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Vuelo: la ínfima condición del alejamiento
Sobre Vuelo de Rodrigo Arroyo

Por Rodrigo Morales S.

Para iniciar la presentación no puedo sino, otra vez, citar a Bourdieu: “uno de los envites centrales de las rivalidades literarias es el monopolio de la legitimidad literaria, es decir, entre otras cosas, el monopolio de poder decir con autoridad quién está autorizado a llamarse escritor, o incluso a decir quién es escritor; o, si se prefiere el monopolio del poder de consagración de los productores y de los productos” (…) y esto –plantea Bourdieu con exactitud- sólo puede resolverse “gracias a uno de esos decretos arbitrarios de la ignorancia”. Tratando precariamente de alejarnos de este problema diremos lo siguiente:
 
Alejarse a través del uso, de la repetición, supone una leve distancia que acontece más allá de la mirada, de la simulación de alarse, de prestarse para el simple acto de quedarse, parado como si nada, en la medianía conflictiva de mirar el objeto hecho a su medida o el vuelo que la altura literaria supone ingenuamente. Volar entonces para qué, para fanfarronear de vez en cuando con la anécdota, con la poesía primera hecha de distancias, de referencias territoriales y calientes? Lejos de volar –diríamos en primera instancia- de incitar siquiera al vuelo, Rodrigo Arroyo presenta un cuestionamiento respecto de lo que allí -en el vuelo- perfora la caída (ciertamente la distancia) y performatiza la permanencia.

Agamben, quien considera que Primo Levi es la figura perfecta del testigo -y a propósito del epígrafe que abre el texto- señala que “en Auschwitz, Levi había ya hecho la experiencia de esforzarse por escuchar e interpretar un balbuceo inarticulado, algo como un no lenguaje, o un lenguaje mutilado y oscuro”. Vuelo se hace cargo de esa presencia, preguntando sobre su condición, sobre ese lenguaje desarticulado, magullado, y sobre ese cuerpo una y otra vez desaparecido. El poema evidencia aquí, a propósito de su propio vuelo, y digamos también de su alcance, la pregunta que accede a comparecer en contra de la lengua que lo erige. Entre nosotros siempre hay algo de balbuceo, toda vez que necesitamos representarnos el vuelo, el efecto modernizador de su relato. Digamos que toda experiencia totalitaria altera, para no hacerse cargo de producir un pensamiento sobre el horror, los códigos con que se descifrará lo acontecido una vez que esto pase a retiro. Es allí el vuelo de un lenguaje mutilado que se esfuerza por escindir la figura del autor –que lo construye, edifica- y la ficción tramada ya en su escritura.

Para asomarnos a la problemática de este libro debemos atender la posibilidad de indagar sobre los vestigios que la escritura- el lenguaje desarticulado de un contexto programado- permite distinguir. La doble intención de la mirada, esto es, su régimen instituido y por consecuencia su marginación, asegura, para quien posee los códigos de desciframientos pertinentes, el devenir politizado de una escritura ya construida por el contexto que la administrará. Su visión, más que sostener los riesgos de la poesía, decae para nombrar desde allí los harapos de la historia: aquel huésped indeseable que apareciendo como nombre deja en su lugar la mirada que lo maquilla. Souvenir maltratado éste que nos propone la lluviosa agonía con que la letra poética que nombra la postdictadura asoma en el imaginario de Vuelo, donde el meado de los muros es el secreto que guarda toda herencia –parafraseando a Arroyo-.

Asomar a este Vuelo, a su eco hawker hunter,  donde el poema lee la historia que lo trama, es siempre la ilusión de esa altura respecto de la lengua que lo contrata. La posibilidad de ese asomo nos lleva a las condiciones de enunciación con que la ausente, la mujer desaparecida, delinea la letra con que la poética revisa esa presencia, su continuidad y nombre. El huésped indeseable –la historia, el vuelo y la aparición no informativa, testimonial- aquí, leído al margen, actúa como ventrílocuo de una forma de ser del texto, cual es, la afirmación de que en su devenir politizado son otras las palabras, los textos y las pautas puestas en juego. Estas palabras otras –sin embargo- son antecedidas por la poética que Rodrigo Arroyo trama lúcidamente en los vestigios de su propia condición de alejamiento –e incluso al margen de ésta- puesto que son contraídas por sus desencantos para encantarse con su propio espacio trágico-escritural.

Otra arista del texto que me parece pertinente abordar es el trabajo de la mirada. Esta no sólo ha sido mutilada, sino también ficcionalmente reconstituida para hacerla parte de un proceso que hizo de aquel gesto el mercado cultural con que se tramaría la posibilidad del pensamiento visual, de la imagen, de la letra: el problema de la memoria administrado precariamente en la relación arte–política. Esta letra llamada a hacerse poema actúa en términos de filiación con lo aprehendido de esa pérdida, con su infinita melancolía política, con pensar el vestigio de esa experiencia, de eso que pasó entre nosotros.

Siempre quien deja de hablar, de tener una voz, da cuenta de una metáfora, cual es, el retiro de una lengua litigante donde el interpelado actúa como umbral de aquella distinción en la que ha dejado de participar activamente. La poesía de Rodrigo Arroyo comparece como el vaso comunicante con aquella pérdida, como el delineamiento de un acontecer que irrumpe como palabra. Esa pérdida se comporta como la forma de ser de una poesía que se juega en su lectura la permanencia al interior de la editorialización del contexto y su proto-historia. No hay objetos abiertos de entrada al hábitat de la poesía. Ésta siempre revisa su pensamiento en el poema que la lengua (contemporánea, útil) intenta retirar de la historia. Se trata de esperar, entonces, que no decante el flujo con que esta gramática se hace lugar. Se trata por sobre todo hoy –entre nosotros- que Chilean poetry y Vuelo se hagan parte de ese lenguaje mutilado, de ese oscuro pensar y en contra, por supuesto, de esa derrota programada.


 

 

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