Proyecto Patrimonio
- 2004 | index | Rosa Alcayaga | Autores |
manifiesto de mujer en homenaje a un joven desconocido:
Conocí la muerte volando en una camisa blanca
Rosa Alcayaga
“Nosotros estamos aquí para recordar
lo que sucedió y para declarar solemnemente
que ‘ellos’ no deben volver a hacerlo”
(Del ensayo “El fascismo eterno”, Umberto Eco
¡Todos boca abajo mierda! dijeron
los pacos pasado el mediodía. ¡Ya!
¡Ya! ¡Qué se creen! ¡Al suelo comunistas conchasdesumadre! Palabras.
Palabras como corvos cobardemente azaradas como corvos acerados prestos
al llamado de su líder. Corvos que sacarán ojos. Corvos entuertadores.
Torcidos. Corvos degolladores. Miserables cortaplumas aviesas que
mutilan. A escondidas tratando de penetrar en nuestra carne. La
hendieron pero no sentimos nada. Como esa tijera puntuda que se hundió
en mi muslo jugando en la cama con mi padre recortando figuritas de
papel abriendo de par en par una lonja de mi pierna mientras yo miraba
estupefacta porque no sentía dolor hasta que brotó la sangre, la sangre
me aterra me desmaya, que fue cuando vomité mi primer llanto mojando la
casa de una sola pieza con un hueco en el techo desde donde un día le
cayó un gato a mamá en su espalda y el papel que lo forraba quedó
colgando. Escribe dijo Roberto C. tal como lo cuentas. Tendidos boca
abajo en la ancha vereda polvorienta. Treinta años atrás. Aún no veíamos
la sangre. A las afueras de la industria Textil Progreso
, en la avenida
Vicuña Mackenna. Los brazos sobre la nuca. Mujeres. Hombres. Percibimos
el barullo de las botas que subían al segundo piso donde sólo unos pocos
nos encontrábamos almorzando. Los otros estaban en las oficinas de la
Administración. No pudimos comunicarnos. Los hombres de la muerte
despedazaron la puerta a culatazos. Atónita. Así de repente bornearon
ante ojos cándidos los uniformadoscamaleones. Vinieron vestidos de
guerra tratando de mimetizarse con las lianas nogalinas que colgaban
arrastrándose hacia el suelo como púas por aquellos muros secos en esa
avenida terrosa. Taparon la luz del día. Nublaron la calle en vano
intento, me dije, por intimidar a la vida. A mí no me intimidaron. Hubo
varios que lloraron, pero no de miedo, sólo de sorpresa. ¡Miren!
¡Chalecos antibalas verdes! ¡Verdes!, exclamé estúpidamente. Me dio un
ataque de risa que alarmó a uno de mis amigos. Trató de protegerme para
que no escucharan. Éramos tan pocos. Lo patearon hasta borrar toda
emoción de mi cara. Dando puntapiés. Nerviosos. Me acordé de cuando le
saqué la lengua a un paco antes de llegar al local de la Jota tiempo ha.
Me persiguió implacable. Me sentí valiente pero tuve tanto que correr
que me asusté. Luchaba usando mi lengua contra la autoridad burguesa.
Aún no sospechábamos nada. Enloquecidos giraban sus cabezas. Movían sus
brazos ametralladoras. Los nudillos como huesos de perro calcinado (cal
cubriendo huesos escondidos) apretando el control de la vida y de la
muerte. Adelante. Atrás. Sus torsos escarabajearon paranoicos.
Verdaderos contorsionistas en ese desconocido baile de máscaras. La
fiesta de los encapuchados. El final. Ellos no lo sabían. No sabían que
no teníamos nada. Apuntándonos con sus armas nos gritaban recelosos. ¡Ya
po' chuchas de su madre! ¡Comunistas desgraciados! ¡Salgan! ¡¡Salgan!!.
¡¡¡Salgan mierdas!!! ¡Rápido! ¡Más rápido! ¿Nos quieren provocar? ¡¿Eh?!
¿Quieren provocarnos? Y nos empujaron para que bajáramos de prisa. A mí
me pareció que chillaban para escucharse incentivando sus instintos.
Seguramente recién les habían dado la última lección de cómo matar a un
ser humano desarmado (a un chileno igual a ellos) sin que duela sin
vomitar sin desmayos de maricones como les repetieron dentro del cuartel
como lo hicieron cuando entraron a ese juego que les enseñaron para que
fueran hombres bien hombres y mataron su primer cachorro criado por
ellos para después despedazarlo con sus dientes. El que llora es un
maricón. El que llora es un maricón. Les repetían burlones como si el
llorar fuera cosa de mujeres. ¡Deben ser hombres! ¡Los hombres no
lloran! Un perro. Un ser humano ¿Cuál es la diferencia? A su cachorro lo
mimó. M-i M a-m-á M-e M-i-m-a. Por ese cachorro de perro pagó sus
primeras pesadillas. También aprendieron a golpear a su mejor amigo.
Tuvieron que soportar al cabo maricón haciéndoles regalitos y
pidiéndoles el trasero. Aguantar porque de lo contrario el castigo.
Después todo es fácil. Que los comunistas son malos, por supuesto, les
repitieron una y otra vez escribiendo mil veces en el pizarrón la única
lección intelectual. ¿Por qué? ¡Qué importan los por qué! Desgañitándose
contra nosotros insistían ¡Si se resisten los matamos! ¿Cómo nos íbamos
a resistir si teníamos las manos vacías? Ni una maldita pistola en ese
lugar. ¿Y qué podríamos haber hecho con una pistola? No lo sé. Era
pasado el mediodía de un miércoles 12 de septiembre de 1973. Nos
sorprendieron divagando en una improvisada sobremesa. Treinta horas
encerrados sin que nadie se comunicara con nosotros. Discurríamos sobre
alternativas de cómo derrotar a la dictadura que la pensamos efímera. En
el momento del desalojo la conversa la teníamos en una torre que daba a
la calle. En el costado izquierdo del edificio. Separados totalmente del
resto. Ahí pernoctaba el cuidador y se almacenaban los alimentos. Llegué
a la textil porque esa fue la tarea que me encomendó la Cristina. La
Cristina Carreño. La secretaria de organización de la Jota en el sector
Cordillera. Parecía no tener más de 22 años. Bajita. Morena. Risueña.
Cabellera acaracolada como los corales negros del Ecuador. Su fortaleza
pudo residir en ese pelo lustroso. A la hora del trabajo partidario era
firme y exigente. No obstante su proceder era de una dulzura
irresistible. ¿Por qué está desaparecida? No dejemos de preguntar porque
nunca porque no se puede aceptar lo Intolerable. Ese último año iba a
menudo a reunirme con los obreros jotosos de la Textil Progreso. Me lo
solicitó la Cristina. Había que alentar a los jóvenes para aumentar la
producción. Marcábamos presencia batiéndonos a grito limpio y sonoro al
empezar nuestras reuniones mandándonos el Joooooota Joooota... Cé
Cé........Ju - ven - tu - des Co - mu - nis - tas de Chi - lé. Orgullosa
con mi camisa amaranto. Soñé que era posible cambiar el mundo. Treinta
años después trato que el mundo no me cambie. Allendista hasta los
tuétanos, pensé seriamente que íbamos a darle un nuevo rostro a Chile.
Abandoné la universidad: encierro insoportable. ¡El mundo bullía afuera!
Había que abrir las puertas. Salir a las calles. El mundo estaba en las
calles. Marchando en contra de la guerra de Vietnam. Muchedumbre
incalculable en Paris escribiendo sed realistas pidan lo imposible. Pero
no protesté en contra de la invasión soviética a Checoslovaquia diciendo
que era muy niña, pero después tampoco hablé. Veo a los protestadores de
ayer que no protestan contra las invasiones que dirige Estados Unidos.
¡Cómo entender! No se justificó para salvar el socialismo, al menos a
ese precio. Si ayer no era bueno por un objetivo que me pareció más
humano que el de hoy por qué ahora es justificable en nombre del
sacrosantoimperiodelcapitalismoneoliberaltriunfante al que no le
importan los pobres y medra de su condición sin asco. ¡Hace treinta años
el mundo bullía afuera! Por eso en las calles. Participando en los
trabajos voluntarios. Durmiendo en carpas levantadas en las tomas de
terreno. Recorriendo los sindicatos. Subiendo andamios para hacerle el
quite al vértigo para pintar los inmuebles aledaños a la Unctad (Diego
Portales) junto a los obreros de la construcción, secos para empinar el
codo, para matar la sequedad de la tierra que de verdad atora la
garganta, pintamos hasta la parroquia de Victorino Lastarria en donde un
cura nos odiaba acusándonos de comunistas. Cosechando fruta en el sur
pernoctando bajo las estrellas, esas sí que brillan por allá en
Cauquenes adonde viajamos de noche tendidos en el trasero de un camión y
cantamos que culpa tiene el tomate, con ojos de campesinos preguntones
de los por qué estábamos con ellos. Enseñando a preparar merluza
baratísima que inundó por mil días todo el país: el campo, la única
calle en la estación de ferrocarriles, los villorrios, los puertos, las
caletas, los pueblos y las ciudades hasta la metrópolis. ¡Cómo podía
quedarme encerrada entre las paredes mudas de una sala de clases si el
mundo bullía afuera! Textil Progreso era de los trabajadores. Habían
nombrado un compañero interventor. Producir más. Hacer funcionar la
fábrica. Detectar los por qué de la modorra. De los robos de tela. De
las siestas muy largas. De las horas perdidas. No entendieron esto de
ser dueños. Por eso nos reunimos. Los que nos quedamos en esa empresa
cuando lo del golpe éramos casi todos comunachos como nos llamaban.
Pocazos obreros permanecieron en sus puestos. Veinte o treinta a lo
sumo. Llegué a ese lugar el 11 de septiembre de 1973 en la mañana. A las
ocho me despertaron con un cascar de piedras en mi puerta. Media dormida
encendí la radio. Golpe de estado. Pronunciamiento militar, decían
ellos. Habitaba una pequeña casa en la población Santa Julia que le
arrendé a María, la señora encargada del aseo en el local del partido.
Nos ayudamos mutuamente. Mi sueño de un pasar modesto lo aprendí en la
Jota. Dejé todo para practicar la pobreza. Dos piezas. Un living comedor
mínimo. Una cocina. Un baño con una ducha fría. Eran toda mi mansión.
Con el arriendo que le pagaba por esa mediagua María podía cancelar el
dividendo. María desplazando su vida arrinconada en un extremo del patio
en una pieza que había construido con ese propósito en la que pasó sus
noches solitarias de mujer campesina desarraigada. Pinté con cal bien
espesa. A conchazo limpio contra la pared de cemento sin estucar usando
la brocha por todo armamento en una amable pero firme batalla por darle
color a las paredes granulientas. El blanco vivificó esas habitaciones
oscuras. Los muebles fraileros vestidos de pino ennegrecido por el fuego
jugaban con una lámpara de papel anaranjado que atrapó alborozo frente a
un sol esquivo que negábase a calentarnos. Un frío de baldosas obligó a
entibiarnos con una pequeña estufa a parafina humeante que ponía los
ojos llorosos y provocó náuseas y un dolor de cabeza que tumbaba. A
pesar de todo. ¡Sí! ¡Me gustó ese rincón modesto! En el velador quedó la
novela de ciencia ficción soviética a medio terminar: La Nebulosa de
Andrómeda. Me vestí rápidamente. Salí casi de inmediato. Toda la noche
engurruñada junto a él. Acurrucada oliendo presagios. Lo invité. En esos
días nos calentábamos entre todos. Los presentimientos nos aglutinaban.
Nos dijeron que el golpe venía. Ahí estaba. Creímos que nunca sucedería.
Ahí estaba. Lo olisqueamos en el silencio de las caras demacradas y en
ese ruido sordo que no logramos precisar de dónde. Ahí estaba. Sería
pasajero, nos conformábamos. Si todo hubo salido bien hasta ese fecha.
Pero, ¡ahí estaba! Debíamos llegar a Textil Progreso. Nos fuimos
caminando. Nosotros dos íbamos. Miles venían. Sólo el traqueteo ronco de
los zapatos sólo el jadeo angustiado de las gentes asustadas caminando
rápido como autómatas golpeando el pavimento. Anonadados. Incrédulos.
Alelados. Los dos marchamos impertérritos hacia nuestro lugar. Siempre
adelante. Mientras los otros retrocedían avanzando en sentido contrario
al nuestro yéndose a sus casas. Él no quiso dejarme en un acto de
valentía que me alegró. En ese ayer eso era ser valiente. Para otros una
locura. ¿Quiénes estaban locos realmente ese día? : los asesinos. En
Avenida Matta con Vicuña Mackenna nos aturdió el desbande del gentío.
Íbanse. Las caras gachas. Demudados por el agobio y la tensión ante la
falta de respuestas no detuvieron ni por un segundo su andadura. Dos
caminos antaño reunidos ese día parecían extrañarse los unos de los
otros. Hace treinta años imaginé que todos saldrían a defender el
gobierno del compañero Salvador Allende. Aunque no lo admití en ese ayer
esa fue mi primera decepción. Alcanzamos a leer El Siglo con sus letras
rojas a todo lo ancho de su primera página: "Todos a sus puestos de
combate". El corazón ametrallaba mi pecho. Las sienes reventaban. Mis
piernas ansiosas marcaron un ritmo desenfrenado. No tuve miedo. Estaba
dispuesta a dar la vida por Allende. No era un maldito eufemismo.
¡Mierda! Dispuesta a ir donde fuera. De verdad. ¡El golpe! ¿Qué es un
golpe fascista? Me pregunté ese día aunque nos lo repitieron como una
letanía. Nos dijeron que de concretarse sería terrible. Un
derrumbamiento. Como los devastadores terremotos que siempre nos
anuncian que nos dan tiritones pero que nunca llegan. Sólo a veces, pero
tan lejano. ¿Quién puede graficar el futuro que mientras no llegue no es
nada? Nosotros no sabíamos de guerra. Después de treinta años para mí el
golpe fascista fue una inenarrableespantosacolisiónmúltiple de un
blindado muy bien abastecido desde siempre contra la espuma marina
gritona inmensa majestuosa alta golpeadora de rocas pero tan solo un
espumar de palabras. La realidad eran nuestras caras aplastándose
voluntariamente contra un vidrio a modo de rostros deformados que veían
morir su aliento. Nos aplastaron con toda la furia armada para darle a
la realidad ese aspecto cínico y cruel de la ignorancia. ¿Dónde estaba
nuestra realidad? No quedó nada en pie. El espacio hecho añicos como un
enorme parabrisas destrozado desparramado en millones de cuentecillas de
vidrio. El tiempo astillado al saltar la tapa del viejo reloj con un
péndulo de bronce que siguió moviéndose desvivido. Rostros sin cabeza.
Cabezas sin caras. Cuerpos desparramados. Saltó la sangre. El mar se
tiñó de rojo. El agua corrió saturada de cabezas piernas manos troncos
caras huesos sesos desgajados baleados quemados electrocutados ahogados
hinchados. No hablaré de los muertos. Sólo de seres humanos despavoridos
atrapados escondidos asustados enrabiados aturdidos desconcertados.
Sobretodo desconcertados. Cuerpos a la deriva. Los corazones nunca
comprendieron. La sombra de la muerte dibujada en sus ojos. Los muertos
vagan y se reflejan en las pupilas desorbitadas de los vivos. La
recomposición de vidas fue exasperantemente lenta. Lo sabemos hoy luego
de treinta años. Nadie quedó igual. Nada. La rosa de los vientos no dio
abasto para tanta mirada revolcándose en sus cuencas. Los vencedores de
una guerra que no existió sino sólo porque ellos mataron y callaron. De
entre los escombros nació una pléyade de emprendedores emprendiendo tan
alto vuelo que fueron capaces de un aterrizaje perfecto en la mismísima
Moneda dando lecciones de cómo emprender a los que nunca emprendieron.
Reprochando a los desadaptados sociales porque no comprenden que
deben(mos) cambiar para que nada cambie. Sólo los imbéciles son los
porfiados que no participan(mos) en el banquete de las sobras. Los
propietarios de la bandera roja marchan enrostrándola a diestra y
siniestra con un gran lienzo a todo lo ancho de la mitad de la alameda
diciendo ¡qué hiciste mientras nosotros luchábamos de verdad! En un
barullar de gritones sacándose los ojos es decir las cuentas de lo que
hicieron y no hicieron sin ganar nada más que una democracia a medias.
Hemos ganado un país caratulado. A esperar su turno para repartirse el
botín siempre que reconozcan filas. Mientras tanto, por suerte: las
víctimas de la masacre levantan sus voces como en un coro griego de
hamletianas perseverantes que no descansan hasta dar con la identidad
del asesino que envenenó al hermano para sentarse en el trono y
adueñarse del poder, permanentemente acusadas por no callar, pero por
suerte portan porfiadas sus máscaras fúnebres y exigen con sus pupilas
retadoras envueltas en tristeza fuertuda que nadie olvide la tragedia.
Los actos criminales surgirán a la vista de los hombres, aunque los
sepulte toda la tierra. Después de treinta años peleánse por la
paternidad del movimiento. Padres y madres coexisten mostrándose los
dientes. Arrinconarse tras una bandera roja trajinada no sirve. Ojalá
todos los colores levantaran sus estandartes para no olvidar y exigir
justicia aunque sea sólo desde la vereda desde una calle de barrio pobre
desde un altar desde el campo desde el jardín desde un camino perdido o
desde una solitaria casa abandonada. Los fascistas no cejarán en echar
tierra y salvar al asesino. El fascismo arrastra el poncho desde los
cuarteles y no duerme. Treinta años atrás aspiraba a ser heroína.
Treinta años después quiero que el mundo no me cambie y no acepto ser
caratulada ni dogmatizada sólo quiero tener voz propia para decir en voz
alta no podemos aceptar lo Intolerable. Chile no puede. Los unos
critican porque no portas un carné. Los emprendedores exigen nuevos
tributos porque piden hablar despacito para callado para no perturbar no
vaya a ser cosa que se enojen los verdaderos mandamases. Calladitos.
Chiiiit. Sin bulla. No ves que el éxito alcanzado con ricos más ricos y
con pobres más pobres y los del medio como jamón de un sanguche flaco y
escuálido se nos viene abajo. Cuando el hambre arrecia hablo hasta por
los huevos. En Vicuña Mackenna los dos éramos un estorbo. Avanzábamos
marcando el paso con la rabia aprisionada que nos vistió de coraje
infantil ilimitado con los puños apretados sin desazones agoreras. ¡El
fascismo no pasará! Ahí estaba. Lo gritamos tantas veces. Ahí estaba.
Sentíamos su aliento fétido. Veíamos sus dientes cariados. Dispuesta a
dar la vida por Allende. ¿Sólo un acto de fe? No menos real. En Textil
Progreso la espera inició su cuenta regresiva para nosotros. Desde los
ventanales hicimos conjeturas. Las calles vacías. Sólo uno que otro
blindado militar. Un jeep con su antena de radio con milicos apuntando.
¡Mira! Esos van con pañuelo naranja, decíamos. Esos deben ser los
militares leales. Nunca entendí por qué los pañuelos naranjas debían ser
de los militares leales. ¿Y los otros colores?, consulté. No me acuerdo
si vi pañuelos de otros colores. Me miraban como a una estúpida de cómo
se te pueden ocurrir tonteras. Imaginábamos que el general Carlos Prats
al frente de un contingente de uniformados venía desde el sur para
enfrentarse con los golpistas. Nosotros nos uniríamos a ellos. Era la
consigna de los pocos jotosos en esa empresa vacía. Lo habíamos
discutido en las reuniones días antes del golpe. Era nuestra única
esperanza. Reflexioné acerca de mi ignorancia sobre como manejar un
arma. No lo dije por temor a que se rieran de mí. Aprenderé, me repetí
yo misma con decisión. Podemos dedicarnos a los primeros auxilios,
supuse. Aprenderé aunque la sangre no me guste, trataré de no llorar,
prometí ese día solemnemente silenciosa como rezando. Nunca me he
desmayado. Sólo una vez a los 10 años, pero fue por el hígado,
diagnosticaron. Un curanto en olla que engullí en un restaurante en
Dichato me botó al suelo. La sangre desmaya. La sangre asusta. Desde el
día que corrió por entre mis piernas. Desde la noche cuando en medio de
la calle el padre tosió hasta que explotaron sus pulmones. Desde que
escuché a la mamá hablar con unas amigas en los sures de Chile
cuchicheando para no enmiedar a sus hijos que había muerto una niña a la
que le salió sangre de todos sus poros. Más tarde supe que la gente
explota en sangre. Desde que conocí los chinches ya muy grandota en casa
de unos tíos en la población Juan Antonio Ríos aquí en Santiago los que
cogí entre mis dedos llena de asco al verlos reventarse henchidos de
sangre levantándome presurosa porque venían bajando desde la pared por
el respaldo de una cama desconocida. Y viví con ese miedo. Estaba
dispuesta a dar la vida si fuese necesario. La sangre no me detendría.
La adrenalina al tope. La sangre bullía juvenil por las venas como ayer
habían bullido los sueños por las calles que para nosotros parecían no
tener baches. La espera. En Textil Progreso me sentía enrejada. Quería
estar en primera línea. Que no me dejaran botada. Nerviosa sí. Julepe
un
poco pero nunca miedo. Excitación. ¡Es increíble! Un mundo más justo
solamente, qué más necesitábamos para arder en pasión suicida. No cabía
la derrota. Ni el dolor. Será difícil que lo crean. Será porque vimos el
medio litro de leche todos los días porque los sueldos subieron porque
alcanzaba la plata porque compré mi primer televisor: era un Antú.
Habían pasado sólo tres semanas desde mi regreso de Berlín. Asistimos
al Festival Mundial de la Juventud. Viajaron más de cien jóvenes
chilenos. Algunos no tan jovencitos como la conocida actriz Anita
González. ¡Qué mujer! Los problemas que enfrentaba el gobierno de la
Unidad Popular daban la vuelta al mundo. La vía democrática al
socialismo hacía agua. Los vietnamitas dijeron que sin armas era
imposible que nos mantuviéramos. Contestamos que teníamos la mayoría en
las urnas que sólo en el mes de marzo de ese año la Unidad Popular en
vez de bajar había subido su votación en las elecciones municipales pese
a las colas por los alimentos que estaban escondidos en los
supermercados pese al aburrimiento de comer merluza rezumando mar hasta
por las mechas pese al pan nuestro que también empezó a escasear y que
se tiñó de un café integral que en ese tiempo curiosamente era pan de
rotos pese a los pollos con tarjetas de racionamiento de las JAP,
dentro de las que muchos revolucionarios de ayer emprendedores de hoy
abusaron con su reparto, lo supe muchísimos años más tarde. Y no fue el
único abuso o la única prebenda de los que se decían militantes. Que en
la dictadura robaron no era de extrañarse. Lo aterradoramente
inexcusable era cuando los que decían luchar por el hombre nuevo
aprovechábanse de sus ventajas. El agobio abrumaba, los sinvergüenzas
también estuvieron, empero ahí estaban los votos porfiamos al esgrimir
argumentos niñeriles como que la marraqueta con su choca de té caliente
en tarro con harta azúcar sobre un fuego ardiente de las siete de la
mañana para los obreros de la construcción había sido consignada como la
primera tarea nacional a cumplir. Los vietnamitas siempre lo supieron.
La víspera del golpe los dos engurruñados envueltos en un solo olor bajo
una sábana inocente. No imaginé lo horrendo de lo anunciado. Mi escudero
tampoco. Luego de treinta años me atrevo a decir que los ignorantes
fuimos la inmensa mayoría. Los vietnamitas en cambio entendían al
hablarnos con feroces guerras en el cuerpo por sus tres independencias.
Nos advirtieron con cariño. Simplemente realistas no podían incitarnos a
pedir lo imposible con las manos vacías como lo hicieron los estudiantes
parisinos. Después de treinta años miro a una jovencita apasionadamente
ignorante del futuro con el credo aprendido de memoria que en Berlín
habló a nombre de los jóvenes chilenos frente a los ojos primaverales de
la muchachada de todo el mundo demandando solidaridad con arrestos de
moza apechugadora con buena voz timbre seguro y firme enarbolando
palabras que como espuma pretendían desarmar los amenazadores molinos de
viento. Fueron cinco minutos cronometrados alemanamente. Luego lloré.
Luego los aplausos. Luego mis lágrimas rodaron sin descanso sin
vergüenza porque aún esperanzaba una salida. Sinceramente lo creí. Jamás
imaginé lo hórrido de un futuro sin existencia. "Todos a sus puestos de
combate". El 11 de septiembre de 1973 estaba ese titular palpitante
llamándonos y no teníamos con qué combatir. Aprendí a formar sindicatos
a repartir volantes a conversar con los trabajadores a la salida de los
turnos a organizar campeonatos deportivos a preparar marchas a parar la
olla común, día tras día a pata o haciéndole dedo a las bicicletas, pero
no sabía con qué combatirle a las armas. Los viejos de la CUT de esos
tiempos eran nuestros maestros. En esos años aprendí a tomar vino tinto.
Me invitaron a compartir una botella para encarar el frío. No era más
que una pendeja. Me llevaron al Chancho con Chaleco
. A los Buenos
Muchachos. Al Rey del Pescado Frito. Recuerdo a Octavio González un
dirigente bueno como el pan que nos enseñó que debíamos ser los mejores.
Aprendí a tomar chicha en Nataniel. Por dármelas de crecida bebí como
condenada casi todo el potrillo puesto ante mí en esa mesa de hombres
para que me creyeran mujer bizarra. Cuando quise ir al baño no atiné con
la puerta. Clarito me veo tratando de caminar en línea recta haciéndome
la sabida. Y los mayores reíanse con todos los dientes de la chiquilla.
Por eso nada más que por eso me preguntaba el 11 con qué íbamos a
combatir. ¿Con qué? Si los militares de pañuelos naranja eran los
pratsistas, deduje. Si todo no fuere más que una pesadilla, penseque.
Una semana antes la jota encargó a tres militantes suponíanse destacados
la preparación de un acto multitudinario en homenaje al aniversario del
partido. Lo haríamos en el Estadio Nacional. ¡Todos al Estadio Nacional!
La meta era juntar cien mil jóvenes con pañuelos rojos. Víctor Jara era
uno de los tres. Y yo también. Estaba emocionada. Trabajar al lado de
Víctor Jara lo consideré un estímulo. Lo hice bien en Berlín, me
alabaron. ¡Todos al Estadio Nacional! Supimos que cumpliríamos con los
cien mil jóvenes. El Estadio Nacional lo llenaron a punta de balazos. El
Estadio Nacional convertido en campo de prisioneros. A Víctor Jara lo
encerraron en el Estadio Chile. Le rompieron sus manos. Le amputaron su
voz. Tapiaron su boca. Lo mataron. La tropa con el espíritu en alto
cebado en sangre. Con la sangre goteando por entre sus dientes podridos
escurriéndose por entre sus dedos. A mí me parecía que la sangre me
desmayaba desde pequeña. Los cuajarones de sangre de Julio Durán
anunciadores de la muerte. Cuajarones adobándose muy emperejilados
enfrailados conspirando en sus claustros con pedigrí desde el mismo día
que ganó Salvador Allende desde antes para recuperar su queso rasguñado.
A los pelafustanes zorros no les tembló la mano cuando tiraron a las
gentes al mar cuando los desaparecieron cuando les sacaron ojos como
almejas con sus corvos brillantes acerados siempre dispuestos al llamado
de su líder cuando apagaron cigarrillos en los pechos desnudos cuando
rompieron las vértebras una por una cuando descoyuntaron dedo por dedo
articulación por articulación cuando metieron ratones por la vagina
cuando pusieron electricidad en los penes desarmados que debían libar
ardientes mozas cuando electrocutaron las tetas cuyo futuro era dar
leche y ser chupadas por bocas amantes cuando violaron inmisericordes
jugando a ser machos cuando hacían comer mierda cuando metían las
cabezas altivas en el inodoro cuando mearon sobre los cuerpos de los
muertos. ¿De qué brujas me hablan? Si los hombres de fe las quemaron a
todas. ¡Cómo me gustaría recuperar mis poderes de bruja quemada! Para
disparar rayos certeros incendiarios. Para escupir sulfuro arsenicado
durmiéndolos a todos con la mandrágora la que a modo de brebaje pueda
impedir que sigan ocurriendo tan atroces desgracias cuando se niegan a
reconocerlas o peor cuando son condecorados por sus hazañas miserables
porque han ennegrecido los días por los siglos de los siglos y viviremos
cien años malditos cien años condenados porque todos hemos negado. Y
mucho más de tres veces. Lloro. Bailan ahora. No debemos dejarlos
bailar. No debemos dejarlos celebrar. No es tan simple. Negociados en la
sombra entre los tres poderes del estado con los más poderosos que son
los verdaderos poderes más poderosos que los propios poderes del estado
para salvar al asesino. Un fantasma aparece también en nuestro país a
medianoche a la espera de ser vengado como en Dinamarca. ¿Será el del
compañero Presidente? Tienen que confesar. Tienen que pagar Es la única
forma para conjurar la maldición encuevada en Chile porque no hay brujas
para exorcizar la mácula del hechizo siniestro con el que nos han
ensuciado a todos con el que nos tienen abrumados y sin voz porque
oscurecen con mierda las voces valientes, certeras, verdaderas, sólo
porque no aceptan lo Intolerable. Eran las ocho de la mañana cuando
sentí los golpes en la puerta. Mi libro de ciencia ficción quedó en el
velador. Volvería luego a terminar de leer la Nebulosa de Andrómeda.
Caminábamos por Vicuña Mackenna desde Avenida Matta. Los dientes
apretados. ¡¿Por qué se iban todos?! ¡El pueblo unido jamás será
vencido! ¿Dónde estaba? ¡El pueblo unido jamás será vencido! Gritaban
los chiquillos chicos en el colegio en el nuevo juego del corre que te
pilla. A uno de ellos se le ocurrió, no tendría más de 8 años, juguemos
a las protestas: él encabezó a los descontentos repitiendo la consigna
cargada de muertos. Él no lo supo. Y estaban los chiquillos pacos que
los hacían arrancar a escupitajo limpio creyéndose guanaco. Hasta que un
día el niño llegó a su casa diciéndole a su madre: ya no quiero ser más
del grupo de los que protestan porque me pasan escupiendo. Era nuestro
destino. Nuestro destino estaba echado desde el primer día. ¿Teníamos
derecho a equivocarnos? Tras treinta años podemos disculpar a los
jóvenes. Hubo quienes intentaron buscar caminos de entendimiento
posponiendo lo inalcanzable. Sólo una minoría política procuró una
salida cerrando filas tras el gobierno constitucional. En una democracia
no hay excusas para quienes avalaron el golpe de estado ni tampoco
pueden autodenominarse demócratas. Caminos hubo para una solución a la
asfixia que sometieron a Chile. Cuánto de vigor cuánto de grandeza
cuánto de intensidad cuánto de energía cuánto de fuerza pusieron o si no
cuánto de traición. Nadie sabrá. Sólo ellos morirán con su secreto. Unos
con su radicalismo a ultranza dejaron que todo rodara por el despeñadero
en una cerrazón obtusa. Un centro DesCentrado salvo trece honrosas
excepciones estuvo mancuernado con la derecha con los militares en un
maridaje perverso. Las fuerzas de la muerte y del dinero lograron
levantar un murallón de hielo sin rostro sin sentimientos sin emociones
sin sensaciones desprovisto de toda humanidad. Inhumanos por esencia por
toda una eternidad. Más allá de militancias declaradas quedamos
desestrellados. Una suerte sin dados. Un poker sin cartas. Hace treinta
años instálose una dictadura militar. El golpe lo llamaron, lo buscaron,
siempre lo supieron. El fascismo llegó finalmente. El héroe fascista se
masturba con las armas, son su Ersatz fálico: sus juegos de guerra se
deben a una invidia penis permanente. Masturbadores perpetuos.
Cuidadores de la bóveda donde sus patrones guardan el oro rojeante. No
son más que prostitutas del poder. No nos digan que no supieron lo que
vendría. Desde Textil Progreso no vimos cuando incendiaron La Moneda ni
sentimos los rockets ni escuchamos el último discurso del compañero
Presidente en donde llamó a evitar un demarramiento de sangre porque ese
11 de septiembre de 1973 supo que un pueblo unido no bastaba. Aislados
dentro de esa industria seguimos aguardando la señal de los militares
leales a la espera de las instrucciones del partido que nos ordenaba en
ese titular ¡perentorio! que colgaba ajeno al mundo en el kiosco de
Avenida Matta con Vicuña Mackenna ir a nuestros puestos de combate. El
télex trajo la noticia. El papel iba entintándose de palabras con un
mensaje instantáneo. Desalojaban Yarur. Vienen llegando, nos avisaron
dedos nerviosos sin rostro batiéndoselas sobre el teclado. Los vemos por
el pasillo. Están cerca. ¿Qué hacemos?, preguntaron. Estamos desarmados.
Tranquilos estamos con ustedes, acá no pasa nada, fue la respuesta.
Arremeten contra la puerta. Han entrado con sus armas apuntándonos.
Están aquí. Adiós compañeros. Venceremos al fascismoooooooooooooo....
sólo quedó el eco del traqueteo del teletipo suspendido en el aire. La
pena nos iba llegando de a gotas. Pero la rabia no nos abandonó. ¿De qué
nos servía la rabia? Sólo para rumiar coraje. Pero la impotencia corroe
como el ácido sulfúrico al que no se le resisten ni los metales
vírgenes. Inauguramos entonces un diálogo telegráfico. Los últimos
diálogos entre soñadores que soñaron ser dueños de sus empresas. Un
homenaje póstumo. De hombres y mujeres valientes que no le temían a las
lágrimas que eran inminentes que iban cobrando presencia corpórea en los
adioses de los que nos escribieron augurando incertidumbres sin
respuesta. En un falso entramado republicano porque no es más que puro
cuento aquello del Chile respetuoso de la democracia nuestro gobierno
hacíase añicos. Luego de Yarur nosotros tomamos la iniciativa. Ubicamos
las empresas del Cordón Cerrillos para saber de su destino. El
telegrafista de Textil Progreso estableció comunicación
con Pizarreño.
Llamó a CIC. Habló con Indura. Más tarde
Cintac. Luego el silencio.
Fortalecer los cordones industriales: los comunistas, viejos y jóvenes,
sacándose la cresta en ese trabajo. A los del Mir nunca los vimos en esa
tarea de hormiga. Nosotros en Vicuña Mackenna. Por Textil
Progreso pasó de largo la Mireya Baltra. Llegó el 12 de septiembre. Treinta horas.
Treinta siglos. Nosotros seguíamos en nuestros puestos de combate. Los
pacos entraron pasado ese mediodía a punta de culatazos disparatando.
Ojos rojos inyectados en sangre. ¡Tengan cuidado con los pacos!, nos
dijo un milico de los que vinieron más tarde. ¡Esos andan como perros
doverman!, nos advirtió. Fue la primera vez que supe de los doverman.
Ahora que los veo de cuidadores en algunas casas me dan pavor pienso que
si me descuido podrán matarme por la espalda. Estuvimos tendidos sobre
la tierra boca abajo con los brazos en la nuca. Un paco gritaba ¡no se
muevan hijos de puta!, al primero que lo haga le disparamos. A patadas
con nosotros para que no nos moviéramos. Era difícil permanecer inmóvil
tanto rato. Se acalambraban los brazos. Los pacos iban y venían.
Llegaron los milicos. Uno de ellos se acercó y nos dijo en voz baja: no
se preocupen mi padre trabaja aquí, nosotros no le haremos nada. Y
siguió: nosotros somos del regimiento Buin, tienen que cuidarse de los
pacos. Que podíamos decir. Nada. No, no soy amable, dijo el teniente,
ninguna tuerca lo es, eso soy yo en la gran maquinaria, gira rápida,
gira terriblemente rápida. Me acordé mucho más tarde de ese texto
cuando de vuelta en Chile. Me fui con un joven que prestó su casa para
una reunión clandestina de la jota en esos años. Ese día me acordé sólo
del canta-autor uruguayo Alfredo Zitarrosa y de su canción de los
soldados buenos como los soldados chilenos. Mi cabeza no estaba para
sutilezas. Todavía a la espera de los militares leales. Y pensé en aquel
refrán popular en realidad muy imbécil para memorarlo justo en ese
instante sobre que la esperanza es lo último que se pierde. A lo mejor
ese que nos hablaba podía ser uno de esos. ¿Por qué no? ¿Leales a
quiénes? El guante te golpea y te acaricia, te hiere primero después te
enjuga, te dibuja una herida con puñal y con bala y después te la
cura... pero después te están golpeando otra vez. De nuevo en ese
recapitular perenne inagotable superviviente luego de treinta años
rechinó en mi memoria una vez más ese texto inclemente despiadado como
cuando te dicen la verdad aunque sea demasiado tarde. Uno no quiere
hablar pero las imágenes son porfiadas. A darse duro contra la pared.
Quedaron registradas en esa cinta indeleble en algún rincón de mi
cerebro, más parece en mi corazón, y que sólo muy pero muy pocas veces
se te escapan por esa boca tan copuchenta que cuando la incitan no para
de hablar. Roberto C me dijo escribe tal como lo estás contando.
Teníamos las ametralladoras sobre nuestras cabezas y continuábamos
siendo vírgenes ingenuos en materia de fascismo. Quizás algunos de ellos
como ese milicohijodeobrero también lo fuera. No lo sé. Gritaron
preguntando por los comunistas por los dirigentes sindicales. Pidiendo
nombres. Escuché la chillería ensordecedora en la industria que estaba
al lado de la nuestra, hacia el norte por la misma vereda. Alguien se
levantó. Nosotros seguimos tendidos. Para mirar hacia esa direccción
sólo nos bastaba erguir un poco la cabeza. La postura más cómoda era
mantenerla de costado. Pero era menester moverla para aliviar el aguijón
de los calambres. A los que nombraron se los llevaban adentro y
escuchamos las balas. Supimos más tarde que los habían fusilado sin más.
Vimos la sangre salpicada en el cortafuego que nos dividía. Un lunar
oscurecido reseco en el suelo esperando que lo recogieran. Gritos.
Carreras. Más nombres. Nueva balacera. En Vicuña Mackenna al frente de
Textil Progreso estaba la IRT donde armaban los
televisores Antú. Igual
que nosotros todos sus moradores tirados en el suelo de guata mirando al
norte. Los hombres de la muerte llegaron por el sur y fueron arrojando
la gente a la calle, uno a uno, desde cada una de las empresas del
cordón Vicuña Mackenna. Nos dijeron que hubo enfrentamientos en
Sumar.
No podría afirmarlo. Establecimos un sistema de comunicación para
coordinar nuestra batalla a la espera de enlazarnos con las huestes de
Prats. Las herramientas nunca llegaron. No sé si a ellos. En realidad
nadie nos las prometió. Suposiciones. Nada más porque esperanzábamos que
habría militares constitucionalistas. De guata en la vereda polvorienta.
Nuestra única hazaña consistió en mover el cuello luchando contra el
hormigueo tenaz que nos entumecía sin que ellos lo advirtieran para
apoyar una mejilla por vez cada cierto rato a modo de descanso. Ellos
con sus cascos giratorios observaban nuestros movimientos. Si elevábamos
la cerviz granizaban las amenazas. ¡No se muevan carajo! ¡Al que levante
la cabeza lo reventamos a balazos! ¡¿Creen acaso los chuchas de su madre
que están de vacaciones tomando el sol?! Era un día de invierno. Ese año
no tuvimos primavera, lo supe ese día. ¡Si se mueven los matamos! ¡Está
claro! Aullando más alto, repitieron ¡Está claro! ¡Contesten! ¡¡Está
claro!! ¡Ya lo saben! Mirando de lado hacia la vereda occidente donde
estaba la IRT pude escuchar como al igual que con nosotros los pacos los
insultaron a todo pulmón. Lo oíamos clarito. Las murallas a modo de
montañas izaban su protesta ayudándonos a escuchar haciéndonos de eco.
En la calle ni un alma. Sólo nosotros. Aunque dicen que los comunistas
no tienen alma. Sé que ellos antes de matar fueron a misa y comulgaron
con el cuerpo de cristo a modo de hostia hincados y persignándose: los
pacos y los milicos. Al frente alguien entregó un nombre. Lo ubicaron. O
él decidió identificarse debido a la ignorancia de ese presente que no
imaginamos. No lo sé. Lo hicieron levantarse. Era un muchacho grandote
de pelo largo negro ondulado. En su cara lucía barba. Vestía una camisa
blanca y pantalones oscuros. Muy alto. Los pacos le gritaron: ¡Corre
mierda! ¡Corre! ¡Arranca marxista culiao! El joven tuvo que correr hacia
el sur esquivando a sus compañeros tendidos en el suelo. Su cabeza
empinada. Su cabellera flameando. Sus brazos flextados para darse
impulso. Levantó sus piernas con decisión siguiendo la orden. No hubo
alternativa. Sus manos estaban vacías. No tuvo un arma para defenderse
ni jueces para exponer sus argumentos los que seguramente tampoco
habrían sido escuchados. Sin leyes. Un solo dios. Sin pactos
internacionales. Sin Convenio de Ginebra. No teníamos con qué
defendernos. Él tampoco. Total e irremediablemente a merced de los
golpistas. De los pacos que en ese lugar fueron de verdad los más
perros. Comentarios que alimentados por el milico que se quedó con
nosotros mientras los verdes seguían a la caza de marxistasleninistas.
El mismo milico cuyo padre decía trabajaba en Textil Progreso. Nosotros
somos del regimiento Buin, repetía. Hagan lo que les dicen. Luego se
irán. A los pacos los drogaron, murmuró. Están como locos, dijo al
rematar su comentario. Ese joven que corrió me pareció espigado
mayúsculo lleno de vitalidad cuando desplegó sus piernas acopiando
impulso. Con ahinco como preparándose para el gran salto que lo
salvaría. Corrió como le ordenaron. ¡Qué más podía hacer! El impacto
torvo cruel monstruoso de las balas desgarró su espalda. Lo
acribillaron. ¡Por la espalda! ¡No! No podía ser de frente. Su camisa
blanca estalló. La sangre brotó y dejó una estela roja en el aire. Las
balas lo alcanzaron cuando estiraba sus piernas para volar y me pareció
verlo suspendido en el cielo mientras la metralla le foró su torso y la
camisa se abrió como una flor blanca de corola púrpura con sus pétalos
deshilachados. En cámara lenta íbase desangrando. Iba volando. Le dieron
por la espalda. Mis lágrimas silenciosas humedecieron la vereda terrosa.
Y el joven con su caer pausado blando tibio. No lo ví cuando estrelló su
cuerpo en el suelo. Lo sentí. Advertí el terror rondando en torno a
nuestras narices. Aprendimos a olfatearlo. La pena a ramalazos penetraba
por cada uno de los poros de una piel polvorienta. Luchamos contra
nosotros mismos para mantener las defensas frente a lo terrible a lo que
no sabemos. Dónde están los militares leales. Dónde está nuestro
gobierno. Era nuestro encuentro con la muerte. Un día 12 de septiembre
de 1973. Un maldito día de invierno en que conocí la muerte. Supe lo que
era un asesinato a traición a mansalva. Me acordé por breve momento de
Lídice. ¿Me reuniría alguna vez con ella? Ella supo de dolores. Tengo la
imagen de ese joven adherida a mis años esculpida en mis huesos tallada
en mi carne incrustada en mis pupilas en mi cerebro como en un archivo
indeleble como aquellos grillos de la tierra del cacao que aún no
conocía y que me espantaron sin siquiera sospechar su venida por todo
aquello que nos está esperando en el recodo de los caminos por
emprender. Corrió como le dijeron. ¡Qué más podía hacer! Veo su espalda
descerrajada con su camisa blanca estallando a borbotones rojos. Por
primera vez sentí que podíamos morir. La pena iba entrando. Pero tuve a
raya el miedo. El miedo no me entró lo detuve a puñetazo limpio. El
horror pese al espanto de una probable tortura no entró ni en mi carne
ni en mi mente. La sangre me desmaya, siempre lo pensé. Ese día no me
desmayé. Y desde ese día entendí que no me desmayaré nunca. Lo supe
desde cuando me levanté y empecé a marchar hacia Textil Progreso
. La rabia alimentó ganas de venganza. Quería matarlos. Muchas veces me he
preguntado que de tener un arma en mis manos ¿qué habría hecho? Estoy
segura que si hubiésemos tenido la oportunidad ese día me habría sumado
a los que estuviesen dispuestos a enfrentarlos aunque fuese un
disparate. Puede ser que los de Sumar si lo hicieron, pensaron que era
lo mejor. Todo pudo ser en esos días. La impotencia ardía en mí como una
gran pira. Vehemente. Ira ante la masacre. Recordé las palabras de los
jóvenes vietnamitas. Sin armas no serán nada. No hubo generales Prats en
servicio activo ni el propio Prats retirado pudo detener a los golpistas
como lo hizo cuando lo del tanquetazo el 29 de junio de 1973 al frente
de un regimiento marchando por la alameda en uniforme de combate
aplaudido por la gente, pero despreciado por sus pares, cuando detuvo
una intentona golpista llegando a La Moneda para decirle al Presidente
que la misión estaba cumplida que la democracia estaba a salvo y que los
militares la respetaban. Tendidos en el suelo boca abajo con las manos
en la nuca en la vereda polvorienta de esa amplia Vicuña Mackenna no
éramos nada. Me he preguntado si sabría que enfrentarse a ellos era una
muerte segura. Sí. Lo supe. Cuando más te alejas en el tiempo más te
aferras a la vida. Algunas horas más tarde llegaron los camiones
militares negros como cuervos acerados como corvos tuertos. Una larga
hilera sin respiro. A los hombres los arrastraron. Los obligaron a subir
a esos buses enrejados. Las rejas eran pequeñas y ubicadas muy en lo
alto. Uno a uno con los brazos levantados tras la nuca. Los llevaron al
Estadio Nacional, eso lo descubrí muchos días más tarde. ¡Todos al
Estadio Nacional! Mi amante jotoso, hijo de padre italiano, con el que
dormí aquella noche tan engurruñada se lo llevaron en un camión. Sus
ojos verdes me daban su despedida. ¿Volveríamos a vernos? Preguntó a lo
lejos desde su encierro agarrado a dos manos a una de las rejas. No
tenía una respuesta. Cuando él subió sólo ojos para pedir dúplica.
¿Adónde vamos?, dibujando las palabras en sus labios amarrados. No lo
sé, le contesté en mi mudez nacida de los culatazos. ¡Búscame!, me pidió
con la pena rabiosa delineada en esa cara que creyó que iba a morir.
Sólo porque quiso acompañarme. Sólo porque era más que una amiga aunque
pasamos dolores irreconciliables. En la cúspide del dolor nadie se
acuerda de los rencores pasados porque nada era comparado a ese día. Y
él estuvo junto a mí. No quiso dejarme sola. A él se lo llevaron. Era
previsible pensar que caminaba al encuentro de la muerte. A él le gustó
salir a propaganda en las noches. A pintar las paredes. En esos tiempos
lo hicimos sin que nos pagaran. Un día nos siguieron los pacos. Horas
antes que ganara Allende en 1970. Y yo corría como pato con una inmensa
barriga a cuestas. Sin embargo en las semanas anteriores al golpe ya no
nos veíamos. Sus salidas nocturnas de propagandista voluntario me dijo
en esa noche interminable en Textil Progreso antes del desalojo fueron
para las brochas con las que debieron llenar el centro de Santiago
advirtiendo que vendría el lobo. Grandes rayados con el ¡Viene el golpe
fascista! ¡Unámonos para defender la democracia! De tanto decirlo
dejamos de creer porque nunca sopesamos la densitud de la crueldad ni
supimos de la fuerza del poder aunque nos lo dijeran porque nos
enseñaron que éramos invencibles como un pueblo unido que jamás será
vencido. A nosotros nos hablaron del proletariado. Que sólo bastaba la
mayoría en las urnas. Nunca quisimos creer que podíamos perder. Ilusos.
Tendidos de guata sobre la vereda polvorienta boca abajo con las manos
sobre la nuca conocimos cara a cara la muerte. Ni perdón ni olvido. Es
una decisión personal. Un acto personalísimo. No es para mí, sin
embargo. una simple consigna, es un deber ineludible. Ni perdón ni
olvido no es un eslogan de los comunistas como nos quieren hacer creer.
Debiera ser el lema de los seres humanos que saben que no se puede
transigir con lo intransigible. No se puede transigir con el horror.
¡Cómo aceptar lo intolerable! No importa, lo siento, aquí estamos ante
la epifanía de lo intolerable, no valen las viejas leyes con sus
circunstancias atenuantes: te condenaremos también a tí a
la horca. Una vez que los camiones repletos de hombres partieron fúnebres, a las
escasas mujeres plantadas en esas veredas nos hicieron regresar a las
empresas de donde salimos. A las de Textil Progreso nos dijeron que
debíamos permanecer encerradas hasta el jueves cuando el toque de queda
lo levantaran por algunas horas. Un día más. Esa noche hubo ataques de
llanto. A una de ellas que no paraba de gritar le pegué violentamente en
el rostro. Lo había visto en una película. No me gustó lo que hice. A
las otras tampoco. Sólo querían irse. No quise hablar con ellas. Tramaba
sobre cómo planificar alguna venganza para cuando ellos se hicieran
cargo de la empresa. Pensé en destruir las máquinas. Como en ese film
que hablaba de epopeyas chaplinescas. La pregunta era cómo hacerlo si
estaba sola. Sin el más mínimo conocimiento acerca de ese enjambre de
fierros muy bien ordenados en ese amplio galpón del que nacían telas tan
bonitas. Recorrí toda la planta llorando por mi estupidez por mi
ignorancia evitando que las demás se enteraran de mis planes sin
destino. Por último fui hasta la bodega de los alimentos y boté todo,
ciega, impotente, que es lo peor, en un último intento de rebeldía sin
rumbo sin estrella sin dirección. Todo terminó. Lo lógico era saber que
empezaba un nuevo camino, pero ese día nadie lo podía intuir porque el
presente era tan agobiante que desplazó cualquier otro pensamiento que
no fuera el saber qué pasaba, al menos yo no lo supe. El jueves salimos
una vez que se levantó el toque de queda por escasas horas. Cada una por
su lado. No éramos muchas. Sólo cinco o seis. Caminé por calles poco
transitadas. Nos habían advertido el día anterior que nos fuéramos con
cuidado. Que le hiciéramos el quite a las patrullas, nos dijo ese
milicohijodeobrero. Parecía una ciudad fantasma. Ningún ser humano en
las calles ni perros ni gatos. Tampoco vi a nadie en las casas. No
encontré ni un solo niño jugando. Soledad. Calles solas. Pasajes
solitarios. Ni siquiera brillos de ojos entre las cortinas. A gatas por
el suelo a lo mejor buscando sacarse ese olor a muerte que sentíase en
toda la ciudad. Elegí pasajes desconocidos. Rumié mis pasos. No tuve
lágrimas ese día jueves. La adrenalina. Matar ratas. Matar a los
salvajes a quienes vi asesinar por la espalda fusilando a sangre fría.
Por qué los militares son malos, preguntó una niña de siete años mucho
tiempo después cuando la dictadura rugía mostrando dientes que a ella le
daban susto. ¿Cómo hubiese querido contarle? Mi mente era un remolino de
confusiones. Al escuchar el ruido de algún vehículo paraba y me
escondía. Me pareció que como nunca antes las rejas de las pocas casas
que encontré en ese sector casi íntegramente industrial y que hasta esos
muros inútiles mudos espantados me apartaban de los demás y que no
tendría escapatoria si me encontraban. Lamenté no tener un arma porque
al menos no moriría sola si es que tenía suerte y posiblemente aunque
hubiese sido sólo un hijo de puta el que se fuera al infierno me
sentiría en paz. Afiebrada al fin llegué a mi casa. Supe que la señora
María aturdida por los sucesos y presa de un ataque de histeria quemó
todos mis libros. Desapareció la Nebulosa de Andrómeda. Ella me pidió
que me fuera. El miedo la tenía destrozada. Tiritaba tanto que no podía
mantenerse en pie. Los dientes le castañeteaban con tal vigor de sólo
verme. A la calle de nuevo. A la casa de mis padres. Adherida a las
paredes inhóspitas avanzaba a ciegas. Portugal con Copiapó. El miedo
también tomó por asalto el hogar de mis padres, ¡qué más podía esperar!,
no me echaron, pero no quisieron cobijar al Checho cuando este me lo
pidió algunos días después al encontrarnos de casualidad. No pude
exigir. Supe de mi jotoso de Textil Progreso. Estuvo un mes en el
Estadio Nacional. Lo fui a esperar todos los días hasta que fue devuelto
con vida pero despojado de veinte kilos. Sólo piel y huesos. El sol les
golpeó duro y estaba negro totalmente despellejado. Sus ojos verdes
brillaban tanto que presentí su salida de Chile. Sus ojos me dijeron que
habíase ido ya. Los pantalones amarrados con una pitilla que le
consiguieron sus compañeros para que no se le cayeran para que pudiera
salir. Partió. Nunca más lo vi. Y aquel joven que voló con su camisa
blanca ¿quién sería? No supe su nombre. Lo habrá llorado su madre. Su
polola. Su esposa. Algún hijo pequeño de ayer que hoy será grande lo
recordará. En ese último minuto habrá tenido tiempo de pensar su muerte.
Hay un segundo en qué todos sabemos y alcanzamos a registrar que ese es
nuestro futuro. Que no hay nada más. Habrá podido pensar en los porqué.
Habrá pensado en la pena de no haber tenido un arma para llevarse al
menos a uno de esos bastardos. Habrá tenido sollozos. Habrán sabido su
dirección sus compañeros de la ex IRT. Habrán quedado vivos para avisar.
¿Quién sabrá de ese joven? Sigue siendo eternamente joven en mis
recuerdos en un cielo azul sin una nube sin viento. Quedó detenido.
Nosotros tendidos en el suelo boca abajo con las manos en la nuca. Ese
día no pudieron elevarse los volantines en el parque O’Higgins. Ese día
para nosotros sólo voló esa camisa blanca con una flor roja en el
centro. Un forado en su espalda. Y su último salto en esa carrera
desesperada por vivir aunque tuvo que saber que era para encontrarse con
la muerte. Su destino era una ofrenda. Por suerte nunca supo lo que vino
después. Nunca quise abrir ese baúl. Roberto C. sugirió que escribiera
tal como le contaba. No sé para qué. Lo hago porque él con sus 26 años
me lo pidió un día en mi departamento donde nos juntábamos todas las
semanas en ese nuestro taller de a dos tomando té con pan con palta. Él
las molía. A mí me tocó ir a comprar marraquetas en la esquina. En el
Gardelito. Y después leíamos. Él me insistió que contara lo que pasó con
ese joven. Pero esto fue demasiado lejos. Escapó de mis manos. Me
angustió. Recordé a ese muchacho que pudo haber tenido la misma edad de
Roberto C. Roberto C. envejecerá sin duda, pero ese joven sin nombre
seguirá teniendo 26 años porque así quedó registrado en mi memoria. Con
su juventud eterna. Pregunté a mi amigo y novel escritor si no era
demasiado ingenuo haber creído como creímos. Su respuesta fue inmediata
clara tajante demoledora. Cualquiera que hoy me hable de construir una
empresa quijotesca me reiré porque sé que es una tontera. Ustedes no
fueron tontos. Hicieron lo que debían hacer, dijo soberbio. No hables de
errores, me recriminó con soltura como si supiera. ¿Y ahora qué nos
queda? Sobrevivir al desastre. Fracaso eso es. Héroes del fracaso. No
supimos ver ni medir ni cuantificar ni acertar al blanco sólo
rasmillamos por encimita mientras que otros si lo sabían. Las botas. La
metralla. Las boinas negras. Los corvos. El odio. El dinero ahí
escondido resguardado por las balas. Las putas están cuidándolo.
Sólo
nos resta sobrevivir, me dijo.
Es lo único que nos queda, contesté.