Presentación de Vuelo, de Rodrigo Arroyo.
Valparaíso, 12 de junio de 2009
Por Antonio Rioseco Aragón
Cuando aún no ha menguado la lectura de Chilean Poetry (Santiago, Ed. Fuga, 2008), el primer libro de Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981) que a poco más de un año tuvimos la oportunidad de conocer en su versión pública, nos llega Vuelo (Valparaíso, Ed. Inubicalistas, 2009) como en un segundo aire de esta trilogía en que el autor trabaja para terminar con el libro Incomunicaciones.
Sin tratar de agotar, en lo absoluto, las múltiples instancias de lectura que se pueden encontrar en Vuelo, y que dan cuenta de la riqueza de la escritura de Rodrigo, pretendo, en las líneas que leeré a continuación, tomar algunos elementos presentes en el libro a fin de entregar una lectura personal que pueda ser –tal vez– un complemento a vuestras propias apreciaciones del poemario aquí presente.
Al igual que en Chilean, Rodrigo nos presenta un texto en el que conviven junto a su lectura de cierta tradición poética, la presencia fantasmal del cadáver político en el que han convertido a este país gracias a una buena porción de mala memoria. Pero en Vuelo, se trabaja a través de una poética mediada por el deslizamiento de un otro explícito y concreto: un personaje femenino que en su presencia corporal cubre gran parte de este vuelo y que pretende un diálogo íntimo entre amor y memoria, pero en constante pugna con la ausencia. De este modo, nuevamente nos encontramos frente a un libro político; sin embargo ya no en una búsqueda de esa historicidad que de modo más patente se daba en el libro anterior, sino matizado ahora por el roce de la referencia personal (real o ficticia) con esa Historia mayor.
En este sentido, Vuelo es una construcción coherente que se arma en torno a la figura femenina en quien está personificada la memoria, siendo particularmente el ojo, su ojo, el espacio por el cual se despliega el vuelo. Hay un desplazamiento, un viaje a la memoria, que se inicia en aquel órgano, poderoso testigo de una realidad que pareciera escaparse verso tras verso. Por ello Rodrigo insiste en dirigirse a un tú, pero a un tú que insiste, a su vez, en dirigirse al abismo.
No obstante, hay aquí una memoria que no da cuenta de la experiencia personal (por lo mismo no recurre jamás a la anécdota) sino que apunta a un relato que traspasa generaciones: el de la historia política y social de Chile, y que es rearticulado para darle batalla a la hipocresía post dictadura. En esa memoria, que lógicamente no va a estar mediada en un tiempo más por la experiencia directa, Arroyo prefiere inmiscuirse a través del complejo proceso de la reconstrucción, una tarea casi perdida por la magnitud de la indeferencia y el olvido, pero que cuenta con los símbolos necesarios y potentes como para contrarrestar el paso del tiempo. “Vuela cierta ceniza, –nos señala– hasta adherirse lentamente en tus manos, así, / te recordaré junto a las ruinas / sobre el piso de madera que cubre el cielo de la patria”. Es evidente que el autor no recurre a la emocionalidad frágil que legítimamente nos conmueve al adentrarnos en el horror; más bien busca una empatía por el camino de un diálogo que quiere hacerse futuro común.
No hay memoria sin traspaso, pero tampoco debe haberla sin reconstrucción. Por eso es doblemente importante la presencia del otro en el texto, porque es la lucha ante una comunicación que pende siempre del hilo de un inminente quiebre, y que trata de afirmarse en una pertenencia que pareciera no concretarse. Por ello el poema está traspasado por la dualidad vuelo-caída. El vuelo a través del otro y la caída en la derrota del otro. De ahí que la imagen del boxeador, que compone uno de los fragmentos, a mi juicio, más bellos del libro, se haga tan potente, pues la caída se manifiesta en la nostalgia del púgil que, al menos a partir de Teillier en Chile, se nos aparece como la imagen de la decadencia y la soledad de la derrota, de una lucha contra el mundo y consigo mismo que se pierde con tan sólo pisar el cuadrilátero. En palabras de Rodrigo:
“Una pelea es algo solitario, es pura ausencia; un vuelo en cambio no es sino una suma de transparencias saliendo de tus ojos, tachaduras a una voz que se calla a sí misma por no saber cuál es su lugar en la memoria”.
Vuelo no es un libro que nos entrega esperanza, ese móvil cristiano hacia la conformidad. Aquí la derrota es asumida y nos deja el amargo sabor de la melancolía, pues más bien son la caída y la figura del boxeador quienes persisten hacia el final del libro. Y la presencia femenina, en cambio, la que se agota y se pierde para siempre, quedando sólo “una silueta encerrada en una caja [que] pierde día a día su condición producto del encierro”. Es decir, un cadáver despojado de historia.
Así como el vuelo y la memoria se materializaban en el cuerpo y el ojo de la mujer, la nostalgia y el olvido vuelven también al cuerpo y, además, al paisaje, del mismo modo que Rolando Cárdenas trabaja la lejanía y la ausencia. “Ella aún tiene rastros de antiguos inviernos”, dice el magallánico; y Rodrigo responde: “¿Sabes cuál es la posición de tu voz ahora que no llueve?”
Vuelo, entonces, es más bien derrota, el fracaso de un diálogo que no recibe respuesta, donde la presencia femenina es en suma sólo nominal, ya que no se nutre de realidad sino de nostalgia y parece estar presente sólo –irónicamente– en razón de su distancia. Queda así la sensación de que esa presencia corporal que percibimos a lo largo del libro fue tan sólo una traición del recuerdo de un pugilato con la sombra, la narración de un intento fallido.
Llevando mi lectura hacia otros ámbitos, quisiera señalar que en Vuelo también persisten las filiaciones con Martínez y Celan (que bien describiera Jorge Polanco en su lectura de Chilean Poetry). Esto se da, ya sea en referencias evidentes en algunos versos, como en la concepciones más generales del oficio poético en su amplio sentido; pues también la misma edición del libro y el temple que Rodrigo y Felipe Moncada le han impregnado a la artesanía del objeto, confirman un deseo de traspasar la simple página con un honesto sentido de margen. Creo que en el gesto no hay una actitud impostada, pero tampoco ingenuidad.
Me agrada también la manera en que Vuelo presenta una asimilación de algunos modos de Huidobro, poeta que forma parte de las lecturas de Rodrigo. La vertiente creacionista de la vanguardia, que para su autor fuese por mucho tiempo un fin en sí mismo (un vicio, a mi juicio, de buena parte de la obra huidobriana), es utilizado a discreción por Rodrigo logrando una composición de imágenes que sostienen sin problemas una nueva realidad fuera de una presencia formal en el mundo, a la vez que se revela su confianza por la metáfora y la imagen creada. Cito:
Caes de la espina que guarda la salinidad de un mar retirado.
Caes como relámpago iluminando un vacío,
un sonido fracturado saliendo de tus dedos.
Tu mano en cambio parece salir del agujero cavado
en la sombra de mi espalda.
Además es clara la opción de no situar de modo manifiesto su poesía en un contexto reconocible. No hay ciudades ni calles que hayamos pisado; los ríos no llevan nombres y los sustantivos tratan de ser lo más universales posibles, algo que en el autor de Poemas Árticos también es una decisión sin matices.
Y ahora bien, en síntesis: ¿qué representa para mí la lectura de Vuelo?, ¿cómo lo sitúo frente a lo que aparece y desaparece a diario en nuestra poesía? En primer lugar, este libro, que prefiere marcar su rumbo a contrapelo del comidillo literario, logra de mejor manera lo que muchos intentan exponiendo impúdicamente herramientas efectistas para sostener una poética hueca o, como dice Rodrigo, una falta de poética. Este tipo de recursos que, como moldes, permiten a algunos hacer una poesía que presume en lo político, en lo marginal, lo innovador, son desechados, tal como Gonzalo Millán o Enrique Lihn lo hicieron en un contexto todavía peor: asumiendo un proyecto poético reflexivo y capaz de articularse no como respuesta o reproducción, sino como transformadora del discurso a partir de la poesía. Claramente esa tarea supera las intenciones buscadas por Rodrigo, pero de todos modos prefiero situarlo en esa línea, pues su poesía se me hace cada vez más necesaria y me lleva a las incertidumbres necesarias que estimulan para mí la mejor poesía.