Ungaretti, ¿hoy?
Por Rodolfo Alonso
Con la alegría no exenta de desasosiego con que pueden acogerse los dones de los dioses, ambos siempre maravillosamente inciertos, recibo la espléndida ocasión de reeditar aquella traducción de Giuseppe Ungaretti (1) (1888-1970) que, hace más de cuatro décadas, en forma tal vez no menos milagrosa le encargó, al joven inquieto que yo debía resultar entonces, esa figura consular de las vanguardias argentinas que fue Aldo Pellegrini, auténtico pionero del surrealismo en América Latina. Si su perspicacia, a la vez lúcida y magnánima, me colocó de esa manera frente a un temprano y apasionante desafío que, de un modo cierto, resultó clave para mi propia formación, lo que es sin duda mucho más trascendente permitió difundir, en el marco de la excelente colección Los Poetas por él dirigida, a una de las voces más singularmente hondas y exigentes de la poesía europea del siglo veinte. Que los lectores premiaron, ya desde un comienzo, espontáneamente, sin necesidad de promoción ni de estrategia alguna, no con una sino con varias reediciones sucesivas.
No dudo que me engaño pero, a la vista de palpables evidencias, ¿cuál será hoy la respuesta? (Y no me refiero, por supuesto, a la cantidad de ejemplares en circulación, que puede incluso llegar a ser mayor, sino a la intensidad de su recepción, a la calidad de la digestión no sólo estética sino también obviamente cultural que una obra de semejante calibre estaría llamada a generar.) Aunque soy dificultosamente optimista, o más bien escéptico apasionado, como –salvando las distancias- se aludió a un gran humanista (2), no resisto la tentación de reproducir algunas reflexiones que, ya en 1966 (3), el mismo Ungaretti puntualizó sobre estos temas, acuciantes sin duda: “Hay algo en el mundo de los lenguajes que ha acabado definitivamente. (...) El hombre, me parece, no atina más a hablar. Hay una violencia en las cosas que se convierte en su propia violencia y le impide hablar. Una violencia más fuerte que la palabra. Las cosas cambian y nos impiden nombrarlas, y por lo tanto fundar reglas para nombrarlas y permitir a los otros gozar de ellas. (...) Podría ser éste el apocalipsis. Es cierto que al no poder imitar más al pasado ni unirse a él, hemos perdido la ciencia de las cosas.” Para concluir, no menos dramáticamente: “Somos hombres que han sido arrancados de su profundidad... (...) No, las palabras no nos sirven. Las palabras de las viejas retóricas son palabras sin suficiente fuerza de secreto.” Y si tal era, para un extremado artista de la palabra, hace casi cuatro décadas, la desolada situación de la poesía en un mundo desolado, ¿cuál sería hoy su perspectiva al respecto, en estas áridas y ácidas circunstancias?
Fue Luis Cernuda quien, citando nuevamente palabras de Bécquer en su prólogo a La soledad de Augusto Ferrán (la obra poética “adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona”) me hizo presente que, más allá de los valores objetivos implícitos en una obra concreta, es difícil que ésta acceda a ser justipreciada cabalmente por sus presuntos destinatarios si ellos carecieran por ejemplo de oído. Pero bien sabemos, nos consta que, ante tanta incertidumbre, estamos partiendo desde una absoluta certeza: la poesía de Giuseppe Ungaretti es sin duda alguna, si las hay, una evidencia cabal, más que lograda, y por lo tanto todo está dispuesto para que “el rayo de la comunicación” (esa magnífica alusión de un gran semiólogo, Roman Jakobson, con respecto al instante en que el lenguaje humano se realiza) se perpetúe.
Aunque él mismo llegara a vislumbrar, y denunciar en su momento, como acabamos de ver, dolorosos síntomas de decadencia, la aguda experiencia poética de Ungaretti tuvo una temprana y calurosa recepción, no sólo en su país sino en la misma Europa. Los grandes críticos de la gran crítica literaria italiana percibieron entonces su inusitado alcance, su verdadera dimensión, desde un comienzo. Giuseppe De Robertis lo vio “poeta tan absoluto, tan esencial, tan incógnito”. Y fue Francesco Flora quien primero aludió a Ungaretti como hermético, un término de rica polisemia, acaso al mismo tiempo peyorativo y prestigioso, bautizando de ese modo a toda “una gran estación poética” de su lengua, que incluyó más tarde, como su único par, a Montale, y luego a toda una generación subsiguiente que, como suele ocurrir, no atinó sin embargo a superar ambas cimas. Hasta ese mismo contemporáneo ilustre, Eugenio Montale, aunque algo más joven no vaciló en afirmar: “Él solo, en su tiempo, logró aprovechar la libertad que ya estaba en el aire, los otros no supieron qué hacer con ella, y cambiaron de oficio o gimieron incomprendidos...”.
¿Pero ha de ser casual que fuera hace poco un latinoamericano, es más, un brasileño, Haroldo de Campos (4), quien casi como al pasar haya aportado cierta agudeza a estos enfoques, al percibirlo, no sin lucidez. “desértico y barroquizante al mismo tiempo”? (Tan poco casual como la propia relación de Ungaretti con Brasil: después de participar en Buenos Aires de un congreso del Pen Club Internacional, fue invitado dar clases en la Universidad de São Paulo, donde permaneció desde 1936 a 1942, y donde en 1939 sufrió uno de los más grandes dolores de su vida: la muerte de su hijo Antonietto, de sólo nueve años.) Aunque el mismo Ungaretti resultó capaz de revelar las implicancias de adoptar “la fe de que no puede concebirse el mundo si no es por la revelación de una palabra inolvidable (5)”.
“Miglior fabbro”, si, sin duda, tanto o más que el Pound a quien Eliot dedicó de esa manera su Waste land, pero también “uomo di pena”. Fue el mejor artífice porque quizá ningún otro en su tiempo, no sólo por supuesto en su propia lengua sino acaso en toda Europa, llevó más lejos y más alto aquella “prolongada oscilación entre sonido y sentido” con que, tan cabalmente, Paul Valéry logró aludir al poema. Pero fue también, al mismo tiempo, ineludiblemente, hombre de pena porque nunca hubo para él palabra, por más dignísimamente elaborada, de la que no pudiera asegurar: “cavada está en mi vida / como un abismo”. Y no sólo en un sentido existencial, individual, tan legítimo, sino también para muchos no sin cierta sorpresa con un inusitado alcance colectivo, no apenas por supuesto cultural, sino de especie, genérico, humanísimo.
Si en L’allegria (1919), el primero de sus grandes, pocos, indelebles libros, donde fueron a reunirse los poemas iniciales que venía dando a conocer desde Il porto sepolto (1916), un tocante, esencial escandido viene a cumplir, y a superar, en el mejor sentido, los horizontes de “parole in libertá” del mejor futurismo (por supuesto que más bien el de su admirado Apollinaire antes que el de sus bulliciosos compatriotas), sin dejar de hacerlas reverberar en un más que expresivo silencio, él mismo supo enunciar con respecto a aquel libro inicial que “Mi poesía ha nacido en realidad en la trinchera... Imprevistamente la guerra me revela el lenguaje. Yo debía decir rápidamente porque el tiempo podía faltar y en el modo más trágico ... lo que sentía y por lo tanto lo debía decir con pocas palabras, lo debía decir con palabras que tuvieran una extraordinaria intensidad de significado. (6)”
Tuvo que ser un poeta de varias generaciones posteriores (incluso en sus comienzos bellamente dialectal, para nada aquejado de hermetismo, y más cercano a un realismo que no se privaba de lo político-social), que era también un intelectual tan desinhibido como incisivo, Pier Paolo Pasolini, quien pudo ampliar cierta visión del gran poeta: “la historia de la poesía de Ungaretti se despliega (...) por definición en el centro de la historia de la poesía del siglo XX (7)”.
Mi propia inmersión juvenil en el intento casi utópico de traducir gran poesía, y de traducir nada menos que a Ungaretti, llevado a cabo al mismo tiempo con tenacidad y beatíficamente, tanteando en los dominios simultáneos del sonido y del sentido, a través del razonamiento y del instinto, tanto las mil y una posibilidades significativas como los múltiples, riquísimos efectos encarnados de tono, densidad, ritmo, me colocó directamente en un estado de empatía, que desde entonces siento esencial para encarar tan ardua, tan fecunda tarea, que tiene a la de vez algo de Prometeo y algo de Sísifo. Tan acuciante en sus detalles, tan enriquecedora en sus vivencias, que tampoco estas palabras alcanzarían a describir cabalmente sus alcances. Si algo puede conseguirlo es su propio resultado, por inestable y arriesgado que por más honesto resulte, la versión en nuestra lengua, después de todo aquejada, colmada por los mismos abismos y las mismas riquezas que, como ser soberano y autónomo de lenguaje, implica el original.
Sólo agregaré al respecto una circunstancia, tal vez reveladora. Mi primera intuición de los textos escritos por Ungaretti, con respecto a su eventual lectura oral por el autor, fue la de imaginarlos dichos como secretos, hacia adentro, susurrados, casi íntimos. Pero ya a partir de las primeras grabaciones de su poesía que pude escucharle y luego, en 1967, al recibirlo en mi casa durante su nueva visita a Buenos Aires, pude comprobar que en realidad él decía sus poemas como un grito, que se me hizo una dolorosa, tensa, trágica imprecación contra los cielos desde tierras desiertas, como nuestra auténtica baguala escuchada en plena Puna, en trance, a solas, sin mediación posible de espectáculo alguno, o como el no menos dignamente ajeno a cualquier tipo de proscenio “cante alto” del mejor cante jondo, viva voz en silencio, sin música, “a palo seco”.
Después de todo, fue el mismo Ungaretti quien incorporó, a la edición de su poesía completa, sus propias traducciones de Mallarmé y de Góngora (le tocó ser el primero en verter al italiano el gran poeta español) y de sonetos de Shakespeare. Y en el volumen de sus Poesie disperse (8), más de cuatro quintas partes de sus doscientas cincuenta páginas están dedicadas a reproducir escrupulosa, cronológicamerte, “el aparato critico de las variantes de todos sus poemas”. ¿Por qué asombrarse entonces de que vacile, dude o se angustie en el feliz, grave intento un simple traductor?
La gran poesía de Giuseppe Ungaretti se sabía viva, no congelada, no concluida. Tras una vida entera destinada a no “caer en servidumbre de palabras”, está todavía abierta, disponible, ofrecida para cada uno de nosotros, temblorosa y latente, si somos dignos de ella, si estamos a su altura, porque sigue realmente encarnada, en sus magníficos poemas, la posibilidad de “conducir las palabras”, como él quería, como él supo, “a una tensión que las colme de su significado.”
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NOTAS
(1) Poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso), Fabril Editora, Buenos Aires, col. Los Poetas, 1962. Hay reedición reciente: Cien poemas escogidos, de Giuseppe Ungaretti (selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso), Editorial Argonauta, Buenos Aires, 2009.
(2) Bertrand Russell. El escéptico apasionado, de A. Wood, Aguilar, Madrid, 1967.
(3) “De las palabras extrañas y del sueño de un universo de Michaux y quizá también mío”, de Giuseppe Ungaretti. En Giuseppe Ungaretti, Il Nuovo, Vecchio Stil, Córdoba, 1990.
(4) “Juan L. Ortiz: la retórica seca de un poeta fluvial”, de Haroldo de Campos. En revista Poesía y Poética, n. 30, México, verano de 1998, pg. 48.
(5) Vida de un hombre, ensayos e intervenciones de Giuseppe Ungaretti (traducción de Márgara Russotto), Monte Ávila, Caracas, 1977.
(6) “Ungaretti commenta Ungaretti”. En Vita d’un uomo. Saggi e interventi, de Giuseppe Ungaretti, Mondadori, Milán, 1974, pg. 810.
(7) “Un poeta e Dio”, en Passione e ideologia, de Pier Paolo Pasolini, Garzanti, Milán, 1977 (1ª ed.: 1960), pg. 368.
(8) Poesie disperse, de Giuseppe Ungaretti, Mondadori, Milán, 1954 (1ª ed.: 1945).