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“EL RETORNO HACIA UNA ANIMALIDAD CRIMINAL”
Una lectura del libro: “A la caza del animal que no se oculta” De Ramón Guzmán Rallimán


Por Pablo Véliz Bacigalupo


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Con toda la falta de ingenuidad posible resulta ser el comentario de Bolaño al referirse a la poesía como un gesto mayoritariamente juvenil que se arma en la persecución por el éxtasis, es decir, por el estar fuera de sí mismo, por el salir-se, el ponerse afuera. Así, la prosa de un Rimbaud y un Lautréamont representa fielmente este fenómeno ex-céntrico avistado por el novelista chileno. Ante todo, la poesía es éxtasis, un acercamiento a la comprensión de lo que se haya más allá de la realidad, o, dentro de esta, pero como un retorno al estado originario. No hay poema que no persista en el regreso, porque la ruptura siempre es una ruptura con la realidad en aras de la búsqueda de una médula antaño extraviada y sustentada en el verso que se inclina por esa indagación iniciada en lo real. Todo arte tiende al realismo, y la realidad es el único origen del arte. Mas, a lo sumo, la realidad poética es, eminentemente, extática.  

En este marco, con todo, creo importante sacar a la luz la imagen del Lautréamont. Si la poesía es transgresión, Isidore Ducasse es el poeta por excelencia, o todo poeta lo es en la medida que el verso siempre es una apuesta por la libertad. Por ello, el planteamiento de Lautréamont posicionado en torno a la manifestación del mal es patentísimo, irrefutable y, tal vez, imposible de superar. No hay en la literatura universal programación más excelsa sobre el mal que en este poeta, ni siquiera en Sade. Al decir como una verdad, el mal en “Los Cantos de Maldoror” no se muestra como oposición pecaminosa al carácter ontológico de lo divino presente en el cristianismo, ni menos al eje racional localizado en la Ilustración, sino como una marca indeleble, romántica y creativa opuesta al valor del bien, desde la perspectiva del sujeto creador que figura como quien da forma al mal. En este sentido, basta recordar en ese libro las blasfemias contra Dios en un burdel, la cópula con una hembra tiburón, el descuartizamiento de una niña, entre otros innumerables pasajes horrendos que concitan genialmente la desaprobación, o, porque no decir, el placer del lector.  

Alusivo a este contexto, emana la voz de “A la caza del animal que no se oculta”, libro de poesía que, a mi juicio, no se posiciona ni en la forma de una vanguardia ni menos aún como parte de una literatura ya canónica, ya estereotipada. Justo al centro entre esta o aquella, o lejos de ambas, el autor de la obra, con un gesto propio, abre el camino. Huelga decir, no se trata acá de un galimatías ostrásico o de un verso virgen y anodino. Acá estamos en presencia de un hombre que fue capaz de exhumar el arca de la poesía chilena y que, en este caso, aparece no como un trascendentalismo Ducassiano sobre el mal sino como la expresión de un sujeto, con atisbos , no por ello menos evidentes, de un yo malditista. No en balde, en el apartado llamado “suicidamientos”, Ramón Guzmán dice: “soy un asesino”

Lo importante, ahora, es considerar lo que sigue. La pregunta es: ¿Quién es Ramón Guzmán? ¿El cazador del animal? ¿El animal que no se oculta? ¿Ambos? En este plano, además, cabe hacer otras interrogaciones: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Los animales, los cazadores? Y el poema: ¿Qué es? ¿Es el animal o quien lo caza? Algunas de estas preguntas parecen tener una respuesta o, acaso, todas. Ahora bien, así como el poemario está tejido desde la pluralidad de voces, pueda ser que estas preguntas tengan respuestas diversas. Estamos en presencia de una multiplicidad de sentidos, y, así, en el reflejo de un temple absolutamente moderno, tic que lo asocia al ínclito apotegma del joven de Charleville.  

La textualidad discurre sustentada en dos ejes axiales. A saber, el distanciamiento o negación de la vida y la pulsión sexual. El primero aparece con la formación de un plano central calculado en términos tales como: “larva, oscuridad, fosa, cadáver, cuchilla”. Es este eje una aproximación a una visión nihilista, desfundamentalista. “Quien ama la vida miente”. En este postulado reside el susodicho planteamiento. Pero es más profundo aún. “No olvidaré jamás el pecado de haber nacido”. Este verso que, sin lugar a dudas, habla de una local reminiscencia con Segismundo en lo alto de la torre, representa claramente un estado de negatividad vital. La vida para el vate de este epítome es vacía, carente de lógica y cimiento. No obstante, lo medular en el poemario, de la mano de lo anterior, diría yo, es la acechanza de la sexualidad. Esta es el camino a la salvación de la debacle repugnante por el afán identificatorio con el instinto y el mal que no encuentra fundamento.

Desde una perspectiva escatológica, o, rayana en esta, la sexualidad acá, entendida en el psicoanálisis como pulsión libidinal, juega un rol de enorme certidumbre. El bardo encuentra en el acto sexual la salida el macabro tedio de la existencia. “La gota de semen bajando por el diente blanco”, “la punta de la lengua depositada en el agujero”. Esta pulsión que recorre el libro, es la única manera de afirmar la vida de la mano del crimen. Hay un deseo de expansión casi irrefrenable. Se dice: “quise confundirme con las piedras” Se quiere, entonces, la libertad absoluta, la cual está emparentada a la transgresión de las fronteras del conocimiento y la ley de los hombres. Se trata, ante todo, de un deseo por traspasar los límites, asunto que ocurre y en parte toma, ficticiamente, la consecuencia de lo que entendemos por hybris prometeico. Digo ficticiamente porque lo dicho aquí se presenta como un anhelo, no como un hecho real. Por lo demás, se avizora con todo lo anterior el acápite nietzscheano explícito en “Lo que debo a los antiguos”, en su último libro “El ocaso de los ídolos”: “Solo el cristianismo ha manchado de fango lo más sagrado, la sexualidad”   

Insisto en la posibilidad de entender el tema de lo sexual en el compendio como un modo de trascendencia. Mas, a su vez, como un hecho que no encuentra una ética definida. “Ay dios, qué haré con mis erecciones”. “Qué hago con mi semen sin destino” El autor vaga desgarrado con un puñal en la mano, iracundo, amando a Sodoma, la locura, la lujuria. Es un amor animal, indeliberado, que busca dar muerte a su presa, traspasando la ley, siendo el gran criminal, el lobo sombrío que acecha sin ocultarse. Acá entra lo inmundo, la imagen de Enrique Lazcano recogiendo tomates podridos tras la feria como si estos fueran menstruaciones o coágulos de sangre en el piso vibrando por el aborrecimiento. Se suma, así, la imagen de los trozos de hígado cayendo de la boca desalmada de la abuela, trastienda del poema entero, cuando la sabiduría senil se convierte en una espinosa aversión. Con todo, los planos se cruzan, hay un frenesí, un nihilismo sexual, un deseo de matar que no puedo dejar de asociar al cuadro de Óscar matando a Mimi en “La perversa luna de hiel”, de Roman Polanski.

En un claro sentido de la palabra, todo lo anterior, busca un modo de superación, una esperanza oscura de la cual asirse. Si para este criminal las lindes no existen, si ha apostado siempre a la poesía perdiéndolo todo, basta con encontrar un escape. La voz quiere huir, pero es una huida hacia adentro, un fugarse del mundo, aunque el instinto lo afirma. Se tambalea de una y otra forma, pues hay que  beber como si se nos acabara la vida. En este sentido, no solo se halla el sexo como anclaje, sino incluso, algo que él llama amor, y queparece acogerlo. “Maldigo el camino, pero el amor está primero” Sin embargo, por lo mismo, está, además, la pregunta que Guzmán se hace a propósito de esta cuestión: “¿Qué es el amor en nuestros días?” La respuesta a esta pregunta queda a la deriva.

Después de todo hay un verso que es crucial al momento de entender el trasfondo del libro, del cual solo he esbozado uno de sus poderosos alientos. “La naturaleza está desnuda y sin palabras” Esta línea es determinante. Lo que se pretende aquí es el ansia del peregrino que desea retornar, de no saberse humano, sino de volver al orden natural inmediato. Se asienta la obra en una cuestión de suma importancia como metáfora central, y esta es el abandono del pensamiento. Lo que quiere este escritor es dejar de ser humano, o bien, ser un animal. Esta es la cuestión. Se trata del retorno a la disolución con lo natural u originario. Pero para eso, él debe asesinar. Adoptar el crimen como vía salvífica.

La pregunta persiste: ¿Quién es Ramón Guzmán? La respuesta se escapa, se hunde en el poema, se asoma a tientas. Pues bien, el autor ha muerto en la palabra de Barthes, el lenguaje susurra la muerte de todo origen para dar comienzo a la escritura. Pero eso está por verse, puesto que Rallimán surge cerca de su propia muerte como un animal que no se oculta del bosque negro, el sabio criminal rodeado por el excremento de la desilusión. Se exhibe como el sicalíptico ultrajador de rosas de rojo terciopelo, el cisne impoluto ajado por el báculo del sueño. Una y otra vez, como la mano palpando la humedad de la savia próspera que asciende como el ímpetu de la gota de semen. El corazón que llora de frío, la bestia que asciende por el cuerpo de la higuera para sorber el rayo del sol, el prisionero libre sentado en el lujoso sillón, la belleza impúdica empuñada en su mano como un cuchillo penetrando el agua mustia.

La respuesta, entonces, es evidente. Este poeta lo plantea: “Soy el animal más astuto que fornica y asesina y duerme en las calles” Ramón es el animal que no se oculta, pero este puede ser cazado. ¿Quién lo caza?: El poema. Porque al decir del autor: “Siempre hay un poema esperando en la noche su primera víctima”.  Nosotros, así, somos los espectadores de ese asalto ominoso, espectadores que, por lo demás,  también deseamos, ávidamente, el éxtasis, el crimen y el retorno.

 

 

 

 



 

 

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Una lectura del libro: “A la caza del animal que no se oculta”, de Ramón Guzmán Rallimán
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