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manifiesto de mujer en homenaje a un joven desconocido:
Conocí la muerte volando en una camisa blanca

Rosa Alcayaga

 

“Nosotros estamos aquí para recordar
lo que sucedió y para declarar solemnemente
que ‘ellos’ no deben volver a hacerlo”
(Del ensayo “El fascismo eterno”, Umberto Eco

¡Todos boca abajo mierda! dijeron los pacos pasado el mediodía. ¡Ya! ¡Ya! ¡Qué se creen! ¡Al suelo comunistas conchasdesumadre! Palabras. Palabras como corvos cobardemente azaradas como corvos acerados prestos al llamado de su líder. Corvos que sacarán ojos. Corvos entuertadores. Torcidos. Corvos degolladores. Miserables cortaplumas aviesas que mutilan. A escondidas tratando de penetrar en nuestra carne. La hendieron pero no sentimos nada. Como esa tijera puntuda que se hundió en mi muslo jugando en la cama con mi padre recortando figuritas de papel abriendo de par en par una lonja de mi pierna mientras yo miraba estupefacta porque no sentía dolor hasta que brotó la sangre, la sangre me aterra me desmaya, que fue cuando vomité mi primer llanto mojando la casa de una sola pieza con un hueco en el techo desde donde un día le cayó un gato a mamá en su espalda y el papel que lo forraba quedó colgando. Escribe dijo Roberto C. tal como lo cuentas. Tendidos boca abajo en la ancha vereda polvorienta. Treinta años atrás. Aún no veíamos la sangre. A las afueras de la industria Textil Progreso , en la avenida Vicuña Mackenna. Los brazos sobre la nuca. Mujeres. Hombres. Percibimos el barullo de las botas que subían al segundo piso donde sólo unos pocos nos encontrábamos almorzando. Los otros estaban en las oficinas de la Administración. No pudimos comunicarnos. Los hombres de la muerte despedazaron la puerta a culatazos. Atónita. Así de repente bornearon ante ojos cándidos los uniformadoscamaleones. Vinieron vestidos de guerra tratando de mimetizarse con las lianas nogalinas que colgaban arrastrándose hacia el suelo como púas por aquellos muros secos en esa avenida terrosa. Taparon la luz del día. Nublaron la calle en vano intento, me dije, por intimidar a la vida. A mí no me intimidaron. Hubo varios que lloraron, pero no de miedo, sólo de sorpresa. ¡Miren! ¡Chalecos antibalas verdes! ¡Verdes!, exclamé estúpidamente. Me dio un ataque de risa que alarmó a uno de mis amigos. Trató de protegerme para que no escucharan. Éramos tan pocos. Lo patearon hasta borrar toda emoción de mi cara. Dando puntapiés. Nerviosos. Me acordé de cuando le saqué la lengua a un paco antes de llegar al local de la Jota tiempo ha. Me persiguió implacable. Me sentí valiente pero tuve tanto que correr que me asusté. Luchaba usando mi lengua contra la autoridad burguesa. Aún no sospechábamos nada. Enloquecidos giraban sus cabezas. Movían sus brazos ametralladoras. Los nudillos como huesos de perro calcinado (cal cubriendo huesos escondidos) apretando el control de la vida y de la muerte. Adelante. Atrás. Sus torsos escarabajearon paranoicos. Verdaderos contorsionistas en ese desconocido baile de máscaras. La fiesta de los encapuchados. El final. Ellos no lo sabían. No sabían que no teníamos nada. Apuntándonos con sus armas nos gritaban recelosos. ¡Ya po' chuchas de su madre! ¡Comunistas desgraciados! ¡Salgan! ¡¡Salgan!!. ¡¡¡Salgan mierdas!!! ¡Rápido! ¡Más rápido! ¿Nos quieren provocar? ¡¿Eh?! ¿Quieren provocarnos? Y nos empujaron para que bajáramos de prisa. A mí me pareció que chillaban para escucharse incentivando sus instintos. Seguramente recién les habían dado la última lección de cómo matar a un ser humano desarmado (a un chileno igual a ellos) sin que duela sin vomitar sin desmayos de maricones como les repetieron dentro del cuartel como lo hicieron cuando entraron a ese juego que les enseñaron para que fueran hombres bien hombres y mataron su primer cachorro criado por ellos para después despedazarlo con sus dientes. El que llora es un maricón. El que llora es un maricón. Les repetían burlones como si el llorar fuera cosa de mujeres. ¡Deben ser hombres! ¡Los hombres no lloran! Un perro. Un ser humano ¿Cuál es la diferencia? A su cachorro lo mimó. M-i M a-m-á M-e M-i-m-a. Por ese cachorro de perro pagó sus primeras pesadillas. También aprendieron a golpear a su mejor amigo. Tuvieron que soportar al cabo maricón haciéndoles regalitos y pidiéndoles el trasero. Aguantar porque de lo contrario el castigo. Después todo es fácil. Que los comunistas son malos, por supuesto, les repitieron una y otra vez escribiendo mil veces en el pizarrón la única lección intelectual. ¿Por qué? ¡Qué importan los por qué! Desgañitándose contra nosotros insistían ¡Si se resisten los matamos! ¿Cómo nos íbamos a resistir si teníamos las manos vacías? Ni una maldita pistola en ese lugar. ¿Y qué podríamos haber hecho con una pistola? No lo sé. Era pasado el mediodía de un miércoles 12 de septiembre de 1973. Nos sorprendieron divagando en una improvisada sobremesa. Treinta horas encerrados sin que nadie se comunicara con nosotros. Discurríamos sobre alternativas de cómo derrotar a la dictadura que la pensamos efímera. En el momento del desalojo la conversa la teníamos en una torre que daba a la calle. En el costado izquierdo del edificio. Separados totalmente del resto. Ahí pernoctaba el cuidador y se almacenaban los alimentos. Llegué a la textil porque esa fue la tarea que me encomendó la Cristina. La Cristina Carreño. La secretaria de organización de la Jota en el sector Cordillera. Parecía no tener más de 22 años. Bajita. Morena. Risueña. Cabellera acaracolada como los corales negros del Ecuador. Su fortaleza pudo residir en ese pelo lustroso. A la hora del trabajo partidario era firme y exigente. No obstante su proceder era de una dulzura irresistible. ¿Por qué está desaparecida? No dejemos de preguntar porque nunca porque no se puede aceptar lo Intolerable. Ese último año iba a menudo a reunirme con los obreros jotosos de la Textil Progreso. Me lo solicitó la Cristina. Había que alentar a los jóvenes para aumentar la producción. Marcábamos presencia batiéndonos a grito limpio y sonoro al empezar nuestras reuniones mandándonos el Joooooota Joooota... Cé Cé........Ju - ven - tu - des Co - mu - nis - tas de Chi - lé. Orgullosa con mi camisa amaranto. Soñé que era posible cambiar el mundo. Treinta años después trato que el mundo no me cambie. Allendista hasta los tuétanos, pensé seriamente que íbamos a darle un nuevo rostro a Chile. Abandoné la universidad: encierro insoportable. ¡El mundo bullía afuera! Había que abrir las puertas. Salir a las calles. El mundo estaba en las calles. Marchando en contra de la guerra de Vietnam. Muchedumbre incalculable en Paris escribiendo sed realistas pidan lo imposible. Pero no protesté en contra de la invasión soviética a Checoslovaquia diciendo que era muy niña, pero después tampoco hablé. Veo a los protestadores de ayer que no protestan contra las invasiones que dirige Estados Unidos. ¡Cómo entender! No se justificó para salvar el socialismo, al menos a ese precio. Si ayer no era bueno por un objetivo que me pareció más humano que el de hoy por qué ahora es justificable en nombre del sacrosantoimperiodelcapitalismoneoliberaltriunfante al que no le importan los pobres y medra de su condición sin asco. ¡Hace treinta años el mundo bullía afuera! Por eso en las calles. Participando en los trabajos voluntarios. Durmiendo en carpas levantadas en las tomas de terreno. Recorriendo los sindicatos. Subiendo andamios para hacerle el quite al vértigo para pintar los inmuebles aledaños a la Unctad (Diego Portales) junto a los obreros de la construcción, secos para empinar el codo, para matar la sequedad de la tierra que de verdad atora la garganta, pintamos hasta la parroquia de Victorino Lastarria en donde un cura nos odiaba acusándonos de comunistas. Cosechando fruta en el sur pernoctando bajo las estrellas, esas sí que brillan por allá en Cauquenes adonde viajamos de noche tendidos en el trasero de un camión y cantamos que culpa tiene el tomate, con ojos de campesinos preguntones de los por qué estábamos con ellos. Enseñando a preparar merluza baratísima que inundó por mil días todo el país: el campo, la única calle en la estación de ferrocarriles, los villorrios, los puertos, las caletas, los pueblos y las ciudades hasta la metrópolis. ¡Cómo podía quedarme encerrada entre las paredes mudas de una sala de clases si el mundo bullía afuera! Textil Progreso era de los trabajadores. Habían nombrado un compañero interventor. Producir más. Hacer funcionar la fábrica. Detectar los por qué de la modorra. De los robos de tela. De las siestas muy largas. De las horas perdidas. No entendieron esto de ser dueños. Por eso nos reunimos. Los que nos quedamos en esa empresa cuando lo del golpe éramos casi todos comunachos como nos llamaban. Pocazos obreros permanecieron en sus puestos. Veinte o treinta a lo sumo. Llegué a ese lugar el 11 de septiembre de 1973 en la mañana. A las ocho me despertaron con un cascar de piedras en mi puerta. Media dormida encendí la radio. Golpe de estado. Pronunciamiento militar, decían ellos. Habitaba una pequeña casa en la población Santa Julia que le arrendé a María, la señora encargada del aseo en el local del partido. Nos ayudamos mutuamente. Mi sueño de un pasar modesto lo aprendí en la Jota. Dejé todo para practicar la pobreza. Dos piezas. Un living comedor mínimo. Una cocina. Un baño con una ducha fría. Eran toda mi mansión. Con el arriendo que le pagaba por esa mediagua María podía cancelar el dividendo. María desplazando su vida arrinconada en un extremo del patio en una pieza que había construido con ese propósito en la que pasó sus noches solitarias de mujer campesina desarraigada. Pinté con cal bien espesa. A conchazo limpio contra la pared de cemento sin estucar usando la brocha por todo armamento en una amable pero firme batalla por darle color a las paredes granulientas. El blanco vivificó esas habitaciones oscuras. Los muebles fraileros vestidos de pino ennegrecido por el fuego jugaban con una lámpara de papel anaranjado que atrapó alborozo frente a un sol esquivo que negábase a calentarnos. Un frío de baldosas obligó a entibiarnos con una pequeña estufa a parafina humeante que ponía los ojos llorosos y provocó náuseas y un dolor de cabeza que tumbaba. A pesar de todo. ¡Sí! ¡Me gustó ese rincón modesto! En el velador quedó la novela de ciencia ficción soviética a medio terminar: La Nebulosa de Andrómeda. Me vestí rápidamente. Salí casi de inmediato. Toda la noche engurruñada junto a él. Acurrucada oliendo presagios. Lo invité. En esos días nos calentábamos entre todos. Los presentimientos nos aglutinaban. Nos dijeron que el golpe venía. Ahí estaba. Creímos que nunca sucedería. Ahí estaba. Lo olisqueamos en el silencio de las caras demacradas y en ese ruido sordo que no logramos precisar de dónde. Ahí estaba. Sería pasajero, nos conformábamos. Si todo hubo salido bien hasta ese fecha. Pero, ¡ahí estaba! Debíamos llegar a Textil Progreso. Nos fuimos caminando. Nosotros dos íbamos. Miles venían. Sólo el traqueteo ronco de los zapatos sólo el jadeo angustiado de las gentes asustadas caminando rápido como autómatas golpeando el pavimento. Anonadados. Incrédulos. Alelados. Los dos marchamos impertérritos hacia nuestro lugar. Siempre adelante. Mientras los otros retrocedían avanzando en sentido contrario al nuestro yéndose a sus casas. Él no quiso dejarme en un acto de valentía que me alegró. En ese ayer eso era ser valiente. Para otros una locura. ¿Quiénes estaban locos realmente ese día? : los asesinos. En Avenida Matta con Vicuña Mackenna nos aturdió el desbande del gentío. Íbanse. Las caras gachas. Demudados por el agobio y la tensión ante la falta de respuestas no detuvieron ni por un segundo su andadura. Dos caminos antaño reunidos ese día parecían extrañarse los unos de los otros. Hace treinta años imaginé que todos saldrían a defender el gobierno del compañero Salvador Allende. Aunque no lo admití en ese ayer esa fue mi primera decepción. Alcanzamos a leer El Siglo con sus letras rojas a todo lo ancho de su primera página: "Todos a sus puestos de combate". El corazón ametrallaba mi pecho. Las sienes reventaban. Mis piernas ansiosas marcaron un ritmo desenfrenado. No tuve miedo. Estaba dispuesta a dar la vida por Allende. No era un maldito eufemismo. ¡Mierda! Dispuesta a ir donde fuera. De verdad. ¡El golpe! ¿Qué es un golpe fascista? Me pregunté ese día aunque nos lo repitieron como una letanía. Nos dijeron que de concretarse sería terrible. Un derrumbamiento. Como los devastadores terremotos que siempre nos anuncian que nos dan tiritones pero que nunca llegan. Sólo a veces, pero tan lejano. ¿Quién puede graficar el futuro que mientras no llegue no es nada? Nosotros no sabíamos de guerra. Después de treinta años para mí el golpe fascista fue una inenarrableespantosacolisiónmúltiple de un blindado muy bien abastecido desde siempre contra la espuma marina gritona inmensa majestuosa alta golpeadora de rocas pero tan solo un espumar de palabras. La realidad eran nuestras caras aplastándose voluntariamente contra un vidrio a modo de rostros deformados que veían morir su aliento. Nos aplastaron con toda la furia armada para darle a la realidad ese aspecto cínico y cruel de la ignorancia. ¿Dónde estaba nuestra realidad? No quedó nada en pie. El espacio hecho añicos como un enorme parabrisas destrozado desparramado en millones de cuentecillas de vidrio. El tiempo astillado al saltar la tapa del viejo reloj con un péndulo de bronce que siguió moviéndose desvivido. Rostros sin cabeza. Cabezas sin caras. Cuerpos desparramados. Saltó la sangre. El mar se tiñó de rojo. El agua corrió saturada de cabezas piernas manos troncos caras huesos sesos desgajados baleados quemados electrocutados ahogados hinchados. No hablaré de los muertos. Sólo de seres humanos despavoridos atrapados escondidos asustados enrabiados aturdidos desconcertados. Sobretodo desconcertados. Cuerpos a la deriva. Los corazones nunca comprendieron. La sombra de la muerte dibujada en sus ojos. Los muertos vagan y se reflejan en las pupilas desorbitadas de los vivos. La recomposición de vidas fue exasperantemente lenta. Lo sabemos hoy luego de treinta años. Nadie quedó igual. Nada. La rosa de los vientos no dio abasto para tanta mirada revolcándose en sus cuencas. Los vencedores de una guerra que no existió sino sólo porque ellos mataron y callaron. De entre los escombros nació una pléyade de emprendedores emprendiendo tan alto vuelo que fueron capaces de un aterrizaje perfecto en la mismísima Moneda dando lecciones de cómo emprender a los que nunca emprendieron. Reprochando a los desadaptados sociales porque no comprenden que deben(mos) cambiar para que nada cambie. Sólo los imbéciles son los porfiados que no participan(mos) en el banquete de las sobras. Los propietarios de la bandera roja marchan enrostrándola a diestra y siniestra con un gran lienzo a todo lo ancho de la mitad de la alameda diciendo ¡qué hiciste mientras nosotros luchábamos de verdad! En un barullar de gritones sacándose los ojos es decir las cuentas de lo que hicieron y no hicieron sin ganar nada más que una democracia a medias. Hemos ganado un país caratulado. A esperar su turno para repartirse el botín siempre que reconozcan filas. Mientras tanto, por suerte: las víctimas de la masacre levantan sus voces como en un coro griego de hamletianas perseverantes que no descansan hasta dar con la identidad del asesino que envenenó al hermano para sentarse en el trono y adueñarse del poder, permanentemente acusadas por no callar, pero por suerte portan porfiadas sus máscaras fúnebres y exigen con sus pupilas retadoras envueltas en tristeza fuertuda que nadie olvide la tragedia. Los actos criminales surgirán a la vista de los hombres, aunque los sepulte toda la tierra. Después de treinta años peleánse por la paternidad del movimiento. Padres y madres coexisten mostrándose los dientes. Arrinconarse tras una bandera roja trajinada no sirve. Ojalá todos los colores levantaran sus estandartes para no olvidar y exigir justicia aunque sea sólo desde la vereda desde una calle de barrio pobre desde un altar desde el campo desde el jardín desde un camino perdido o desde una solitaria casa abandonada. Los fascistas no cejarán en echar tierra y salvar al asesino. El fascismo arrastra el poncho desde los cuarteles y no duerme. Treinta años atrás aspiraba a ser heroína. Treinta años después quiero que el mundo no me cambie y no acepto ser caratulada ni dogmatizada sólo quiero tener voz propia para decir en voz alta no podemos aceptar lo Intolerable. Chile no puede. Los unos critican porque no portas un carné. Los emprendedores exigen nuevos tributos porque piden hablar despacito para callado para no perturbar no vaya a ser cosa que se enojen los verdaderos mandamases. Calladitos. Chiiiit. Sin bulla. No ves que el éxito alcanzado con ricos más ricos y con pobres más pobres y los del medio como jamón de un sanguche flaco y escuálido se nos viene abajo. Cuando el hambre arrecia hablo hasta por los huevos. En Vicuña Mackenna los dos éramos un estorbo. Avanzábamos marcando el paso con la rabia aprisionada que nos vistió de coraje infantil ilimitado con los puños apretados sin desazones agoreras. ¡El fascismo no pasará! Ahí estaba. Lo gritamos tantas veces. Ahí estaba. Sentíamos su aliento fétido. Veíamos sus dientes cariados. Dispuesta a dar la vida por Allende. ¿Sólo un acto de fe? No menos real. En Textil Progreso la espera inició su cuenta regresiva para nosotros. Desde los ventanales hicimos conjeturas. Las calles vacías. Sólo uno que otro blindado militar. Un jeep con su antena de radio con milicos apuntando. ¡Mira! Esos van con pañuelo naranja, decíamos. Esos deben ser los militares leales. Nunca entendí por qué los pañuelos naranjas debían ser de los militares leales. ¿Y los otros colores?, consulté. No me acuerdo si vi pañuelos de otros colores. Me miraban como a una estúpida de cómo se te pueden ocurrir tonteras. Imaginábamos que el general Carlos Prats al frente de un contingente de uniformados venía desde el sur para enfrentarse con los golpistas. Nosotros nos uniríamos a ellos. Era la consigna de los pocos jotosos en esa empresa vacía. Lo habíamos discutido en las reuniones días antes del golpe. Era nuestra única esperanza. Reflexioné acerca de mi ignorancia sobre como manejar un arma. No lo dije por temor a que se rieran de mí. Aprenderé, me repetí yo misma con decisión. Podemos dedicarnos a los primeros auxilios, supuse. Aprenderé aunque la sangre no me guste, trataré de no llorar, prometí ese día solemnemente silenciosa como rezando. Nunca me he desmayado. Sólo una vez a los 10 años, pero fue por el hígado, diagnosticaron. Un curanto en olla que engullí en un restaurante en Dichato me botó al suelo. La sangre desmaya. La sangre asusta. Desde el día que corrió por entre mis piernas. Desde la noche cuando en medio de la calle el padre tosió hasta que explotaron sus pulmones. Desde que escuché a la mamá hablar con unas amigas en los sures de Chile cuchicheando para no enmiedar a sus hijos que había muerto una niña a la que le salió sangre de todos sus poros. Más tarde supe que la gente explota en sangre. Desde que conocí los chinches ya muy grandota en casa de unos tíos en la población Juan Antonio Ríos aquí en Santiago los que cogí entre mis dedos llena de asco al verlos reventarse henchidos de sangre levantándome presurosa porque venían bajando desde la pared por el respaldo de una cama desconocida. Y viví con ese miedo. Estaba dispuesta a dar la vida si fuese necesario. La sangre no me detendría. La adrenalina al tope. La sangre bullía juvenil por las venas como ayer habían bullido los sueños por las calles que para nosotros parecían no tener baches. La espera. En Textil Progreso me sentía enrejada. Quería estar en primera línea. Que no me dejaran botada. Nerviosa sí. Julepe un poco pero nunca miedo. Excitación. ¡Es increíble! Un mundo más justo solamente, qué más necesitábamos para arder en pasión suicida. No cabía la derrota. Ni el dolor. Será difícil que lo crean. Será porque vimos el medio litro de leche todos los días porque los sueldos subieron porque alcanzaba la plata porque compré mi primer televisor: era un Antú. Habían pasado sólo tres semanas desde mi regreso de Berlín. Asistimos al Festival Mundial de la Juventud. Viajaron más de cien jóvenes chilenos. Algunos no tan jovencitos como la conocida actriz Anita González. ¡Qué mujer! Los problemas que enfrentaba el gobierno de la Unidad Popular daban la vuelta al mundo. La vía democrática al socialismo hacía agua. Los vietnamitas dijeron que sin armas era imposible que nos mantuviéramos. Contestamos que teníamos la mayoría en las urnas que sólo en el mes de marzo de ese año la Unidad Popular en vez de bajar había subido su votación en las elecciones municipales pese a las colas por los alimentos que estaban escondidos en los supermercados pese al aburrimiento de comer merluza rezumando mar hasta por las mechas pese al pan nuestro que también empezó a escasear y que se tiñó de un café integral que en ese tiempo curiosamente era pan de rotos pese a los pollos con tarjetas de racionamiento de las JAP, dentro de las que muchos revolucionarios de ayer emprendedores de hoy abusaron con su reparto, lo supe muchísimos años más tarde. Y no fue el único abuso o la única prebenda de los que se decían militantes. Que en la dictadura robaron no era de extrañarse. Lo aterradoramente inexcusable era cuando los que decían luchar por el hombre nuevo aprovechábanse de sus ventajas. El agobio abrumaba, los sinvergüenzas también estuvieron, empero ahí estaban los votos porfiamos al esgrimir argumentos niñeriles como que la marraqueta con su choca de té caliente en tarro con harta azúcar sobre un fuego ardiente de las siete de la mañana para los obreros de la construcción había sido consignada como la primera tarea nacional a cumplir. Los vietnamitas siempre lo supieron. La víspera del golpe los dos engurruñados envueltos en un solo olor bajo una sábana inocente. No imaginé lo horrendo de lo anunciado. Mi escudero tampoco. Luego de treinta años me atrevo a decir que los ignorantes fuimos la inmensa mayoría. Los vietnamitas en cambio entendían al hablarnos con feroces guerras en el cuerpo por sus tres independencias. Nos advirtieron con cariño. Simplemente realistas no podían incitarnos a pedir lo imposible con las manos vacías como lo hicieron los estudiantes parisinos. Después de treinta años miro a una jovencita apasionadamente ignorante del futuro con el credo aprendido de memoria que en Berlín habló a nombre de los jóvenes chilenos frente a los ojos primaverales de la muchachada de todo el mundo demandando solidaridad con arrestos de moza apechugadora con buena voz timbre seguro y firme enarbolando palabras que como espuma pretendían desarmar los amenazadores molinos de viento. Fueron cinco minutos cronometrados alemanamente. Luego lloré. Luego los aplausos. Luego mis lágrimas rodaron sin descanso sin vergüenza porque aún esperanzaba una salida. Sinceramente lo creí. Jamás imaginé lo hórrido de un futuro sin existencia. "Todos a sus puestos de combate". El 11 de septiembre de 1973 estaba ese titular palpitante llamándonos y no teníamos con qué combatir. Aprendí a formar sindicatos a repartir volantes a conversar con los trabajadores a la salida de los turnos a organizar campeonatos deportivos a preparar marchas a parar la olla común, día tras día a pata o haciéndole dedo a las bicicletas, pero no sabía con qué combatirle a las armas. Los viejos de la CUT de esos tiempos eran nuestros maestros. En esos años aprendí a tomar vino tinto. Me invitaron a compartir una botella para encarar el frío. No era más que una pendeja. Me llevaron al Chancho con Chaleco . A los Buenos Muchachos. Al Rey del Pescado Frito. Recuerdo a Octavio González un dirigente bueno como el pan que nos enseñó que debíamos ser los mejores. Aprendí a tomar chicha en Nataniel. Por dármelas de crecida bebí como condenada casi todo el potrillo puesto ante mí en esa mesa de hombres para que me creyeran mujer bizarra. Cuando quise ir al baño no atiné con la puerta. Clarito me veo tratando de caminar en línea recta haciéndome la sabida. Y los mayores reíanse con todos los dientes de la chiquilla. Por eso nada más que por eso me preguntaba el 11 con qué íbamos a combatir. ¿Con qué? Si los militares de pañuelos naranja eran los pratsistas, deduje. Si todo no fuere más que una pesadilla, penseque. Una semana antes la jota encargó a tres militantes suponíanse destacados la preparación de un acto multitudinario en homenaje al aniversario del partido. Lo haríamos en el Estadio Nacional. ¡Todos al Estadio Nacional! La meta era juntar cien mil jóvenes con pañuelos rojos. Víctor Jara era uno de los tres. Y yo también. Estaba emocionada. Trabajar al lado de Víctor Jara lo consideré un estímulo. Lo hice bien en Berlín, me alabaron. ¡Todos al Estadio Nacional! Supimos que cumpliríamos con los cien mil jóvenes. El Estadio Nacional lo llenaron a punta de balazos. El Estadio Nacional convertido en campo de prisioneros. A Víctor Jara lo encerraron en el Estadio Chile. Le rompieron sus manos. Le amputaron su voz. Tapiaron su boca. Lo mataron. La tropa con el espíritu en alto cebado en sangre. Con la sangre goteando por entre sus dientes podridos escurriéndose por entre sus dedos. A mí me parecía que la sangre me desmayaba desde pequeña. Los cuajarones de sangre de Julio Durán anunciadores de la muerte. Cuajarones adobándose muy emperejilados enfrailados conspirando en sus claustros con pedigrí desde el mismo día que ganó Salvador Allende desde antes para recuperar su queso rasguñado. A los pelafustanes zorros no les tembló la mano cuando tiraron a las gentes al mar cuando los desaparecieron cuando les sacaron ojos como almejas con sus corvos brillantes acerados siempre dispuestos al llamado de su líder cuando apagaron cigarrillos en los pechos desnudos cuando rompieron las vértebras una por una cuando descoyuntaron dedo por dedo articulación por articulación cuando metieron ratones por la vagina cuando pusieron electricidad en los penes desarmados que debían libar ardientes mozas cuando electrocutaron las tetas cuyo futuro era dar leche y ser chupadas por bocas amantes cuando violaron inmisericordes jugando a ser machos cuando hacían comer mierda cuando metían las cabezas altivas en el inodoro cuando mearon sobre los cuerpos de los muertos. ¿De qué brujas me hablan? Si los hombres de fe las quemaron a todas. ¡Cómo me gustaría recuperar mis poderes de bruja quemada! Para disparar rayos certeros incendiarios. Para escupir sulfuro arsenicado durmiéndolos a todos con la mandrágora la que a modo de brebaje pueda impedir que sigan ocurriendo tan atroces desgracias cuando se niegan a reconocerlas o peor cuando son condecorados por sus hazañas miserables porque han ennegrecido los días por los siglos de los siglos y viviremos cien años malditos cien años condenados porque todos hemos negado. Y mucho más de tres veces. Lloro. Bailan ahora. No debemos dejarlos bailar. No debemos dejarlos celebrar. No es tan simple. Negociados en la sombra entre los tres poderes del estado con los más poderosos que son los verdaderos poderes más poderosos que los propios poderes del estado para salvar al asesino. Un fantasma aparece también en nuestro país a medianoche a la espera de ser vengado como en Dinamarca. ¿Será el del compañero Presidente? Tienen que confesar. Tienen que pagar Es la única forma para conjurar la maldición encuevada en Chile porque no hay brujas para exorcizar la mácula del hechizo siniestro con el que nos han ensuciado a todos con el que nos tienen abrumados y sin voz porque oscurecen con mierda las voces valientes, certeras, verdaderas, sólo porque no aceptan lo Intolerable. Eran las ocho de la mañana cuando sentí los golpes en la puerta. Mi libro de ciencia ficción quedó en el velador. Volvería luego a terminar de leer la Nebulosa de Andrómeda. Caminábamos por Vicuña Mackenna desde Avenida Matta. Los dientes apretados. ¡¿Por qué se iban todos?! ¡El pueblo unido jamás será vencido! ¿Dónde estaba? ¡El pueblo unido jamás será vencido! Gritaban los chiquillos chicos en el colegio en el nuevo juego del corre que te pilla. A uno de ellos se le ocurrió, no tendría más de 8 años, juguemos a las protestas: él encabezó a los descontentos repitiendo la consigna cargada de muertos. Él no lo supo. Y estaban los chiquillos pacos que los hacían arrancar a escupitajo limpio creyéndose guanaco. Hasta que un día el niño llegó a su casa diciéndole a su madre: ya no quiero ser más del grupo de los que protestan porque me pasan escupiendo. Era nuestro destino. Nuestro destino estaba echado desde el primer día. ¿Teníamos derecho a equivocarnos? Tras treinta años podemos disculpar a los jóvenes. Hubo quienes intentaron buscar caminos de entendimiento posponiendo lo inalcanzable. Sólo una minoría política procuró una salida cerrando filas tras el gobierno constitucional. En una democracia no hay excusas para quienes avalaron el golpe de estado ni tampoco pueden autodenominarse demócratas. Caminos hubo para una solución a la asfixia que sometieron a Chile. Cuánto de vigor cuánto de grandeza cuánto de intensidad cuánto de energía cuánto de fuerza pusieron o si no cuánto de traición. Nadie sabrá. Sólo ellos morirán con su secreto. Unos con su radicalismo a ultranza dejaron que todo rodara por el despeñadero en una cerrazón obtusa. Un centro DesCentrado salvo trece honrosas excepciones estuvo mancuernado con la derecha con los militares en un maridaje perverso. Las fuerzas de la muerte y del dinero lograron levantar un murallón de hielo sin rostro sin sentimientos sin emociones sin sensaciones desprovisto de toda humanidad. Inhumanos por esencia por toda una eternidad. Más allá de militancias declaradas quedamos desestrellados. Una suerte sin dados. Un poker sin cartas. Hace treinta años instálose una dictadura militar. El golpe lo llamaron, lo buscaron, siempre lo supieron. El fascismo llegó finalmente. El héroe fascista se masturba con las armas, son su Ersatz fálico: sus juegos de guerra se deben a una invidia penis permanente. Masturbadores perpetuos. Cuidadores de la bóveda donde sus patrones guardan el oro rojeante. No son más que prostitutas del poder. No nos digan que no supieron lo que vendría. Desde Textil Progreso no vimos cuando incendiaron La Moneda ni sentimos los rockets ni escuchamos el último discurso del compañero Presidente en donde llamó a evitar un demarramiento de sangre porque ese 11 de septiembre de 1973 supo que un pueblo unido no bastaba. Aislados dentro de esa industria seguimos aguardando la señal de los militares leales a la espera de las instrucciones del partido que nos ordenaba en ese titular ¡perentorio! que colgaba ajeno al mundo en el kiosco de Avenida Matta con Vicuña Mackenna ir a nuestros puestos de combate. El télex trajo la noticia. El papel iba entintándose de palabras con un mensaje instantáneo. Desalojaban Yarur. Vienen llegando, nos avisaron dedos nerviosos sin rostro batiéndoselas sobre el teclado. Los vemos por el pasillo. Están cerca. ¿Qué hacemos?, preguntaron. Estamos desarmados. Tranquilos estamos con ustedes, acá no pasa nada, fue la respuesta. Arremeten contra la puerta. Han entrado con sus armas apuntándonos. Están aquí. Adiós compañeros. Venceremos al fascismoooooooooooooo.... sólo quedó el eco del traqueteo del teletipo suspendido en el aire. La pena nos iba llegando de a gotas. Pero la rabia no nos abandonó. ¿De qué nos servía la rabia? Sólo para rumiar coraje. Pero la impotencia corroe como el ácido sulfúrico al que no se le resisten ni los metales vírgenes. Inauguramos entonces un diálogo telegráfico. Los últimos diálogos entre soñadores que soñaron ser dueños de sus empresas. Un homenaje póstumo. De hombres y mujeres valientes que no le temían a las lágrimas que eran inminentes que iban cobrando presencia corpórea en los adioses de los que nos escribieron augurando incertidumbres sin respuesta. En un falso entramado republicano porque no es más que puro cuento aquello del Chile respetuoso de la democracia nuestro gobierno hacíase añicos. Luego de Yarur nosotros tomamos la iniciativa. Ubicamos las empresas del Cordón Cerrillos para saber de su destino. El telegrafista de Textil Progreso estableció comunicación con Pizarreño. Llamó a CIC. Habló con Indura. Más tarde Cintac. Luego el silencio. Fortalecer los cordones industriales: los comunistas, viejos y jóvenes, sacándose la cresta en ese trabajo. A los del Mir nunca los vimos en esa tarea de hormiga. Nosotros en Vicuña Mackenna. Por Textil Progreso pasó de largo la Mireya Baltra. Llegó el 12 de septiembre. Treinta horas. Treinta siglos. Nosotros seguíamos en nuestros puestos de combate. Los pacos entraron pasado ese mediodía a punta de culatazos disparatando. Ojos rojos inyectados en sangre. ¡Tengan cuidado con los pacos!, nos dijo un milico de los que vinieron más tarde. ¡Esos andan como perros doverman!, nos advirtió. Fue la primera vez que supe de los doverman. Ahora que los veo de cuidadores en algunas casas me dan pavor pienso que si me descuido podrán matarme por la espalda. Estuvimos tendidos sobre la tierra boca abajo con los brazos en la nuca. Un paco gritaba ¡no se muevan hijos de puta!, al primero que lo haga le disparamos. A patadas con nosotros para que no nos moviéramos. Era difícil permanecer inmóvil tanto rato. Se acalambraban los brazos. Los pacos iban y venían. Llegaron los milicos. Uno de ellos se acercó y nos dijo en voz baja: no se preocupen mi padre trabaja aquí, nosotros no le haremos nada. Y siguió: nosotros somos del regimiento Buin, tienen que cuidarse de los pacos. Que podíamos decir. Nada. No, no soy amable, dijo el teniente, ninguna tuerca lo es, eso soy yo en la gran maquinaria, gira rápida, gira terriblemente rápida. Me acordé mucho más tarde de ese texto cuando de vuelta en Chile. Me fui con un joven que prestó su casa para una reunión clandestina de la jota en esos años. Ese día me acordé sólo del canta-autor uruguayo Alfredo Zitarrosa y de su canción de los soldados buenos como los soldados chilenos. Mi cabeza no estaba para sutilezas. Todavía a la espera de los militares leales. Y pensé en aquel refrán popular en realidad muy imbécil para memorarlo justo en ese instante sobre que la esperanza es lo último que se pierde. A lo mejor ese que nos hablaba podía ser uno de esos. ¿Por qué no? ¿Leales a quiénes? El guante te golpea y te acaricia, te hiere primero después te enjuga, te dibuja una herida con puñal y con bala y después te la cura... pero después te están golpeando otra vez. De nuevo en ese recapitular perenne inagotable superviviente luego de treinta años rechinó en mi memoria una vez más ese texto inclemente despiadado como cuando te dicen la verdad aunque sea demasiado tarde. Uno no quiere hablar pero las imágenes son porfiadas. A darse duro contra la pared. Quedaron registradas en esa cinta indeleble en algún rincón de mi cerebro, más parece en mi corazón, y que sólo muy pero muy pocas veces se te escapan por esa boca tan copuchenta que cuando la incitan no para de hablar. Roberto C me dijo escribe tal como lo estás contando. Teníamos las ametralladoras sobre nuestras cabezas y continuábamos siendo vírgenes ingenuos en materia de fascismo. Quizás algunos de ellos como ese milicohijodeobrero también lo fuera. No lo sé. Gritaron preguntando por los comunistas por los dirigentes sindicales. Pidiendo nombres. Escuché la chillería ensordecedora en la industria que estaba al lado de la nuestra, hacia el norte por la misma vereda. Alguien se levantó. Nosotros seguimos tendidos. Para mirar hacia esa direccción sólo nos bastaba erguir un poco la cabeza. La postura más cómoda era mantenerla de costado. Pero era menester moverla para aliviar el aguijón de los calambres. A los que nombraron se los llevaban adentro y escuchamos las balas. Supimos más tarde que los habían fusilado sin más. Vimos la sangre salpicada en el cortafuego que nos dividía. Un lunar oscurecido reseco en el suelo esperando que lo recogieran. Gritos. Carreras. Más nombres. Nueva balacera. En Vicuña Mackenna al frente de Textil Progreso estaba la IRT donde armaban los televisores Antú. Igual que nosotros todos sus moradores tirados en el suelo de guata mirando al norte. Los hombres de la muerte llegaron por el sur y fueron arrojando la gente a la calle, uno a uno, desde cada una de las empresas del cordón Vicuña Mackenna. Nos dijeron que hubo enfrentamientos en Sumar. No podría afirmarlo. Establecimos un sistema de comunicación para coordinar nuestra batalla a la espera de enlazarnos con las huestes de Prats. Las herramientas nunca llegaron. No sé si a ellos. En realidad nadie nos las prometió. Suposiciones. Nada más porque esperanzábamos que habría militares constitucionalistas. De guata en la vereda polvorienta. Nuestra única hazaña consistió en mover el cuello luchando contra el hormigueo tenaz que nos entumecía sin que ellos lo advirtieran para apoyar una mejilla por vez cada cierto rato a modo de descanso. Ellos con sus cascos giratorios observaban nuestros movimientos. Si elevábamos la cerviz granizaban las amenazas. ¡No se muevan carajo! ¡Al que levante la cabeza lo reventamos a balazos! ¡¿Creen acaso los chuchas de su madre que están de vacaciones tomando el sol?! Era un día de invierno. Ese año no tuvimos primavera, lo supe ese día. ¡Si se mueven los matamos! ¡Está claro! Aullando más alto, repitieron ¡Está claro! ¡Contesten! ¡¡Está claro!! ¡Ya lo saben! Mirando de lado hacia la vereda occidente donde estaba la IRT pude escuchar como al igual que con nosotros los pacos los insultaron a todo pulmón. Lo oíamos clarito. Las murallas a modo de montañas izaban su protesta ayudándonos a escuchar haciéndonos de eco. En la calle ni un alma. Sólo nosotros. Aunque dicen que los comunistas no tienen alma. Sé que ellos antes de matar fueron a misa y comulgaron con el cuerpo de cristo a modo de hostia hincados y persignándose: los pacos y los milicos. Al frente alguien entregó un nombre. Lo ubicaron. O él decidió identificarse debido a la ignorancia de ese presente que no imaginamos. No lo sé. Lo hicieron levantarse. Era un muchacho grandote de pelo largo negro ondulado. En su cara lucía barba. Vestía una camisa blanca y pantalones oscuros. Muy alto. Los pacos le gritaron: ¡Corre mierda! ¡Corre! ¡Arranca marxista culiao! El joven tuvo que correr hacia el sur esquivando a sus compañeros tendidos en el suelo. Su cabeza empinada. Su cabellera flameando. Sus brazos flextados para darse impulso. Levantó sus piernas con decisión siguiendo la orden. No hubo alternativa. Sus manos estaban vacías. No tuvo un arma para defenderse ni jueces para exponer sus argumentos los que seguramente tampoco habrían sido escuchados. Sin leyes. Un solo dios. Sin pactos internacionales. Sin Convenio de Ginebra. No teníamos con qué defendernos. Él tampoco. Total e irremediablemente a merced de los golpistas. De los pacos que en ese lugar fueron de verdad los más perros. Comentarios que alimentados por el milico que se quedó con nosotros mientras los verdes seguían a la caza de marxistasleninistas. El mismo milico cuyo padre decía trabajaba en Textil Progreso. Nosotros somos del regimiento Buin, repetía. Hagan lo que les dicen. Luego se irán. A los pacos los drogaron, murmuró. Están como locos, dijo al rematar su comentario. Ese joven que corrió me pareció espigado mayúsculo lleno de vitalidad cuando desplegó sus piernas acopiando impulso. Con ahinco como preparándose para el gran salto que lo salvaría. Corrió como le ordenaron. ¡Qué más podía hacer! El impacto torvo cruel monstruoso de las balas desgarró su espalda. Lo acribillaron. ¡Por la espalda! ¡No! No podía ser de frente. Su camisa blanca estalló. La sangre brotó y dejó una estela roja en el aire. Las balas lo alcanzaron cuando estiraba sus piernas para volar y me pareció verlo suspendido en el cielo mientras la metralla le foró su torso y la camisa se abrió como una flor blanca de corola púrpura con sus pétalos deshilachados. En cámara lenta íbase desangrando. Iba volando. Le dieron por la espalda. Mis lágrimas silenciosas humedecieron la vereda terrosa. Y el joven con su caer pausado blando tibio. No lo ví cuando estrelló su cuerpo en el suelo. Lo sentí. Advertí el terror rondando en torno a nuestras narices. Aprendimos a olfatearlo. La pena a ramalazos penetraba por cada uno de los poros de una piel polvorienta. Luchamos contra nosotros mismos para mantener las defensas frente a lo terrible a lo que no sabemos. Dónde están los militares leales. Dónde está nuestro gobierno. Era nuestro encuentro con la muerte. Un día 12 de septiembre de 1973. Un maldito día de invierno en que conocí la muerte. Supe lo que era un asesinato a traición a mansalva. Me acordé por breve momento de Lídice. ¿Me reuniría alguna vez con ella? Ella supo de dolores. Tengo la imagen de ese joven adherida a mis años esculpida en mis huesos tallada en mi carne incrustada en mis pupilas en mi cerebro como en un archivo indeleble como aquellos grillos de la tierra del cacao que aún no conocía y que me espantaron sin siquiera sospechar su venida por todo aquello que nos está esperando en el recodo de los caminos por emprender. Corrió como le dijeron. ¡Qué más podía hacer! Veo su espalda descerrajada con su camisa blanca estallando a borbotones rojos. Por primera vez sentí que podíamos morir. La pena iba entrando. Pero tuve a raya el miedo. El miedo no me entró lo detuve a puñetazo limpio. El horror pese al espanto de una probable tortura no entró ni en mi carne ni en mi mente. La sangre me desmaya, siempre lo pensé. Ese día no me desmayé. Y desde ese día entendí que no me desmayaré nunca. Lo supe desde cuando me levanté y empecé a marchar hacia Textil Progreso . La rabia alimentó ganas de venganza. Quería matarlos. Muchas veces me he preguntado que de tener un arma en mis manos ¿qué habría hecho? Estoy segura que si hubiésemos tenido la oportunidad ese día me habría sumado a los que estuviesen dispuestos a enfrentarlos aunque fuese un disparate. Puede ser que los de Sumar si lo hicieron, pensaron que era lo mejor. Todo pudo ser en esos días. La impotencia ardía en mí como una gran pira. Vehemente. Ira ante la masacre. Recordé las palabras de los jóvenes vietnamitas. Sin armas no serán nada. No hubo generales Prats en servicio activo ni el propio Prats retirado pudo detener a los golpistas como lo hizo cuando lo del tanquetazo el 29 de junio de 1973 al frente de un regimiento marchando por la alameda en uniforme de combate aplaudido por la gente, pero despreciado por sus pares, cuando detuvo una intentona golpista llegando a La Moneda para decirle al Presidente que la misión estaba cumplida que la democracia estaba a salvo y que los militares la respetaban. Tendidos en el suelo boca abajo con las manos en la nuca en la vereda polvorienta de esa amplia Vicuña Mackenna no éramos nada. Me he preguntado si sabría que enfrentarse a ellos era una muerte segura. Sí. Lo supe. Cuando más te alejas en el tiempo más te aferras a la vida. Algunas horas más tarde llegaron los camiones militares negros como cuervos acerados como corvos tuertos. Una larga hilera sin respiro. A los hombres los arrastraron. Los obligaron a subir a esos buses enrejados. Las rejas eran pequeñas y ubicadas muy en lo alto. Uno a uno con los brazos levantados tras la nuca. Los llevaron al Estadio Nacional, eso lo descubrí muchos días más tarde. ¡Todos al Estadio Nacional! Mi amante jotoso, hijo de padre italiano, con el que dormí aquella noche tan engurruñada se lo llevaron en un camión. Sus ojos verdes me daban su despedida. ¿Volveríamos a vernos? Preguntó a lo lejos desde su encierro agarrado a dos manos a una de las rejas. No tenía una respuesta. Cuando él subió sólo ojos para pedir dúplica. ¿Adónde vamos?, dibujando las palabras en sus labios amarrados. No lo sé, le contesté en mi mudez nacida de los culatazos. ¡Búscame!, me pidió con la pena rabiosa delineada en esa cara que creyó que iba a morir. Sólo porque quiso acompañarme. Sólo porque era más que una amiga aunque pasamos dolores irreconciliables. En la cúspide del dolor nadie se acuerda de los rencores pasados porque nada era comparado a ese día. Y él estuvo junto a mí. No quiso dejarme sola. A él se lo llevaron. Era previsible pensar que caminaba al encuentro de la muerte. A él le gustó salir a propaganda en las noches. A pintar las paredes. En esos tiempos lo hicimos sin que nos pagaran. Un día nos siguieron los pacos. Horas antes que ganara Allende en 1970. Y yo corría como pato con una inmensa barriga a cuestas. Sin embargo en las semanas anteriores al golpe ya no nos veíamos. Sus salidas nocturnas de propagandista voluntario me dijo en esa noche interminable en Textil Progreso antes del desalojo fueron para las brochas con las que debieron llenar el centro de Santiago advirtiendo que vendría el lobo. Grandes rayados con el ¡Viene el golpe fascista! ¡Unámonos para defender la democracia! De tanto decirlo dejamos de creer porque nunca sopesamos la densitud de la crueldad ni supimos de la fuerza del poder aunque nos lo dijeran porque nos enseñaron que éramos invencibles como un pueblo unido que jamás será vencido. A nosotros nos hablaron del proletariado. Que sólo bastaba la mayoría en las urnas. Nunca quisimos creer que podíamos perder. Ilusos. Tendidos de guata sobre la vereda polvorienta boca abajo con las manos sobre la nuca conocimos cara a cara la muerte. Ni perdón ni olvido. Es una decisión personal. Un acto personalísimo. No es para mí, sin embargo. una simple consigna, es un deber ineludible. Ni perdón ni olvido no es un eslogan de los comunistas como nos quieren hacer creer. Debiera ser el lema de los seres humanos que saben que no se puede transigir con lo intransigible. No se puede transigir con el horror. ¡Cómo aceptar lo intolerable! No importa, lo siento, aquí estamos ante la epifanía de lo intolerable, no valen las viejas leyes con sus circunstancias atenuantes: te condenaremos también a tí a la horca. Una vez que los camiones repletos de hombres partieron fúnebres, a las escasas mujeres plantadas en esas veredas nos hicieron regresar a las empresas de donde salimos. A las de Textil Progreso nos dijeron que debíamos permanecer encerradas hasta el jueves cuando el toque de queda lo levantaran por algunas horas. Un día más. Esa noche hubo ataques de llanto. A una de ellas que no paraba de gritar le pegué violentamente en el rostro. Lo había visto en una película. No me gustó lo que hice. A las otras tampoco. Sólo querían irse. No quise hablar con ellas. Tramaba sobre cómo planificar alguna venganza para cuando ellos se hicieran cargo de la empresa. Pensé en destruir las máquinas. Como en ese film que hablaba de epopeyas chaplinescas. La pregunta era cómo hacerlo si estaba sola. Sin el más mínimo conocimiento acerca de ese enjambre de fierros muy bien ordenados en ese amplio galpón del que nacían telas tan bonitas. Recorrí toda la planta llorando por mi estupidez por mi ignorancia evitando que las demás se enteraran de mis planes sin destino. Por último fui hasta la bodega de los alimentos y boté todo, ciega, impotente, que es lo peor, en un último intento de rebeldía sin rumbo sin estrella sin dirección. Todo terminó. Lo lógico era saber que empezaba un nuevo camino, pero ese día nadie lo podía intuir porque el presente era tan agobiante que desplazó cualquier otro pensamiento que no fuera el saber qué pasaba, al menos yo no lo supe. El jueves salimos una vez que se levantó el toque de queda por escasas horas. Cada una por su lado. No éramos muchas. Sólo cinco o seis. Caminé por calles poco transitadas. Nos habían advertido el día anterior que nos fuéramos con cuidado. Que le hiciéramos el quite a las patrullas, nos dijo ese milicohijodeobrero. Parecía una ciudad fantasma. Ningún ser humano en las calles ni perros ni gatos. Tampoco vi a nadie en las casas. No encontré ni un solo niño jugando. Soledad. Calles solas. Pasajes solitarios. Ni siquiera brillos de ojos entre las cortinas. A gatas por el suelo a lo mejor buscando sacarse ese olor a muerte que sentíase en toda la ciudad. Elegí pasajes desconocidos. Rumié mis pasos. No tuve lágrimas ese día jueves. La adrenalina. Matar ratas. Matar a los salvajes a quienes vi asesinar por la espalda fusilando a sangre fría. Por qué los militares son malos, preguntó una niña de siete años mucho tiempo después cuando la dictadura rugía mostrando dientes que a ella le daban susto. ¿Cómo hubiese querido contarle? Mi mente era un remolino de confusiones. Al escuchar el ruido de algún vehículo paraba y me escondía. Me pareció que como nunca antes las rejas de las pocas casas que encontré en ese sector casi íntegramente industrial y que hasta esos muros inútiles mudos espantados me apartaban de los demás y que no tendría escapatoria si me encontraban. Lamenté no tener un arma porque al menos no moriría sola si es que tenía suerte y posiblemente aunque hubiese sido sólo un hijo de puta el que se fuera al infierno me sentiría en paz. Afiebrada al fin llegué a mi casa. Supe que la señora María aturdida por los sucesos y presa de un ataque de histeria quemó todos mis libros. Desapareció la Nebulosa de Andrómeda. Ella me pidió que me fuera. El miedo la tenía destrozada. Tiritaba tanto que no podía mantenerse en pie. Los dientes le castañeteaban con tal vigor de sólo verme. A la calle de nuevo. A la casa de mis padres. Adherida a las paredes inhóspitas avanzaba a ciegas. Portugal con Copiapó. El miedo también tomó por asalto el hogar de mis padres, ¡qué más podía esperar!, no me echaron, pero no quisieron cobijar al Checho cuando este me lo pidió algunos días después al encontrarnos de casualidad. No pude exigir. Supe de mi jotoso de Textil Progreso. Estuvo un mes en el Estadio Nacional. Lo fui a esperar todos los días hasta que fue devuelto con vida pero despojado de veinte kilos. Sólo piel y huesos. El sol les golpeó duro y estaba negro totalmente despellejado. Sus ojos verdes brillaban tanto que presentí su salida de Chile. Sus ojos me dijeron que habíase ido ya. Los pantalones amarrados con una pitilla que le consiguieron sus compañeros para que no se le cayeran para que pudiera salir. Partió. Nunca más lo vi. Y aquel joven que voló con su camisa blanca ¿quién sería? No supe su nombre. Lo habrá llorado su madre. Su polola. Su esposa. Algún hijo pequeño de ayer que hoy será grande lo recordará. En ese último minuto habrá tenido tiempo de pensar su muerte. Hay un segundo en qué todos sabemos y alcanzamos a registrar que ese es nuestro futuro. Que no hay nada más. Habrá podido pensar en los porqué. Habrá pensado en la pena de no haber tenido un arma para llevarse al menos a uno de esos bastardos. Habrá tenido sollozos. Habrán sabido su dirección sus compañeros de la ex IRT. Habrán quedado vivos para avisar. ¿Quién sabrá de ese joven? Sigue siendo eternamente joven en mis recuerdos en un cielo azul sin una nube sin viento. Quedó detenido. Nosotros tendidos en el suelo boca abajo con las manos en la nuca. Ese día no pudieron elevarse los volantines en el parque O’Higgins. Ese día para nosotros sólo voló esa camisa blanca con una flor roja en el centro. Un forado en su espalda. Y su último salto en esa carrera desesperada por vivir aunque tuvo que saber que era para encontrarse con la muerte. Su destino era una ofrenda. Por suerte nunca supo lo que vino después. Nunca quise abrir ese baúl. Roberto C. sugirió que escribiera tal como le contaba. No sé para qué. Lo hago porque él con sus 26 años me lo pidió un día en mi departamento donde nos juntábamos todas las semanas en ese nuestro taller de a dos tomando té con pan con palta. Él las molía. A mí me tocó ir a comprar marraquetas en la esquina. En el Gardelito. Y después leíamos. Él me insistió que contara lo que pasó con ese joven. Pero esto fue demasiado lejos. Escapó de mis manos. Me angustió. Recordé a ese muchacho que pudo haber tenido la misma edad de Roberto C. Roberto C. envejecerá sin duda, pero ese joven sin nombre seguirá teniendo 26 años porque así quedó registrado en mi memoria. Con su juventud eterna. Pregunté a mi amigo y novel escritor si no era demasiado ingenuo haber creído como creímos. Su respuesta fue inmediata clara tajante demoledora. Cualquiera que hoy me hable de construir una empresa quijotesca me reiré porque sé que es una tontera. Ustedes no fueron tontos. Hicieron lo que debían hacer, dijo soberbio. No hables de errores, me recriminó con soltura como si supiera. ¿Y ahora qué nos queda? Sobrevivir al desastre. Fracaso eso es. Héroes del fracaso. No supimos ver ni medir ni cuantificar ni acertar al blanco sólo rasmillamos por encimita mientras que otros si lo sabían. Las botas. La metralla. Las boinas negras. Los corvos. El odio. El dinero ahí escondido resguardado por las balas. Las putas están cuidándolo.

Sólo nos resta sobrevivir, me dijo.

Es lo único que nos queda, contesté.

 




 


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Rosa Alcayaga: Conocí la muerte volando en una camisa blanca