813, tenía todo para aperarse de su traje de soldado. Camile, pletórica de un inexplicable desasosiego, lloraba la partida de su hombre a los campos de batalla. Diestro en el caballo, con la espada en alto, debía refrenar el avance de los franceses. Holanda no debe ser un reino de otra nación, repetía fuertemente mientras se puso las botas negras que relucían. Volveré, hijos, volveré a estar con ustedes. La familia se hallaba en la pieza de los padres, los retratos de los antiguos familiares, cruces, candelabros, lamparillas. Todo parecía husmear la partida de él. Ustedes entenderán a su edad lo que esto realmente significa.

Los ángeles celestes existen, los unicornios que no vemos, el mágico velo que se deposita sobre la aurora y en el atardecer, crecen las mieses y se tornan dorados los árboles en el ocaso paulatino, el susurro en el oído que adviene al llover, el agua divina mientras me lee sobre las piedras turquesas a su alrededor. El cielo es miel que deja caer una vaga llovizna tan delicada como sus pómulos. Al sur, siempre al sur donde se reflejan y se funden los colores del ocaso, en lo morado del mundo, en la llama inaprensible de los sucesos. El círculo de los círculos, la manta de estrellas con forma de hombre vertiendo agua desde un aguacero. La noche reina le dije y la aurora vendrá. Silencio, estamos en el bosque. Avancemos. Su traje de lino blanco relucía como un cáliz sagrado bajo el aguatero, es hora de la renovación cósmica.

Subimos, subimos, del cuerpo astral vamos unidos, el vínculo del corazón, la casa del amor. Veíamos llegar a la esfera de agua que se encontraba en la cúspide de la montaña. Oculta, la estela de estrellas atisbaba nuestros pasos de un sigilo idílico. Más allá de sus ojos, se encontraban los corales, desde donde emanaba el himno de los tiempos, viajamos. En sus pupilas emanaba la eclosión que surtía el enigma de la Gran Rueda. Éramos diestros en el viaje, el pensamiento. Rodeando la montaña, no teníamos cuerpo, me decía que tenía que sostenerla, y que ella me sostendría a mí, de lo contrario nada comenzará, y el devenir de los tiempos será una constante latencia. Me involucré a ella, y ella se involucró en mí. Fuimos el huevo en la eternidad de eternidades.

Poco faltaba para arreciar esa ladera de la montaña, me dijo que debía descansar. ¿No es acaso la prueba más sutil el hecho que existieran tormentas sobre los campos, y que el sol saliera cada mañana haciendo creces los rosales de este mundo, para que nos convenciéramos de que hay una dimensión espiritual, en todo esto que vemos a nuestro alrededor? Yo revolcaba mi cuerpo desnudo en el barro. Vamos, vamos al agua del mundo, a derramarla encima de los hombres, para que vuelva la trasformación de lo existente.  Sí, le respondí, crecen rosales en todas partes del mundo. Hemos de dar la vuelta ahora, superar la miseria del mundo. Sus manos por ríos plasmadas, fueron a mis hombros. Creo que depositamos los labios de uno en el otro. Hemos sido almas gemelas, pensé, y respondió inmediatamente que era así, que  siempre nos volveríamos a encontrar, aunque no nos encontráramos. Se puede amar en presencia y ausencia. Desapareces, los álamos dorados sobre el pasto, siente el dolor, esa nostalgia de la altura, esos brazos que forman la montaña. Ese es el lugar, avancemos, el bosque reluce, las hojas ríen mientras pasan nuestras almas en busca de la gota de agua.

Veo nuevamente sus ojos. Desaparecemos, una gota al fondo es el reflejo de la imagen que vela el secreto. En una gota al fondo del estanque del mundo, como dos seres iguales estamos plasmados. Es la gota del Purusha, la esfera de la esfera. En el principio del principio se encuentra la piedra filosofal, el vacío que porta cada una de las cosas de este mundo. Estamos en la gota, estamos en la gota fluyendo, en el antes del comienzo del mundo, en una danza única bajo la noche y sus estrellas. Corre el viento, pero parece peinar las mieles y trigales. Somos la gota, la de arriba y la de abajo, musité ya ni siquiera alcanzando a percibir su voz. Más que una compenetración, atravesándonos en el fluido latente de la gota, en el nácar de las historias del devenir entrante, en el centro del mundo escuchando la música sideral que emana entre las circunvalaciones. Subimos, ya nos quedaba poco para llegar. Ella me miró con los ojos fijos, yo le dije sí, derramaremos el agua. Se comenzó a escuchar el hondo rumiar de unas vacas blancas que se expandió por entre los cerros, incesantemente. Desde las estrellas, en el curso de mis manos y las de ella, en la separación precisa entre los mundos, en el ocaso crepúsculo de la noche día, desde aquel lugar oculto, emanó el agua, la lluvia de los mundos, la gota, el reflejo de nosotros en el principio del principio.       

Camile con sus tres hijos se habían quedado en la casa, con el peso de la partida del padre. Los niños crecieron así, porque Don Pedro de Vos demoró cinco años en retornar a casa, y a la postre los hijos ya vivían en Bruselas. La mujer, a solas, se la pasaba pintando los espacios íntimos de su casa, además de dar consideración amorosa a su ladera siempre reposada por un tibio sol que, como un pluma hacia el este, buscando el mar, descendía. Ella extrañó muchísimo durante todos los años a su marido, pero nunca renunció a la esperanza, ni el olvido hizo presas las últimas palabras que le escuchó decir. En más de una oportunidad, lo retrató para poder verlo en la pintura, a lo menos detenido por el ala del tiempo. Las rosas no tenían el mismo color para ella, y los cuadros comenzaron, poco a poco, a tornarse tristes, pero de una tristeza dulce, cotidiana. En uno de estos aparecía la recama, la sábana descubierta, y un mueble antiquísimo donde se sostenían retratos y floreros. Se podía escuchar el silencio. La recama de bronce vibraba entre los oleajes de las sábanas tan naturalmente desplegadas. Era el sueño de ella, una silueta que no alcanzaba a notarse, una espera sin espera. Más acá, en una de la esquinas inferiores de la recama tendida había una prenda de Camile. También, al igual que las sábanas, pero de un modo aún más ciertamente enigmático, recaída como la hoja del nogal, la prenda de Camile. Ella no lo sabía, no sabía que esa prenda se encontraba allí. Me parecía que salía del cuadro, como provocándome, como si realmente no estuviera en ese lugar.

Las tropas avanzaban, los caballos despavoridos protagonizaban una correría deslumbrante. Con bayoneta  en mano y el valor ensangrentado en la frente, los soldados iban directo a Leipzig. Don Pedro de Vos era uno de los soldados unidos a la Sexta Coalición en contra del avance napoleónico, formada por Rusia, España, Reino Unido, Prusia, entre las tropas aliadas a las que pertenecía mi tatarabuelo. Avanzaron hacia Alemania, y el 16 de octubre participó en medio de los cañones de artillería que dirigían los ataques hacia el sur, donde se hallaban replegados los franceses. Los enfrentamientos entre las tropas era sangrienta, los hombres morían, acribillados, a cañones, atropellados por los caballos relinchando en el campo de batalla. La desolación era continua y se alzaban los soldados, una y otra vez, en la masacre del hombre por el hombre. La batalla duró tres días, y el abuelo logró salir con vida. Hubo más de 200.000 mil hombres que murieron, y el estremecimiento general fue inhóspito, pese a que esta batalla había significado, por otra parte, el comienzo de la caída del imperio del último hombre.

Don Pedro de Vos, quiso regresar a casa, pero en el camino a su hogar, lo detuvieron y fue preso por unos alemanes e italianos antisemitas. Esa fue la razón por la que no logró volver a casa luego de la batalla. Fue torturado, porque aquellos pensaban que poseía una información sobre un insólito negocio de tráfico de especias que ellos mismos tenían a su vez con unos judíos del norte de Italia. Estuvo preso durante cinco años, recluido en una celda junto a otros hombres que sufrían por la misma causa. Los mantenían allí para hacer trabajos forzados. Con los años, una vez tuvo una oportunidad de escapar. El día que logró llegar a casa, Camile estaba en la habitación. El dolor de la espera, la ausencia, el amor verdadero y, estremecedoramente real, se asomaba tanto en él como en ella, a la antesala del encuentro. El aviso de las tropas que habían salvado de la muerte era un asunto del pasado, en la que nunca se escuchó el nombre de él. Sin embargo, ella jamás imaginó que en aquella oportunidad iría volver a verlo, ya trascurridos los años. Cuando miro su rostro, él quedó estupefacto, el paso del tiempo, expresó, la abertura de los mundos, el velo que cubre las cosas. Estaba distinta, más delgada, y parecía que había rejuvenecido. Se vía tan bella. Esto lo he vivido antes. Esto lo ve vivido antes, repitió Pedro. Ella lo abrazó, se besaron, las marcas de la tortura y el hambre se reflejaban en su mirada valerosa. He vuelto.      

No habíamos alcanzado la primera curva para llegar a la cúspide de la montaña. El bosque me dijo, es aún tan luminoso, mira el rubí, los diamantes, las amatistas. Primaria primavera de cuatro soles y diez lunas rolando entre las espigas crecidas en el valle dorado. Volvamos al camino, iremos por la curva con forma de V, para llegar al poniente y ver como cae la noche. Más allá unas cabras se lamían mutuamente, inmersas en el misterio del velo, nosotros desaparecimos. Rayo de luz, se revuelcan las estrellas, la uva será el mar en donde se confundan los cuerpos sagrados. Los leones acariciarán a las cebras, y el cielo, por vez primera, existía más allá del bosque de la vida. Subimos. Escuchaba ese cántico que se alzaba lejano. Recuerda que somos una gota, una gota en el mar que emana del nácar, y ya yacidos en la espuma del océano perdido, creció la lis, y se alzó la aurora. Era la noche, el cántico al fondo del camino. En tus ojos veo corceles estremecidos, una mano que alza la copa como si se tratara de la copa del sol, que sale cada mañana. Siempre era de noche sobre la montaña abismante. La búsqueda imperecedera de la gota de agua. El reflejo del aguatero.

Ella y yo éramos nosotros. Ha nacido el cabrío. El agua ígnea de los santos seres. Es solo la conciencia de la conciencia. Las jirafas y elefantes, los tigres y serpientes se agrupan en torno a la manta del macho. Las mujeres rodean el ceremonial mítico de los tiempos poseídas por la energía del dolor del parto. La presencia de la eternidad. El canto poseía a la poesía que emanaba de los cipreses, el hondo océano al fondo se escuchaba rugir. Es el canto de un dios, es la venida de la celebración de la vida, las aves trinan, los peces plateados relucen en efímeros instantes, las araucarias ancianas casi rasguñan los nimbos. Ha nacido. Ha nacido el hijo del padre por medio de la Madre, y entonces, cayó un rayo del cielo atormentado en eclosión por la lluvia del fin del mundo. Volamos. Siempre estuvimos ahí, el cántico aún resonaba en los corales de las puertas de las vibraciones sonoras. Creo que fue la primera vez que le dije que sí, que éramos dos seres en uno, que por eso existía el ying-yang y la comprensión de la complementariedad, todo lo anterior fue un maravilloso vivenciar la primera infancia del mundo. Solo existía el mito.

Ya eres hombre, me dijo suavemente, mientras volábamos haciendo una espiral en el aire unidos de las manos. Somos uno, la división de las aguas es el movimiento natural del devenir. Todo deviene. Toda va y vuelve, mas una leve diferencia manifiesta es el roce de lo eterno. Es la presencia de que se es consciente del devenir de los sucesos. Ella reía. Él escuchaba. Como somos la gota de agua que viaja en los airosos océanos, más nos vale iluminar el corazón en medio de la noche que aparece y desaparece. Nos separamos. Una lágrima corrió por una de mis mejillas. La gota perdida. Siento el movimiento de la Gran Rueda, el temblor por lo divino. Soy consciente del devenir, lo único que sé es que los días vuelven, ya no existe la noche imperecedera, ahora comienzo a recordarla.

Los tiempos pasaron y mis abuelos volvieron a vivir juntos, pero ya se habían mudado a Leiden. Allí, Camile continuaba pintando y Pedro, ya más anciano, gustaba de sus lecturas, y del solaz en el jardín de su casa. Pedro leía la Vita Nova de Dante, en el senil y bello idilio de su amor por Camile. Atrás había quedado la situación de haber tenido que separase de su familia cuando batalló por el frente de la Sexta Coalición. Sus hijos y ella, por sobre todo, lo esperaron durante todos esos años en los que estuvo preso en manos de antisemitas. De todo aquel pasado ya no se hablaba, y el matrimonio vivía sus años de reposo.

En el borde superior de la escalinata estaba Dante Alighieri, viendo pasar nueve años después a Beatrice Portinari, quien iba con dos mujeres mayores que ella por el paseo de las calles. Este logró de un tiempo a otro no pudo sino estar absolutamente gobernado por el sentimiento de la felicidad y del amor sublime que sentía hacia esa mujer. Más allá del Amor Cortés, Beatrice aparece como la beatificadora, la dadora de bienaventuranza, en aquellos años de 1283. Es el amor platónico de un hombre clavado por la belleza y gracia de una joven, a quién en su libro escribe variados Sonetos, forma usada por la Dulce Stil Novo, siendo Dante uno de sus mayores representes, junto a Guido Guinizelli, Guido Cavalcanti, y Cino da Pistoia.

Pedro ya pensaba que al leer la obra sería él, el mismo Dante, y su Camile, la bella Beatrice, de traje blanquecino. Mi bella Camile, te das cuenta, cómo Dante al ver a Beatrice, quedó prendado de sus ojos, que es el órgano del amor. Él nunca toca a Beatrice y la amó por toda su vida. Pedro descendió por la escalinata, mientras Camile avanzaba con la pareja conocida por ella. Nos hemos venido encontrando, le dijo suavemente al oído, una vez que estuvieron solos. ¿Lo recuerdas? Cuando regresé de la guerra, y vi tu rostro, ya pasado el tiempo, y estabas diferente, los velos de la noche universal había dado otro aire a tu rostro, entonces, maravillado por la honda belleza de tus ojos, supe, en el fondo de mi corazón que ya lo habíamos vivido en otras vidas. Sí, lo recuerdo, amado mío, lo recuerdo.   

En la familia de mi madre, su tatarabuelo, Don Dante Bacigalupo Oninni, estaba casado con Antonella Botacci, en los aquellos tiempos cuando vivían en Génova y eran pertenecientes a una renovada familia de pasteleros de pueblo cultivada desde hacía principios de siglo. La casa que ellos tenían, en aquellos años de la Italia de los años 1860, era de las asignadas a los militares. Mi abuelo también era soldado, pero a diferencia de mi abuelo Pedro de Vos, este odiaba a los judíos. La llegada progresiva de judíos al comercio de la Europa de mediados del SXIX se hacía sentir en el corazón de mi abuelo italiano. Él era un hombre racista, pero en el más honesto amor a la conservación de lo propio, sumado al vigor y la valentía de defender su patria, como si fuera su propia madre. Además, era evidente que las revoluciones de la época, hacían presenciar que los principios de la Revolución Francesa ya se apoderaban de Europa, con la naciente burguesía, que en medio del auge de la Revolución Industrial, formó la clase obrera asalariada. Las ideas liberales avanzaban por Europa, mezcladas al resurgimiento de las ideas ilustradas de Rosseau y D'Alembert, y Voltaire, aquellas que confiaban en la razón como el instrumento que llevaría a la humanidad a la felicidad suprema. Pero no fue hasta inicios de 1789 que el Despotismo Ilustrado mantuvo la idea monárquica de crear un pueblo necesario para la manufactura de los negocios ya instaurados en la época de las revoluciones liberales. No existía otra razón.

Mi abuelo Dante nunca fue a una batalla. Se dedicó a su negocio de pasteles junto a su familia. Siempre estuvo dispuesto, eso sí, a partir a la guerra. Él, al igual que el abuelo Pedro, gustaba en demasía sus lecturas y, parejamente Antonella, al igual que Camile, era pintora. Esa sucesividad de analogías que pueblan la historia de los hombres y mujeres se expresaba naturalmente como un tejido o un velo casi invisible en el devenir de las correspondencias. Sin embargo, mis abuelos Dante y Antonella, tuvieron un término trágico, a diferencia de mis abuelos holandeses.

Desde el día en que murió mi abuelo italiano, nunca su esposa olvidó una imagen que grabaría en su memoria. Iba caminando hacia casa cuando, de pronto, vio pasar a unos hombres extraños, llevaban a un hombre con aspecto de judío, la zona noreste de Génova. Creo que le dio una mirada, y el hombre también. Eran extranjeros, algunos alemanes, que tenían aspecto de antisemitas. La imagen quedó grabada en la mente de mi abuela Antonella. ¿Quién será ese hombre, se preguntó ella? Lo que no vio ella, es que uno de estos, se le acercó y le arrebató una estatuilla que su marido le había regalado, y en la que figuraba la imagen fina y delicada del símbolo de Isis.  

Antes de morir mi abuelo Dante se encontraba delirando en el lecho. Su amada Antonella cuidaba sus últimos momentos. Sobre el velador de la habitación se encontraba la Vita Nova de Dante Alighieri. Él, apenas la alcanzó a mirar; ya lo había leído, como un último libro antes de morir. Pero cuando lo miró, alcanzó a ver, a través de una de las hojas en la que se encontraba abierto, un ensueño, acaso el último que tuviera en su vida. Vio a dos personas, un hombre y una mujer, tal vez a Pedro y Camile, cuando ambos se dan cuenta que se han venido conociendo a través del tiempo, dentro de la misma Vita Nova. Y se le vino a la mente, todo ello. Todo se repite.  En esto, Antonella, que había ido por un vaso de agua que le sirvió, se sentó en una de las orillas de la recama y lo escuchó. Tú eres mi Beatrice. No importa que hayan robado el símbolo, ellos no saben el secreto, ellos jamás encontrarán el secreto que se aguarda en lo más profundo de la sangre y el corazón. Estas fueron sus últimas palabras. Entonces, la mujer lloró la partida de su marido, y el tiempo se hizo cargo de hacer avanzar la gran rueda cósmica”. 

 

 

 



 

 

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Pablo Véliz Bacigalupo
[Obra inédita]