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        Por Carlos Henrickson
         
        El acto de publicar poesía posee una complejidad que quienes ya llevan  varias entregas acostumbran pasar por alto –y el pasar por alto problemáticas  inquietantes como ésta es uno de los signos de la madura estagnación del  creador en su persona, su carácter, su estilo. La conquista de éste  termina llevando en sí los rastros de esos fértiles enigmas, que aparecen de  cuando en cuando, como recuerdos de la niñez.
          
          Encarar de frente qué sucede con uno mismo al convertir los signos  escritos o las vibraciones del aire en algo que se ofrece a un  espectador/lector que está en va uno a saber qué más allá puede llevar a  la duda más desoladora sobre el mismo rol de sí mismo como creador -¿y quién ha  dicho que uno es capaz de crear? Me parece que el riesgo de caer en esta  duda como en un abismo es una de las fuerzas que hacen a Nimbo (Valparaíso:  Ed. Inubicalistas, 2010) de Valentina Osses un poemario desafiante, en el que  no se cede en ningún instante a la tentación de dar una solución –y menos entregar una al lector- a tales inquietudes fundamentales.
          
          La fuente de inquietud del poemario se refiere precisamente a ese nimbo,  tan sólo indicado en el título. Para dar pasos seguros dentro del poemario,  este signo de la presencia del más allá en una representación –usado  para emperadores y deidades- se debe leer en analogía al aura que Walter  Benjamin consideraba la seña de autenticidad, del empalme de la obra en  el ámbito de la tradición, su carácter original, su aquí y ahora (en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936). Es  esta señal la que Valentina se encarga de problematizar en su poética,  asumiendo que su creación está confinada a un más acá marcado por el  despojo de esa aura y la duda en la propia capacidad de creación  original:
        
          La imagen del objeto  tiene un solo uso;
            trasladar el  socavamiento del autor.
            Remover su origen a la  par de una temperatura melódica;
            así también la sangre,  nada nos inquieta.
        
        El hecho poético es relegado con esto a la esfera de los gestos,  espacio en que resulta imposible asumir cualidad trascendente alguna. Desde  esta perspectiva, la obra resulta determinada por la patología, desde el  instante en que el movimiento creador es una entrada en yo que reafirma  sin cesar una alienación radical del hablante –un descenso del ojo. Para  acceder a una posible comprensión de sí mismo, hay una entera dimensión  corporal que se resistirá a cualquier sublimación artística:
        
          El brillo del placer  hiere cada palabra,
          otros dicen que un  mismo orden de observación
                es un operar salvaje  que saca pedazos del cuerpo;
                los pedazos útiles.
        
        De hecho, esa  dimensión corporal ni siquiera puede acceder por completo a la unidad  metafísica que implicaría una conciencia. El hablante está como forzado a la  contemplación, estudio y manipulación de las partes que lo conforman en lo que  aparece como una débil cohesión, cuyo carácter mecánico no deja de acentuarse.
        
          Evidencia,  insinuación, reescritura, condensan el lugar donde se aglutina un quiebre,
            eligiendo los cuerpos  hacia dentro;
            las carencias, las  articulaciones gastadas,
            hinchados con brazos y  piernas encogidos.
        
        Los textos, entonces, entregados a su puro valor exhibitivo, parecen  entregarse a la tensión de escogerse como un objeto bello –que circularía como mercancía dentro de un sistema de circulación e intercambio- o una suerte de material  autojustificativo, de carácter patológico. En el primer caso, queda excluido  absolutamente de un posible mercado de objetos de arte: la sustancia de esta  mercancía es aire, su producción y circulación es gratuita. Esto implica que su  carácter místico de valor de cambio también cae destruido, sin  posibilidad de romper una cadena de producción que funciona en una  inercia circular. En vez del golpe de dados mallarmeano, la resistencia  del sujeto creador es un golpe de monedas, que termina asfixiando el  intercambio: la ausencia de aire (medio en el que aquél se podría dar)  enmudece a la voz. La condición inicial –física- de la relación entre creador y  receptor de poesía deja de existir: el epígrafe que abre Nimbo se revela  como programa fracasado, dada su propia desmitificación:
        
                    Toda posesión tiene  una figura de placer,
            incluso el aire,  mercancía en una mano,
            pertenece a ese  esquema dominante.
        
        Por otro lado, el texto puede ganar su validez dando cuenta de una  investigación del autor sobre sí mismo, no en cuanto creador, sino en cuanto  entidad física y psíquica. Toda relación consigo mismo se asume desde una  materialidad que excluye cualquier posibilidad de lejanía –consecuencia natural  del despojo de toda aura. Esta dimensión se vuelve al fin patológica,  ante la dolorosa conciencia de una absoluta imposibilidad. El ojo fuera de  su cavidad, el oído y su cavidad inflamada se hacen objetos tan  ajenos que resulta inevitable asumir a este sujeto creador como una anomalía  del texto poético, y la valoración del mundo como un acto artificial al que  esta conciencia extrema y sin lugar ya no puede aspirar:
        
          En definitiva, hemos vuelto al objeto cualquiera,
            generalizable, categoría flotante,
            una analogía, una sustitución, un cuerpo por otro.
            Contiene en su interior el mecanismo de metáforas,
            pero nadie sabrá de qué está hecho plenamente.
        
        Toda posibilidad de asumir este sujeto  creador como algo más que esa anomalía se ahoga ante un mundo que hace volver  todo registro a una indeterminación mecánica. El recuerdo ya no tiene dimensión  emocional, tan sólo se recibe pasivamente como un dolor y se hace presente como  un dato de registro del cual cualquier valoración sería absurda:
        
          Una diferencia más entre origen y estructura,
            una diferencia más entre grasa pura y costra vieja;
             y la diferencia entre esas dos diferencias lanza una  línea de fuego
            que prende de vez en cuando para mi desesperación.
        
        La percepción se hace, entonces, traumática en la misma medida en que  se vuelve inefable. Las referencias al fuego y la luz parecen apuntar a esta evidencia,  señal de una extrema alienación, pero muestra de la supervivencia del  contemplador, que se rescata a sí mismo en la medida en que ve:
        
          El sol refleja un acto  vacío.
          La advertencia de la luz,
                igual que los ojos hundidos.
        
        La extrema conciencia escritural de Valentina Oses llega a despojar de  estructura el poemario mismo. Asumido el carácter fragmentario de la plaquette,  esto no alcanza a constituir un defecto, poniendo un desafío patente a la  autora de desarrollar las intuiciones presentes en Nimbo en una unidad  mayor. Apuesta extrema que llega a instantes de legítima belleza expresiva, el  breve poemario llama a enfocar la atención a inquietudes que han estado  ausentes durante mucho tiempo del horizonte literario chileno. Un nuevo aporte  de Inubicalistas que, al menos en el caso del entorno de Valparaíso, confirma a  esta editorial como una de las iniciativas más importantes por su capacidad de  tomar riesgos en discursos poéticos que se escapan de nichos fáciles de  mercado.