Más allá de las ruinas.
Escrituras.
Acercamiento a la obra de Eduardo Correa O.
Por Rodrigo Arroyo Castro
Antítesis nº5. Revista de poesía. Valparaíso, primavera 2009
Yo, artista, soy importante en el campo del arte; es preciso
que me exprese, llegado el caso es preciso que me comunique
con los demás. Eso es todo cuanto parece importar en el arte.
Y lo que le ha condenado a la ruina.
(Konrad Lorenz y Karl Popper)
Valparaíso es la representación de una ruina de origen y desenlace incierto. Así, ¿cuál es el valor de su condición de lugar? Digo esto, pensando en la administración de sentido de un territorio, por parte de una escritura –una obra– que Eduardo Correa presenta desde y hacia un lugar. Podríamos, como una primera y básica recepción, pensar en la representación de una representación, en una cartografía mítica sobre el puerto, o en una idea vaga y alucinada de lo que éste es. O bien, en un gesto romántico por dar con aquello que fue y no será. O, como diría Clément Rosset en su libro El objeto singular, “para algunos, la historia hegeliana se ha cumplido ya, de suerte que no queda más que aburrirse eternamente en un mundo que ha sobrevivido su acabamiento y en el cual no podría ya nada ocurrir”.
Hablar de la administración de sentido de una escritura dirigida hacia o desde un lugar/territorio (real o ficticio) es en cierta forma revelar, o dar cuenta de la realidad (el contexto) desde la cual nace una escritura. En otras palabras, ¿cómo nos hacemos cargo de una realidad, de una experiencia? La respuesta no aparece como un resultado en el poema –digamos– de forma explícita. Podemos dar con cierta experiencia a partir de la relación que nuestra capacidad de manejo de lenguaje tenga con esa experiencia. Lo que de modo precario algunos practican bajo el rótulo de poesía experiencial, saltándose la relación de una posible articulación de lenguaje con los hechos, arguyendo que basta para ello la relación del sujeto con su propia experiencia. “Este es un territorio de ecos y no de voces”, dice Eduardo Correa, quien anticipa en su libro Incendio de Valparaíso (Editorial La Cáfila, Valparaíso, 2003) una escena escritural. De hecho, según palabras del autor, este libro sería el primero de un marco escritural mayor contextualizado en Valparaíso. (Este marco incluye a Bar Paradise I y II, la novela La perla del barrio chino, y Fragmentos de la Babel. Fuera de esta línea escritural permanecen Márgenes de la princesa errante, Circus Baroque y La desmesura de la calma). En esta escena es el lenguaje el que se hace cargo de los hechos. Todo parece indicar un deseo con cierta influencia nerudiana: hacerse cargo de la historia en el poema, aunque sabemos de la distancia inconmensurable entre Neruda y Correa, principalmente en la forma de dar cuenta de esa historia. Más que hacerse cargo de ésta, Correa exhibe en su escritura el deseo de contar una que no está escrita, que es pura experiencia quizá, y que desde allí podamos entonces apreciar el lenguaje que esta obra nos ofrece.
Ahora, ¿cuál es la historia que desea contar Eduardo Correa? Antes de intentar una posible respuesta, es preciso saber qué ocurre con la ciudad, pues al preguntarse por el valor de la condición de lugar de Valparaíso es posible encontrar aspectos referidos sólo a su condición de territorio (localización, identidad, códigos), a la vez que es posible encontrar(se) un lugar ficticio. “El hablante se ubica en un/ lugar remoto, ficticio, abstracto,/ pensado como lugar del hallazgo”, dice el poema “Aclaración Primera”, Bar Paradise, I entrega. Este lugar ficticio permite el desenvolvimiento de la subjetividad, la imaginación y la fantasía onírica, acercando al autor a líneas escriturales que lindan con el expresionismo y el surrealismo, y comprendiendo a la vez que toda categorización no es más que una referencia vaga que jamás da cuenta de la escritura que persigue. Logra ésta –la escritura– un desarrollo mayor, más intenso, porque no funciona en base a oposiciones, como sí funciona una categorización respecto a otra.
Valparaíso es una ciudad puerto. La metáfora es entonces evidente: centro de traspasos, transferencia de mercancías. No es menor este dato en relación a la escritura de Correa, porque vemos en ella que las referencias que le atraviesan provienen de referentes teóricos que han sido puestos en circulación desde el campo de las artes visuales que, digamos, es desde donde se desenvolvía académicamente Correa. La referencia está ligada a la mercancía, al objeto. De este modo, la administración de sentido de un territorio por parte de una escritura equivale a decir administración de sentido de los objetos, mercancías (culturales) que configuran la identidad de, en este caso, una ciudad. En el poema “Veintitrés”, de Incendio de Valparaíso,Correa anticipa o explicita esto con un verso que no deja de resonar como un arte poética: “queríamos escribirlo todo para que nos entendieran más adelante”.
Entrando más en profundidad a la escritura, vemos que resalta el discurso marginal. De un modo sutil podemos notarlo en la aparición de un hablante femenino. Como diría Nelly Richard, esta marginalidad nace desde “una feminización de la escritura” que actúa en contraposición al discurso masculino/paternal.
Saliendo a la superficie otra vez, distinguimos la utilización de un lenguaje de tipo culterano, rico en metáforas que tienden a la sorpresa, a la complejidad sintáctica y la incorporación de la palabra culta. Estolo vincula, en la tradición chilena, a Diego Maquieira, en cuanto a la creación de imágenes y sensaciones que buscan una estética más allá de las reales, extremando las posibilidades del lenguaje. Utilizando, por ejemplo, un lenguaje cercano al castellano antiguo o español medieval; al tiempo que circulan nombres de distintas disciplinas y épocas y que van desde Jan van Eyck, pasando por Tristan Tzara, Derrida, Wittgenstein, Borges, Fassbinder, Hasse, por un lado, hasta llegar a figuras de la cultura pop como Hugo Boss, u Oleg Casssini por otro. Pero esto no es más que superficie, y es allí donde se queda Maquieria, siendo esta comparación entonces un llamado de atención a no quedarse con el texto poético en cuanto estética, forma, incluso en cuanto a palabra. Un vínculo no tan forzado como parece sería leer este uso culterano de Correa en relación a Leopoldo María Panero. Tal vez un punto interesante de esta relación sería ver cómo se da una continuidad o relación entre la escritura de Panero y Correa, y los autores que a ellos les interesan. Así, podríamos leer el poema “Condesa Morfina”, del libro Teoría (1973) de Panero, buscando el vínculo con la historia del escritor inglés Thomas de Quincey, así como podemos leer la Nueva Novela, desde el Incendio de Valparaíso.
Pero, volviendo al principio, ¿cuál es la historia que desea contar Eduardo Correa? Para responder, creo necesario establecer algunas preguntas que nos lleven no necesariamente a la respuesta sino a la posibilidad de ella. En primer lugar, ¿cómo contaría Correa esa historia, a partir de qué figura? El ocultamiento de la supuesta causa del origen (contar una historia) de esta escritura hace evidente que hay una figura a la cual proteger, porque necesita protección, o porque, de ser develada, desaparecería. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo permanece una figura entre las ruinas a la vez que su lenguaje va dislocándose producto de los hechos? ¿Qué ha ocurrido en la ciudad? “Silencios llueven sobre la mesa de trabajo y el objeto perdido continuará perdido hasta que alguien disponga del tiempo necesario para encontrarlo en la memoria” (“Cuatro”, de Incendio de Valparaíso). “Los perros traidores dejaron el cuerpo intacto. Mi cuerpo. Pasaron a mi lado como el viento y me encerré simplemente a leer” (“La noctámbula. (Topless 4am)”, de Fragmentos de la Babel). “He visto cosas que ni los humanos se imaginan”. (“Últimos Cantos de Balacera Recomendada”, de Incendio de Valparaíso). “Pero sabíamos también que Valparaíso era una metáfora y que toda metáfora era una suprema traición” (“Más santa es la que surge de este abismo entreabierto”, de Incendio de Valparaíso).
¿Qué significa todo esto, incluso aquello de contar una historia, qué tiene que ver la ciudad –Valparaíso– en todo esto?
Tomando distancia, y para partir por algo, es posible notar que el bar, enclavado en la ciudad, es un espacio de evasión donde el imaginario y la inconsciencia se hacen patente. Pero de un modo distinto, por ejemplo, a la relación que establecen los poetas láricos con el bar. En nombres como Teillier o Cárdenas, por dar algunos connotados ejemplos, el bar es un espacio de reunión, un espacio para la sociabilidad poética. Así, el bar “La Unión Chica” fue, como lo diría el poeta Aristóteles España, un “lugar de encuentro entre poetas en la década del ‘80” y que “hoy vive de los recuerdos de un tiempo que fue”. En la obra de Correa, en cambio, el bar se transforma en un espacio desde el cual nace una figura con características particulares, dada la escritura y el contexto que ella genera. Y ésta sería la respuesta de la pregunta planteada: la figura que atraviesa la escritura de Correa es la del testigo. Pero éste es un testigo que duda, interpelando la causa de su condición, utilizando constantemente al hablante como alguien que ejecuta la borradura. O no, más bien alguien que, contradiciendo su condición, no es un hablante sino alguien que parece callar, o dirigir el contenido de su habla hacia el silencio una vez que su voz se transforma en una constante mitificación y su dirección no sea sino un descentramiento o bien un ceder la iniciativa al lenguaje (Mallarmé), a las palabras, a la imagen. A la imagen de las ruinas, en la noche, en un bar de este puerto quizá.
A propósito de lo anterior, pienso en Blanchot, cuando dice en El libro por venir: “escribir sin <escritura>, llevar la literatura hasta ese punto de ausencia en el que desaparece, en el que no tenemos ya que temer sus secretos que son mentiras, ése es <el grado cero de la escritura> la neutralidad que busca, deliberadamente o sin saberlo cualquier escritor, y que conduce a algunos al silencio”.
A modo de una conclusión inacabada, podríamos decir que la escritura de Eduardo Correa, fijándonos particularmente en el bar y en la figura del testigo, es un intento de diálogo. Como diría el mismo autor a propósito de “Las tres coronas del marinero”, la película de Raúl Ruiz que, pese a ser filmada en Lisboa, pareciera mostrarnos Valparaíso: una conversación de curados. Un monólogo quizá, balbuceos, delirios y susurros a través de los cuales el autor da cuenta y no, de un país, una ciudad ultrajada, violentada, o más bien en constante guerra. Sabemos que estamos siempre en guerra (Primo Levi), y como testigos, nos sentimos atraídos porque toda esta experiencia, todos los sucesos, los incendios, no desembocan en un yo. El sujeto ha desaparecido, o quizá nunca pudo ser vislumbrado. El sujeto somos todos quizá, así entonces no hay sujeto, un territorio de ecos nada más: literatura.
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Bibliografía
Rosset Clément, El objeto singular, trad. Santiago Espinoza, Editorial Sexto Piso, México D.F., México, 2007.
Ravera Rosa –compiladora–, Estética y crítica. Los signos del arte, Editorial Eudeba, Buenos Aires, Argentina, 1998.
Blanchot, Maurice, El libro por venir, trad. Cristina de Peretti y Emilio Velasco, Editorial Trotta, Madrid, España, 2005.
García Canclini, Néstor, Las Culturas Híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2001.