
        "Poemas Pendientes", de Rodolfo Alonso. Alción Editores, 2010 
        “La poesía simplemente me ocurre”
         Por Silvina Friera
          Página 12. Viernes,   30 de julio de 2010
        
        Una voz nítida e inconfundible. Una voz compañera que avanza   con hambre de frescura y curiosidad. La cabeza de Rodolfo Alonso –como su voz–   no se queda quieta ni un momento. No descansa. Nunca deja de pensar, siempre   tiene algo que decir, “siempre una última palabra”. Lo admite este poeta   “fabricante de encantos” en su libro Poemas pendientes (Alción), que se presenta   hoy a las 19 en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), con el “trío dinámico” de   Noé Jitrik, Jorge Monteleone y Pedro Aznar. Los poemas de Alonso producen   escalofríos en los huesos. Sus versos 
luminosos y elípticos hacen vibrar el   instante. Y tanto pasado, tanta palabra, tanto escombro. “Un día, mirando sin   haberlo visto el hueco entre el pulgar y el índice de mi mano derecha, yo me   visto latir”, se lee en “Consecuencias”. “Es decir, me he sorprendido vivo, he   visto la vida haciendo su trabajo, a mi cuerpo haciendo su trabajo, por su   cuenta, sin que yo tuviera nada que ver en todo eso.” Hay zarpazos   epifánicos–“Como luz en la luz/ suena el invierno, al sol”–; hay historia   quebrada –“Ni aquellos sueños que nos soñaban/ hoy se dejan soñar”–; hay muertos   que arden en la memoria, como Azucena Villaflor y Haroldo Conti.
        Los poemas están agrupados en dos secciones. En “Aparecidos” se anima por   primera vez a reunir los textos escritos entre 1957 y 1993, pero que por una u   otra razón no le parecieron del todo publicables, aunque, al mismo tiempo,   tampoco se dejaban eliminar, se resistían al silencio. “Algo en ellos se   mantenía vivo y, a la vez, acaso no fraguaba del todo”, dice el poeta. La   segunda sección, “Apariciones”, recoge poemas escritos después de su último   libro editado, El arte de callar (2003), hasta el año pasado.
        –El gran poeta brasileño Lêdo Ivo señala en el prólogo que “hay una   especie de despojamiento” en su poesía, “un lirismo de palabras desnudas”. ¿Cómo   llegó a ese despojamiento?
          – Nunca me “propuse” escribir un poema. La poesía simplemente me ocurre. Y me   ocurrió siendo todavía casi un niño, alrededor de los catorce años. Recuerdo que   era un día de lluvia –la lluvia siempre fue trascendente para mí– y hasta   recuerdo incluso cuáles eran esas primeras líneas, tan sólo tres ya, ya breves y   que decían, más o menos, así: “Largos cuchillos de acero / rasgan un paño   ceniza. / Lejos, el horizonte agoniza.” La propensión a concentrar las palabras,   la intuición de que eso incrementa su capacidad de irradiar, al parecer no eran   fruto de ningún proyecto previo sino, por el contrario, algo ya congénito en mí.   Dentro de mi trabajo eso puede comprobarse desde mi primer libro: Salud o nada   (1954), avanzando hasta alcanzar su culminación probablemente con Entre dientes   (1963). Pero también después, manteniendo su presencia, en forma intermitente   pero sostenida, hasta hoy mismo.
        – ¿A qué atribuye que los poemas de la primera parte hayan quedado   “como suspendidos en el tiempo y en el espacio”? ¿Por qué no los publicó hasta   ahora, por qué antes no podía “escucharlos y escucharte” y ahora   sí?
          – La única respuesta son algunas de las breves palabras de introducción: “Hay   verdades de poemas, y hasta hay poemas de verdad, para los cuales tenemos que   madurar, hasta que seamos capaces de que ellos maduren a su vez en nosotros. Son   inseguros, y también persistentes, como nosotros mismos”. ¿Por qué ahora sí? La   poesía me ocurre, insisto. Me encuentra. No responde a plan, proyecto o   pretensión. Por eso ambas secciones están cobijadas bajo el título Poemas   pendientes. Que en la misma ineludible ambigüedad, en la rica polisemia de toda   palabra humana, logra hacer resonar en mi ánimo tanto aquel lúcido aserto de   Paul Valéry de que un poema se abandona, no se concluye, como la idea de cuentas   que saldar.
        – Pensando en el poema “Aparte”, sobre todo en los versos “cuánto para   aprender (si hubiera tiempo)”, ¿a qué alude ese aprender? ¿Tiene que ver con el   despojamiento, las formas, la voz?
          – A mí también me gustaría saberlo. Y quizá por eso escribo. Porque no tengo   una respuesta. Lo que dice el poema no es siempre lo que originó el poema. Lo   que dice el poema no es solo lo que dice el poema.
        – En un poema corrige una elección del poeta que fue; cambia “heces de   la literatura” por “mierda de la literatura” en “Al pie de la letra”. ¿El poeta   que fue tenía pudor de la palabra “mierda”?
          – Algo de eso hubo. Y me causó mucha gracia sospechar que quizás había algo   más –incluso de humor negro– en la mera enumeración de una aparente fe de   erratas. También el pudor es histórico, me temo. Es decir, tiene sus épocas.   Como todo.
        – ¿A quién interpela en “Ocúpense de Arlt”?
          – Creo que a todo el mundo. A cualquiera que haya vivido o viva en esta   ciudad. Me avergonzaría imaginarme escribiendo sólo para colegas, exclusivamente   para supuestos “profesionales”. El lenguaje nunca tiene un único destinatario.   Tiene todos los que decidan serlo. Y tampoco tiene un único emisor. El lenguaje   tira de uno, como bien dijo el buen Pedro Salinas. Uno escribe y también es   escrito, al mismo tiempo.
        – Hay varios poemas que celebran la amistad como “A un resplandor”.   ¿Qué recuerda de Francisco Madariaga?
          – Apenas unos años mayor, nos mantuvimos siempre juntos desde mi adolescencia,   en aquellos años fecundos y veloces de las vanguardias del ’50. Como bien dijo,   al dedicarme un libro: “Aquel que un día fuimos los delfines”. El fue el más   joven de los surrealistas y yo lo fui de Poesía Buenos Aires. Aunque de Coco   Madariaga llevo recuerdos imborrables, que me alumbran por dentro, no creo que   ninguno de nosotros se sintiera profesor de nada. Y sí en cambio “pulpero   anárquico y arcaico, a la vez”, como se me definió en otra entrañable   dedicatoria.
        – A propósito de “Si, pero”, ¿qué hace Alonso con una cabeza que nunca   deja de pensar? ¿Es una ventaja al escribir o se vuelve en contra?
        – A mí me gustaría saberlo. Y me temo que no consigo ni creo que se pueda   tomar las palabras sólo literalmente. Así hable de corazón, o de cabeza. De   mente o sentimiento.
        –¿“Auschwitz, aún” se podría leer como una alternativa al planteo de   Adorno? Si no se puede escribir poesía, se puede aullar, como lo hace usted en   ese poema.
        –La ineludible entidad de los campos de concentración nazis, la aterradora   evidencia del Mal, fue para mi infancia una herida indeleble e incesante. Estimo   que sea seguro que, al menos a ese grado, es verdad imbatible lo que sentenció   cabalmente Theodor W. Adorno en la posguerra: “Después de Auschwitz, es cosa   bárbara intentar la poesía”. Y también es verdad que fue un sobreviviente, Paul   Celan, quien pudo escribir años después un poema tan tocante y estremecedor como   su “Fuga en muerte”. Pero es verdad, asimismo, que acabó suicidándose. ¿Aullar   no sería, entonces, lo de menos? El silencio no prevalecerá.
        – Parafraseando un verso de “Dones para donar”, “la lluvia es nuestro   templo”, ¿se podría decir que el instante es el templo de Alonso?
          – Desde siempre le huyo, le temo, desconfío de las grandes palabras. Como dijo   Heráclito, la retórica es el “arte de conducir a la matanza”. Creo que fue   Octavio Paz quien supo aludir al poema como “consagración del instante”. Algo de   eso ha de haber, pero no sólo eso. Esta sociedad de consumo que desde hace tanto   nos consume, esta sociedad del espectáculo, del show, este apabullante alud de   banalidad globalizada que quisiera acabar convirtiéndolo todo en mercancía,   comenzó hace ya siglos. Y acaso con algunas pocas palabras: “Time is gold, el   tiempo es oro”. Pero los seres humanos no usamos el tiempo, somos tiempo. El   tiempo es nuestra materia. Estamos hechos de tiempo, y por lo tanto de memoria.   Memoria individual y memoria colectiva. Memoria del detalle, de los pormenores y   de la especie, general, atávica. Entonces, como dijo Charles Baudelaire, la   poesía –a mi modesto entender experiencia de vida y de lenguaje– se hace   “negación de la iniquidad”. Nada más. Pero tampoco nada menos.