
        El profeta  insumiso:  
          William Blake
          (1757-1827)
        Por Rodolfo Alonso
        
        A dos siglos y medio de su nacimiento, y a  dieciocho décadas de su muerte, este año se cumplen no uno sino dos  aniversarios del más visionario y el más indeleble de los grandes románticos  ingleses. De esa singular personalidad artística y humana que fue William  Blake, nacido en Londres en 1757, supo decir nuestro Borges: “En el verano de  1827 murió cantando. Se detenía a ratos y explicaba ¡Esto no es mío, no es  mío! para dar a entender que lo inspiraban los invisibles ángeles”, y aun  por encima de la latente ironía y la memorable agudeza con que el autor de El  aleph sabía sugerir su criterio personal, así fuera a través de cuidadosos  silencios y omisiones, algo hay de cierto en tan bella leyenda. Pero no sólo  eso.
          
  Porque si a ese originalísimo poeta y grabador que fue el  autor de Las bodas del cielo y del infierno le cabe con justicia la  denominación de visionario, no es apenas en un único sentido. Como todo vocablo  humano ése también es polisémico, y si cabe reconocerle a Blake su confianza en  las visitas del otro mundo, no es menos honrado adjudicarle igualmente las  otras dimensiones de un visionario: soñador utópico, místico rebelde a todo  dogma y a toda jerarquía, poseído al unísono por la piedad y la belleza, hay  quien –como Diego Arenas-- lo considera asimismo de algún modo obrero y  revolucionario, no sólo porque se pasó prácticamente la vida entera trabajando  en su taller, sino porque un acontecimiento aún ahora tan conmovedor como la Revolución Francesa  de 1789 no dejó nunca de seducirlo y motivarlo, así fuera en las más  insospechadas direcciones. (Y si alguien se anima a dudar de ello, recordemos  que tal fue el título literal, La Revolución Francesa,  de un largo poema que Blake comenzó a escribir en 1790, y que nunca pasó del  primer libro.)
  
  No es casual, intuyo, que movimientos tan poco complacientes  con todos los poderes como fueron primero el romanticismo y luego el  surrealismo, en algún sentido emparentados, hayan procurado contar entre sus  filas con aquel que, en sus Proverbios del infierno, no sólo supo  afirmar lúcidamente que “Quien desea y no obra, engendra peste” sino también  que, como recuerda incluso Borges, “El camino del exceso conduce al palacio de  la sabiduría”. Personalidad tan apasionada como inquietante, saludablemente  contradictoria, y por lo tanto también esencialmente humana, la de William  Blake continúa cuestionándonos a fondo todavía hoy, cuando muchos de los  grandes hombres que lo rodearon parecen haber rodado acaso hacia el olvido.
  
  Fue en pleno 1789, cuando en París ardía la gran Revolución,  que Blake publica su segundo libro, esos Cantos de inocencia que el  propio autor ilustró con grabados no menos bellamente visionarios. Aunque sólo  en apariencia dedicados a los niños, comienza ya a asomar en ellos –sin  desmedro de su lírico candor, tal vez visceral-- su espléndida figura de  profeta y de insumiso. Allí relumbran, recordándonos a aquella otra alma  ejemplar que fue Dickens, quien también supo percibir en la niñez desvalida  (cuando no expoliada) las miserias de fondo que corroían a toda una sociedad en  apariencia exitosa, textos como El negrito, donde Blake azuza a la vez  al racismo y al indigno esclavismo de su época, y también El deshollinador,  esa otra y sintomática pequeña víctima que confiesa: “mi padre me vendió”. Así  logra alcanzar otro nivel, a la vez terrenal y metafísico, como en La imagen  divina, esa esperanza que William Blake tomó de las grandes esperanzas de  su tiempo pero también del legítimo cristianismo original: “Y deben todos amar  la forma humana / En judíos, turcos o paganos”. Nada menos que el gran sueño de  la fraternidad universal.