Un siglo de Cesare Pavese
          (1908  / 2008)
        Por  Rodolfo Alonso
        
          
        
        El  9 de septiembre se cumplieron cien años del nacimiento del  gran escritor italiano Cesare Pavese, que tanta influencia tuvo y  tiene en nuestro medio. A lo que contribuyó sin duda el poeta  Rodolfo Alonso, uno de sus primeros traductores en castellano: “El  oficio de poeta” (1957); “Trabajar cansa” y “Vendrá la  muerte y tendrá tus ojos” (1961); “Feria de agosto”  (1970).        
        Piamontés  universal, Cesare Pavese es uno de los más significativos  escritores italianos del siglo XX. Nacido el 9 de septiembre de 1908  en el medio campesino de Santo Stefano Belbo, iba a poner fin a su  vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”,  son las últimas líneas de su indeleble diario El  oficio de vivir), en un cuarto de hotel en 
Turín, el 27 de  agosto de 1950. Esa vida, y esa obra, se irían cubriendo de  significados hondos y nítidos, donde conviven voces  ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección  formal, perdurabilidad y resonancia permiten considerarlo un  auténtico clásico.
        Creció  con el fascismo, que lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo  confinó, como opositor político en Brancaleone Calabro,  de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la   grandilocuente cultura oficial del régimen supo oponerse,  lúcidamente, como su impar compañero de generación,  Elio Vittorini (que vio su antología Americana prohibida por Mussolini), con la traducción y análisis  crítico de la gran literatura norteamericana: Melville, Lee  Masters, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, O. Henry, Dos Passos,  Dreiser, Whitman, Gertrude Stein, Faulkner y otros. Fueron difundidos  con la clara voluntad de oponer, a la retórica patriotera y la  demagógica verborragia fascista, una literatura de alta  calidad y profundamente auténtica, enraizada en su idioma, su  sociedad y su cultura, capaz de rozar las cumbres del estilo y los  abismos de la condición y la sociedad humana.
         Heredero  de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer  libro, Trabajar cansa (1936, con reedición definitiva  de 1943), es un nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la  poesía italiana moderna, tanto como una revisión  exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz de  razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese  mundo está siempre presente en su gran narrativa. Y hasta en  sus resplandecientes ensayos, donde la percepción del claro  espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la  sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de  esclarecedoras conclusiones sobre el hombre y su poesía.
         Llegó  a triunfar en Turín, la gran ciudad de sus sueños de  infancia: fue director literario de la prestigiosa editorial Einaudi,  y antes de morir recibió el consagratorio Premio Strega. E  Ítalo Calvino reunió entonces todos sus Relatos en un grueso volumen (Einaudi). Allí resplandece el Pavese  escritor: tersura de un estilo directo y sin embargo distante   (”Narrar es como nadar”, dijo, aludiendo a los ritmos combinados  del cuerpo y el agua, y también “Narrar es monótono”,  por supuesto en sentido de insistencia, de  persistencia en un tono,  en un clima, nunca puramente verbal aunque hecho de lenguaje. Las  palabras de los hombres a las que supo aludir como “esas tiernas  cosas, intratables y vivas”.)
         Ligado  a Pavese desde su juventud, Calvino lo sucedió en Einaudi,  donde editó sus trascendentes obras póstumas: los  tocantes poemas de Vendrá la muerte y tendrá tus  ojos (1951), La literatura americana y otos ensayos (1951)  y su indeleble diario El oficio de vivir (1952). Y  percibió su compleja y angustiada personalidad, esa voluntad  de razón iluminista que sin embargo no abandona una temblorosa  auscultación instintiva: “Que los dos motivos estuvieron  ligados (dice Calvino), y fueron inseparables para él, está  claro: la misma concepción de la poesía como una  operación racional y liberadora no es posible sino en relación  a la irracionalidad de su objeto, el descubrimiento mítico”.  Y ello se advierte en los luminosos ensayos que reunimos y tradujimos  con Hugo Gola, no mucho después de su muerte: El oficio de  poeta (Nueva Visión, Buenos Aires, 1957), donde en El  mito  afirma Pavese: “Antes que fábula, casi  maravilloso, el mito fue una simple norma, un comportamiento  significativo, un rito que santificó la realidad.  Y fue  también el impulso, la carga magnética que pudo, ella  sola, inducir a los hombres a realizar obras.”
         Pavese  reiteró que consideraba Diálogos con Leucó “la cosa menos infeliz que yo haya escrito”. ¿Cómo  no coincidir ante esos diálogos de transido lirismo y honda  resonancia, que logran el milagroso resurgir, como moderna fuente de  vida, de los fundacionales mitos griegos? (Y ese libro quedó  abierto junto a su lecho en el cuarto de hotel donde se suicidó.)  Porque con la diáfana transparencia de un lenguaje de  temblorosa precisión, reviven los dioses humanísimos y  los humanos héroes de la fecunda mitología griega. No  para escudarse en modelos prestigiosos, sino para hablarnos, a través  de ellos, de los temas permanentes de la condición humana,  volviendo a hacernos dialogar, en busca de una luz de razón,  con esos dioses nacidos de la propia entraña, de los hondos  anhelos y sueños de los hombres.
         Él  mismo reconoce, en una reveladora entrevista poco antes de su muerte  (1950), que “no ha renunciado hasta ahora a su ambigua naturaleza,  a la ambición de fundir en unidad las dos inspiraciones que  allí se han combatido, desde el principio: mirada abierta a la  realidad inmediata, cotidiana, ´rugosa´, y recato  profesional, artesano, humanista –hábito de los clásicos  como si fueran contemporáneos, y de los contemporáneos  como si fueran clásicos--, es decir, la cultura entendida como  oficio.” A lo que su honestidad de fondo le hace agregar de  inmediato: “Exigencias difícilmente conciliables, es  cierto.”
         Que  su palabra fue escuchada lo probaron su persistente repercusión  y la estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo dijo quizá  mejor que nadie: “Reconozcamos, una vez más, que de su  generación Pavese fue de los espíritus no sólo  artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de  todas las facultades, intelectualmente y moralmente más  ejemplares.”
        
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              PAISAJE VII
            
            Basta  un poco de día en los ojos claros
              como  el fondo de un agua, y la invade la ira,
              lo  escabroso del fondo que el sol roza.
              La  mañana que vuelve y la halla viva
              no  es ni dulce ni buena: la mira inmóvil
              entre  las casas de piedra, que cierra el cielo.
            
            Saca  el cuerpo pequeño entre el sol y la sombra
              como  un lento animal, mirando alrededor
              y  no viendo otra cosa que colores.
              Las  vagas sombras que visten el camino y el cuerpo
              le  oscurecen los ojos, entreabiertos apenas
              como  un agua, y en el agua se vislumbra una 
              . .. .. .. .. . .. . .. . . /sombra.
            
            Los  colores reflejan el cielo calmo.
              También  el paso que holla lento los guijarros
              parece  hollar las cosas, como la sonrisa
              que  las ignora y escurre como agua clara.
              Dentro  del agua transcurren vagas amenazas.
              Toda  cosa en el día se crispa al pensar
              en  la calle vacía, si no fuera por ella.
            CESARE PAVESE
                (Versión  de Rodolfo Alonso)