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          Por Carlos Henrickson
        
        Una de las bases  permanentes de la poesía chilena contemporánea es –mal que les pese a nuestros  comisarios de siempre- Altazor de Vicente Huidobro. En este libro, uno  de los más citados y peor leídos de toda nuestra literatura, la figura del  poeta cae en paracaídas desde un cielo de clara y consciente expresión en una  progresiva internación en el territorio del lenguaje mismo, el cual se va  sustancializando hasta traspasar la inteligibilidad y volver a la musicalidad  pura –casi netamente potencial- del fonema.
          
          Sería una operación  reveladora la empresa contraria –ir hallando tras la palabra la presencia de  sus significados plenos-, y encontrar en Vuelo (Valparaíso: Ed.  Inubicalistas, 2009), segundo poemario de Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981), una  tentativa en este sentido, es digno de agradecimiento. Destacábamos en Chilean  Poetry (Valparaíso: Ed. Fuga, 2008) la rigurosidad al seguir un programa  ambicioso: el actualizar el conflicto entre el mundo de la creación (asumido  como un interior) y el de una posible (imaginada) naturaleza, ubicada en  un afuera. Ante aquella rigurosidad programática, el nuevo poemario de  Arroyo se planta desde una perspectiva absolutamente otra: la indicación de un  decidido salto al vacío en pos de la presencia plena de la palabra poética.
          
          La difícil  construcción de un discurso poético sostenido en una duda permanentemente  abierta hacia el vacío es realizada con una notable limpieza expresiva. La  brillantez de la labor escritural se deja ver repetidamente en base a  procedimientos que saben desvanecer efectivamente la sustancialidad de los  objetos mostrados:
        Los objetos deben ser  mostrados, pero no dichos,
                  los objetos constituyen un  modelo parecido al de un río
                  entrando al mar          por la noche.
                  Es en la entrada que todo  ocurre: las violaciones, las marcas, los ruidos
                  el paso del río al mar es un  deseo de luz,
                  oculto en la sombra del  objeto.
          
        
        El recorrido  efectivo por la realidad referida encuentra el obstáculo continuo de una  subjetividad que recae en la duda y en una proliferación de reacciones ante  ella –la instrucción, la negación, el recurso a una vaga y oscura memoria  existencial o a excesivamente precisas referencias literarias- que logran  mantener la suspensión de la expresión poética a través del libro. La  resultante penumbra del lenguaje poético, necesariamente, tenderá a una  disolución del sujeto hablante, que toma realidad efectiva en la entrega a un  sujeto plural –nosotros- y la diferencia temporal hacia el pasado: la  memoria de la unión amorosa, suma del vértigo y amalgama de deseo y violencia.  Como procedimiento, esto hace proliferar la posibilidad de referencias,  produciendo la densidad textual que desde ya Arroyo mostró en su primer libro,  ahora en una clave y una poética que anhela y sale a buscar ese exterior que constituía el tabú y la fuente de negatividad en Chilean Poetry.  Entonces, más que imágenes precisas que se complementan entre sí, nos  encontramos con la proliferación: puntos de fuga que densifican y  confunden el horizonte del texto, dando a ese salto al vacío (ese vuelo que  se define reiteradamente como caída) realidad en los procedimientos  mismos del texto.
          
          El uso de la figura  de un boxeador en sus últimos días –uno de los mencionados puntos de fuga-  muestra con precisión este caso: logra apuntar hacia una dimensión física y  violenta de la búsqueda emprendida, pronosticando desde ya su vocación de  fracaso, lo parcial y momentáneo de su triunfo. A partir de esta figura, las  asociaciones de la lona, los golpes enviados y recibidos, etc., se  suceden y entremezclan con las demás líneas de imagen.
          
          Siendo la empresa  por la palabra plena una tarea perdida –quedando su comprensión en una  escena pasada, recordada-, lo que queda es un apocalipsis de imágenes  poéticas –una revelación y una clausura de tiempo y espacio-, que hace pesar  sobre el hablante la labor de testigo de algo inefable. El hondo pathos de esta situación poética revela una gran profundidad de tono y una notable  belleza expresiva, que es capaz de amalgamar tonos cotidianos de lenguaje con  un acento lírico que logra actualizar recursos a la nostalgia y al delirio  imaginativo.
          
          Este libro de  Arroyo lo confirma como una voz particular y destacada en el concierto de la  actual poesía joven, precisamente en la medida en que desplaza decididamente la  sencilla referencialidad vivencial que aquélla ha en general tomado los últimos  diez años. Si bien la decidida elección por una distribución editorial que  podría ser vista como precaria y marginal desde lugares más privilegiados  pudiese hacer esto menos visible, Ediciones Inubicalistas promete por su  interesante propuesta formal –libros hechos a mano, sencillez extrema de  formato y diseño- y las buenas decisiones editoriales que asegura la presencia  de Felipe Moncada y el mismo Arroyo, constituir un buen ejemplo de marcar  distancias en cuanto editorial de poesía con respecto a las con  frecuencia sobrevaloradas empresas que en Santiago han hecho la misma labor  (aunque pensando en ellas haya que decir rubro). Las editoriales  independientes de poesía cumplen una función de particular significación y  tradición que los Inubicalistas confirman.