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        Por Rodolfo Alonso
          Página 12. Martes, 26 de abril de 2011
              
          
          
        En  principio, me desilusionó.  Después de  tanta hipócrita bulla mediática, que aprovechó para clamar “¡censura!”  un leve desacuerdo inicial, rápida y limpiamente cicatrizado por la Presidenta  argentina, Mario Vargas Llosa habló al fin en la mal llamada Feria del Libro de  Buenos Aires (que debería ser en realidad Feria del Negocio del Libro). Y lo  hizo por supuesto sin limitación alguna, ante un público que dispuso no de una  sino de dos salas, todo el acto (que cerró un largo monólogo disfrazado de  entrevista) fue transmitido íntegro por televisión, los diarios y los medios  adictos lo arroparon como siempre, y hasta el nada complaciente “Página/12” le dedicó la tapa y un reportaje en sus tres primeras páginas.
          
          Su  acotada alocución, leída, no me resultó al cabo llamativa ni por el brillo  literario, ni por la novedad de los conceptos. La vulgata neoliberal fue  reiterada, como si el Consenso de Washington o la reaganomics no  hubieran estallado, tal como lo están ahora mismo padeciendo sus pueblos, en el  mismísimo Primer Mundo. Pero algo no cesa de sorprenderme: que se sigan  contrabandeando ideas opuestas bajo palabras que las contradicen. Hace ya mucho  tiempo que, como anunció George Orwell en su difundido “1984”, se  reiteran vocablos que significan exactamente lo contrario de aquello que se les  quiere hacer decir. Una de esas palabras, ya desde hace mucho trajinada es, por  ejemplo, “liberal” y su genérico, “liberalismo”.
          
          Sólo de manera burda, pero a la vez cínicamente  eficaz, se puede intentar aplicar esos rótulos a lo que, en carne propia, nos  tocó a los argentinos empezar a padecer bajo la siniestra dictadura del Proceso  –cuyo verdadero objetivo fue efectivamente comenzar a someter nuestra  economía-- para culminar en los posmodernos años noventa del menemismo:  desguazamiento del estado y la industria nacional, liquidación de los derechos  sociales y laborales, indefensión ante la rapacidad financiera y multinacional,  quebranto y miseria general, anulación de la entidad de ciudadano y de persona,  imposición de criterios de rentabilidad empresaria como único valor, incluso en  la salud y en la educación, haciendo tabla rasa de toda solidaridad, imponiendo  un vaciamiento ya no sólo económico sino ético y cultural, promoviendo un  individualismo tan egoísta que resulta suicida.
          
          Como  bien dijo un gran intelectual antifascista italiano, Elio Vittorini, “la  milenaria corriente liberal en la cual la revolución de clase de la burguesía  supo a su tiempo insertarse”, tiene raíces hondas y una larga historia de  enfrentamientos con el absolutismo monárquico y el totalitarismo religioso, que  pretendían ocupar y regir toda la escena cultural y social. Y se puso de  manifiesto, entre los siglos XVIII y XIX, con las grandes revoluciones europeas  y americanas, americanas y europeas, que dieron origen a las naciones modernas.
          
          Los derechos  civiles y los derechos humanos son el resultado de una larga epopeya, a la vez  siempre inconclusa. “Porque la libertad de expresión está en peligro siempre.  La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino  también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la  publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que  rigen la circulación de mercancías, es una forma de censura no menos nociva y  bárbara que la censura ideológica.”
          
          Quien  dijo esto fue alguien al cual los seudoliberales solían en apariencia rendir  culto, pero de quien se cuidaron bien de difundir esos conceptos: el mexicano  Octavio Paz. El mismo que, en reportaje de Jacques Julliard para “Le Nouvel  Observateur”, agregó: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización  de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la  democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del  autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y  democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la  idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a  todos los otros.”
          
          Es  decir, algo que ya sabían muy bien liberales como el nicaragüense Augusto César  Sandino, capaz de oponerse al imperialismo estadounidense. O como nuestro  Lisandro de la Torre, autodefinido como “liberal orgánico”, que pagó con la  vida su lucha contra la corrupción encarnada, entre otros, por los grandes  frigoríficos ingleses. O como el perpetuo disidente Bertrand Russell que,  siendo aristócrata, empezó como pacifista preso y terminó  presidiendo el Tribunal Internacional para  los Crímenes de Guerra en Vietnam.
          
          Liberales  como el italiano Randolfo Pacciardi, comandante del Batallón “Garibaldi”, que combatió en las Brigadas Internaciones defendiendo a la República española  y que, tras la liberación, fue el único Ministro de Guerra que convocó un  concurso de poesía. O como sus compatriotas, los hermanos Carlo y Nello  Rosselli, aquellos “socialistas liberales” asesinados por el fascismo. Como lo  fue el precoz Piero Gobetti, fundador del legendario periódico “La  Revolución Liberal” pero capaz de escribir en el de Gramsci. Y como el  lúcido pensador Norberto Bobbio, que preconizó toda su vida el reencuentro de  la revolución social con los valores liberales y, en plena vigencia de la  absurda profecía de Fukuyama, nos dejó su libro “Derecha e Izquierda”,  subtitulado “Razones y significados de una discusión política”.
          
          Liberales  como sin duda fue nuestro Presidente Arturo Illia, acaso una de las últimas  esperanzas de la democracia argentina antes de la hecatombe, a quien destituyó  un premonitorio golpe militar por enfrentarse a las multinacionales del  petróleo y los medicamentos, y no por su supuesta inercia. O como el socialista  Carlos Sánchez Viamonte, que llamó Liberalis a su revista. O como el  científico y humanista Mario Bunge, quien se proclamó “liberal de izquierda”.
          
   Me  parece injusto, y me parece equivocado, permitir que se siga encubriendo con  los dignos nombres de “liberalismo” y “liberal” lo que en realidad debería ser  denominado “neoliberal” o “neocon”. Porque no es casual (nada es  inocente en asuntos de lenguaje), que Norteamérica siga empleando el término  inglés “liberal”, acentuado fonéticamente en la “i”, con el significado de  “progresista”.
   
   Un liberal auténtico se enfrenta sí con  los poderes del Estado, cuando éste daña la libertad individual o cívica, pero  lo hace enfrentándose también, en defensa de los mismos derechos, contra  cualquier otro poder que se proponga amenazarlos: sea social, militar,  religioso, cultural o, en estos tiempos, primordialmente económico, Ningún liberal  que se precie puede defender, si quiere serlo, monopolios, oligopolios,  corporaciones y multinacionales, económicas o financieras, y peor aún si son  globalizadas, universalizadas, frente a las cuales el individuo no tenga el  simple derecho a decir “no”, ese derecho que es orgullo y garantía de cualquier  liberal.
   
   Desenmascarar a los seudoliberales de  esta época, que no se amilanaron en propiciar o ser funcionarios de dictaduras  sangrientas, como las de Videla y Pinochet por citar sólo las dolorosamente  cercanas, es precisamente la tarea de cualquier liberal. Porque no fue, claro,  Martínez de Hoz, con su discurso ultraliberal pero en realidad letal ministro  de Economía del Proceso militar en la Argentina, el primero que engrilló a  nuestro país con la maldita deuda externa, quien lo dijo, sino que se debe a  León Trotsky esta afirmación: “El liberalismo fue, en la historia de Occidente,  un poderoso movimiento contra las autoridades divinas y humanas, y con el ardor  de la lucha revolucionaria enriqueció a la vez la civilización material y la  espiritual.”
   
          Y  no fue por supuesto Domingo Cavallo, otro ministro argentino de Economía de  funesta memoria y largo recorrido, desde la dictadura a Menem y aún más allá,  hasta De la Rúa, siempre bajo el paraguas de un cacareado “liberalismo” que en  la práctica era exactamente su contrario, sino que fue el mismísimo y  reconocido padre fundador del imaginado “liberalismo económico”, nada menos que  Adam Smith, quien aclaró lo que es evidente pero tantos callan: “Ninguna sociedad  puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de los miembros es pobre  y desdichada.”
          
   Pero sí fueron de otro veterano  seudoliberal argentino, Mariano Grondona, en su columna del diario “La  Nación”, de Buenos Aires, el 29 de octubre de 2000, estas palabras que  delatan con absoluta nitidez a qué nos estamos refiriendo: “Tendremos que  resignarnos, por lo visto, a la idea de que la democracia contemporánea no es  íntegramente democrática, sino un sistema mixto entre dos elementos: el  voto formal y las encuestas; y un elemento oligárquico: el poder económico.”
   
   ¿Es ése un punto de vista “liberal”?,  me animaría a preguntarle a Mario Vargas Llosa, si confiara en su voluntad de  responderme. Pero quien lo hace sin duda, de antemano, es uno de los últimos  grandes humanistas europeos, un firme devoto de la mejor literatura: George  Steiner, para quien: “Hoy, la censura es el mercado.”