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El Arca de los Noé

Por Rodolfo Alonso

 

El pintor Luis Felipe Noé y el escritor Noé Jitrik decidieron publicar un libro juntos: “En el nombre de Noé” (Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2009). Para la presentación, que se realizó en el Centro Cultural Recoleta, de la ciudad de Buenos Aires, ambos eligieron a dos amigos: el pintor Eduardo Stupía y el escritor Rodolfo Alonso. Este último, colaborador habitual de estas páginas, dijo lo siguiente:

Mi primera sensación fue el regocijo. Aunque los conozco desde mi primera juventud, y sé que ambos se han mantenido fieles a sus sueños iniciales, supongo que aún en estos tiempos de risotada fácil ha de seguir siendo llamativo que hombres curtidos en su oficio, cargados de experiencia y maestría, se hayan reunido a estas alturas para lo que en principio es un sano rasgo de humor: burlarse de sus nombres. O mejor del nombre de uno y el apellido del otro, que coinciden con un legendario personaje bíblico, Noé.

Pero eso fue sólo el despegue. Que un pintor de tan incontenible y desbordada expresividad como Luis Felipe Noé, lograra congeniar con la aguda y contenida discreción de un escritor como Noé Jitrik, y viceversa, le añadían sal al asunto. Y no olvidemos que sobre ambos sobrevolaba, desde niños, la imagen a la vez asombrosa y cotidiana de quien, como un nuevo Adán, dicen que con su Arca previsora salvó del diluvio a nuestro género. Lo cual no era poco lastre.

Porque ¿qué le debemos en realidad a Noé? Por supuesto que siga habiendo humanidad, y también tanta maravillosa variedad de otras especies. Pero sobre todo ese gran invento, el vino, sin el cual no hubiera existido Omar Kkayam ni poesía en la tierra. Le debemos la feliz fantasía de que alguien varias veces centenario pueda procrear. Aunque no todo es miel y rosas. Del vino y sus excesos le debemos también el incesto y, en consecuencia, tanto los fantasmas de Freud como de Sade. Y, junto con la ebriedad, la infame justificación de la trata de negros, esa increíble maldición (metáfora letal, maligna aún) lanzada sobre su propio hijo Cam, de bella piel oscura.

La cosa no era fácil, como ven. Pero creo que la felicidad del resultado se refleja cabalmente en la imagen final. Entresacando sus brazadas desde el nombre mismo de Noé, ambos tocayos se deslizan alegremente sobre el diluvio eterno de la banalidad y del mal gusto. Como prueba evidente de su fecunda madurez, de su madura juventud.

 

 

 

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