
        
        MÉXICO  LEAL A LA ESPAÑA LEAL
        Por Rodolfo Alonso
        
        Hijo mayor de inmigrantes gallegos, el primero de los míos nacido en  Buenos Aires, mi infancia bilingüe fue a la vez el intento de descubrirme  argentino y por lo tanto latinoamericano, al mismo tiempo que mis padres  todavía jóvenes recordaban en canciones y anécdotas (y me contagiaban por lo  tanto sin proponérselo) su propia infancia de aldeas labradoras y adolescencias  forzadas a la diáspora. Casi al unísono, dentro y fuera de casa, de una manera  a la vez orgánica e instintiva, se hizo carne en mí para siempre, fue  haciéndose decisivamente mi propia mitología personal, la heroica resistencia  antifascista de los republicanos españoles, empujados a una sangrienta y  prolongada guerra civil (1936-1939) por el injusto alzamiento franquista contra  el gobierno legítimo de la República Española. Contra cuya legalidad  constitucional, la de los leales, los golpistas autodenominados nacionales no  vacilaron en recurrir al apoyo de Hitler y Mussolini, que ensayaron allí muchos  de los proyectos genocidas que luego llevarían a la práctica con creces durante  la segunda guerra mundial (1939-1945), ante la hipócrita “no intervención” de  las supuestas democracias occidentales.
          
          Después de la derrota, a aquella masiva inmigración  previa se unió en nuestros países el exilio político de tantos hombres dignos  y   valientes. Durante muchos años me  tocó dirigir, por ejemplo, la misma Revista del Centro Gallego de Buenos Aires  a cuyo frente ya habían estado personalidades como Eduardo Blanco Amor o Luis  Seoane. En las inefables tertulias que se congregaban espontáneamente en la Biblioteca,  aprovechando la casi bohemia hospitalidad de su encargado, no era difícil  descubrirse departiendo íntimamente con figuras señeras de la emigración republicana.  Y así el recuerdo vivo de Alfonso R. Castelao o de Lorenzo Varela, entre otros,  era evocado límpidamente por gente tan entrañable como Alfredo Baltar o  Fernando Iglesias, ese actor esencial a quien todos llamábamos “Tacholas”.
          
  Y fue allí mismo, entre  esos libros venerables que ya comenzaban a codearse con las nuevas ediciones  autonómicas de la felizmente recobrada democracia española, donde viví  emociones no menos imborrables. Con los años, al desaparecer sus propietarios,  comenzaron a llegar en donación muchas bibliotecas particulares, de las  magnitudes más diversas. Y así me tocó tener ante los ojos y muchas veces entre  manos evidencias tocantes y ejemplares de un hecho tan histórico como  legendario: la heroica resistencia antifascista de la República Española,  ejercida primero más que heroicamente en los campos de batalla y luego, ya  vencida y traicionada, en los mil y un senderos del exilio y de la diáspora.
  
  Entre esos libros y  folletos, entre esas revistas y periódicos (pertenecientes a las diversas  identidades políticas y sociales de los leales a la República, pero  especialmente socialistas y anarquistas, y por supuesto también los paladines  de las grandes autonomías históricas: gallegos, vascos, catalanes), tantas  veces tan dignamente ajados por la lectura como conservados con indeleble  devoción, algunas veces forrados y muchas otras marcados y anotados, firmados y  fechados en momentos terribles y magníficos, que me parecían dejarme rozar el  cuerpo vivo de la historia casi mítica, no dejó nunca de emocionarme encontrar  testimonios conmovedores de la irrenunciable solidaridad del pueblo mexicano y  de su presidente Lázaro Cárdenas para con la República Española.  Entre los cuales nunca olvidaré un volumen que le estaba totalmente dedicado,  que su dueño decidiera abrir para sí mismo con unas temblorosas palabras  manuscritas de reconocimiento y entre cuyas páginas se conservaban casi  devotamente recortes periodísticos de diversos gestos emocionantes de dicha  solidaridad.
  
  Ofreciendo todo lo que se  podía, abriendo sus brazos a lo ancho para recibir a los héroes y a las  víctimas, manteniendo sin claudicación alguna y en todos los foros  internacionales una insobornable defensa de la legalidad republicana, que lo  convirtió en el único país del mundo que nunca reconoció a la vilmente  victoriosa dictadura franquista, México fue siempre leal a la España leal. Es decir, fue  siempre leal a sus propias convicciones, a una idea luminosa de la dignidad y  del honor, de la justicia y de la libertad.
  
  Por eso hace unos años, al  encontrarme por primera vez participando en Morelia (la ciudad que se hizo  célebre por su acogida a los niños españoles refugiados) de su Encuentro de  Poetas del Mundo Latino, sin duda para sorpresa del poeta andaluz que nos  acompañaba en el acto de apertura, no pude dejar de cumplir una promesa que me  había hecho a mí mismo desde siempre, y agradecí públicamente al pueblo  mexicano y a su presidente Cárdenas, su sostenida solidaridad con los  republicanos españoles. (Después de todo yo también soy, literalmente, uno de  aquellos “niños del mundo” a los que nuestro gran César Vallejo, peruano  universal, al finalizar su indeleble y ejemplar “España, aparta de mí este  cáliz”, sin duda el libro más hondo y más tocante escrito con la guerra civil,  convocaba de manera explícita: “si la madre / España cae –digo, es un decir-- /  salid, niños del mundo; id a buscarla!...”.) Por eso también, hace bien poco,  encontrándome en Monterrey durante su Encuentro Internacional de Escritores, al  escuchar aludir con tanta justicia a la límpida trayectoria como tierra de  asilo que México volvió a demostrar durante todo el siniestro período de las  recientes y confío que últimas dictaduras militares latinoamericanas, no pude  evitar sentirme pidiendo y, con palabras ahogadas por la emoción, agradecer una  vez más públicamente también aquella gesta viril de fraternidad mexicana con la República española.
  
  Yo bien sé cuántas  realidades bien concretas, históricas, sociales, políticas, económicas,  culturales y hasta estéticas se pusieron en juego, durante la guerra civil  española. Pero bien sé también que en aquella instancia no se decidía solamente  el destino de un país, en este caso España, sino también el destino y el  sentido de muchos movimientos y muchas esperanzas, individuales y colectivas,  que allí dieron al parecer su canto del cisne. Allí, en los campos de batalla  de la España  desangrada por la guerra civil, se jugaron y acaso se perdieron muchas más  cosas que el destino de un país. Que el no menos heroico pueblo mexicano,  forjador pocas décadas antes de su propia revolución, en tantos sentidos  similar a la de España (a mi modesto entender sobre todo por su carácter  horizontal, de protagonismo colectivo, con dirigentes emanados por lo general  de abajo hacia arriba, y por lo general también de directa relación con sus  representados), haya sido además el único pueblo del mundo que siempre se  mantuvo leal a la España  leal, no dejó, no dejará nunca jamás de conmoverme. Como bien dijo René Char:  “En mi país, se dan las gracias.”