Temple y temblor de Onetti
        
          Por Rodolfo Alonso
        Juntacadáveres, de Juan Carlos  Onetti
(Seix  Barral, Buenos Aires, 2003)
        A  veces basta una línea, en otras apenas unas pocas palabras: “Miraba sin  entusiasmo al hombre ancho y oscuro como si lo estuviera soñando así,  construido con sustancia de tedio y absurdo.” Pero cuando nos encontramos ante  
un escritor de raza, no es difícil descubrir un temple, un temblor, percibir en  las palabras escritas un sonido de fondo, un rumor más que expresivo, un  retumbo de latir percibido por dentro: desde el cuerpo, en el cuerpo. Mucho más  que habilidad o don, mucho más que los supuestos límites de un género: una  experiencia encarnada de vida y de lenguaje.
         Después de Faulkner y de Arlt, pero  también después de Shakespeare y casi al mismo tiempo que Borges, acaso antes  que Borges, el singular uruguayo Juan Carlos Onetti, con un pie en su  Montevideo natal y otro en la   Buenos Aires que nunca dejó de acunarlo, tal vez sin  proponérselo, como emergencia orgánica, revela un dominio que se intuye propio,  a la vez irremediable y leve, incierto y troquelado. Así como existe un  envidiable mundo del Caribe, y otro cálidamente brasileño, en realidad varios  mundos brasileños, siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca  rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz  propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella,  señales.
         Pero que en un escritor se da en  lenguaje. Quizás a algo así aludía certeramente el crítico uruguayo Ángel Rama  cuando afirmó que, al leer a Onetti, es como si se sintiera el trasfondo de una  respiración animal. Hay un aliento allí, un gran aliento (“Narrar es como  nadar”, señaló el lúcido Cesare Pavese), pero también una presencia orgánica,  cálida y de fondo, barrosa –como el barro de los orígenes, oscuro y nutritivo--  y oscuramente viva, inquieta y contagiosa. Si alguna vez me pregunté  públicamente por qué no había un Juan L. Ortiz del Río de la Plata, ahora puedo intentar  contestarme que tal vez no era posible para nosotros. Y que es en algunos  narradores de raza donde esa poesía (por supuesto mucho más que un género) ha  logrado asomarse. Y consumarse.
          
  Sin resquicios para  olvidar de qué estamos hablando: “un mundo hecho, administrado por hombrecitos  imbéciles”, “un mundo normal y astuto”, leyendo a Onetti, comulgando en Onetti  no es difícil percibir, como en los grandes, en el cuerpo de su texto –que en  tanto música del sentido es totalmente lírico-- la plena irrupción de la  palabra poética, precisa e irradiante: “entro en el temblor del cuerpo, amo la  crueldad y la alegría“. Como bien dijo Valéry, la prosa agota su valor de  cambio. Y la poesía es aquello que, precisamente, no puede terminar de  traducirse. “Arrastró los pies en la frescura de las baldosas yendo hacia la  sombra de la casa, hacia la fluctuante gruta de concordia, destierro y  autonomía que excavaba en la sombra el ronquido acuoso, desligado, de la mujer  dormida...” ¿De qué otra manera es posible, honestamente, aludir a la palabra,  tocante y tensa, huidiza e invasora, neta y temblorosa, de Juan Carlos Onetti?  Y él mismo nos responde, sabio indolente: “tengo que darles capacidad de  olvido, entrañas y rostros inconfundibles”?
         (Al recibir esta bienvenida reedición de Juntacadáveres --con portada de un  blanco deslumbrante-- que, como se lo merece, mantiene su obra indeleble en  circulación, no pude evitar ir a mi biblioteca y palpar otra vez aquella  primera, modesta, entrañable edición de la editorial Alfa, Montevideo,  diciembre de 1964, que con tamaña dignidad encaraba uno de tantos exiliados  republicanos en estas playas, el español Benito Milla. El peso latente de ese  pequeño volumen, favorecido con benevolencia por la muy uruguaya Comisión del  Papel, siempre me lo hará sentir, como en aquella primera ocasión, físicamente  cerca.)