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Sonidos de tren

Por Raquel Abend van Dalen


 



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Las Navidades de mi infancia tuvieron un factor en común: los familiares que estaban presentes. Mi papá y su nueva esposa, mi hermana y mi mamá. A veces participaba mi abuela. Ahora me doy cuenta de que, probablemente, ella era quien aliviaba la tensión en la mesa de los adultos. Si venía mi abuela, entonces también venía su gata Condesa y eso entretenía a la nueva esposa de mi papá.

Lo que hacía de la Navidad una mañana predecible era que siempre recibía trenes. Por algún motivo me regalaban uno nuevo cada año. Bastó que lo pidiera en la primera lista que le hice a San Nicolás para que entonces todos hallaran la maravillosa comodidad de saber exactamente qué regalarme. Siempre venían de la misma juguetería. Algunos trenes se repetían, pero aquella coincidencia sólo les causaba gracia y entonces el gusto que tenían en común se volvía el tema de conversación por un rato. Nadie volvió a preguntarme qué quería de regalo y ya yo estaba demasiado acostumbrado a una sorpresa segura.

Mi hermana Lichi sí recibía una mínima variedad de regalos. La mayoría asociados con cosméticos para su muñeca, a quien había llamado Condesita, por petición de mi abuela. Nombre que le quedó justo, después de que Condesa le arrancara las tetas de goma. Eh, no importó. Así Lichi pudo sentirse más identificada. La pobre no se desarrolló hasta los dieciséis años. Se pensó que tenía un problema en los ovarios, luego descubrieron que se trataba del síntoma de una enfermedad psicológica de trastorno de género. Lo que sea que eso signifique.

Mi papá se dedicaba a observar a su nueva esposa Beatriz. Le gustaba mirarle las uñas de los pies, casi todas encarnadas, y siempre exhibidas en sandalias de tacón. Papá encendía su pipa cerca de la ventana y desde la esquina contemplaba los pies largos y huesudos de Beatriz. O como le gustaba llamarla mi madre: Beata. Qué mujer tan considerada. Eh, mi madre, claro. 

Aprendí a que sólo me interesaran los trenes. Así esperaba con ansias durante todo el año para recibir uno nuevo. Inventé un sistema con alambres para que los vagones estuvieran engarzados entre sí. Luego construí vías con rieles hechos de pitillos, plastilina y pega de silicón. Utilicé las tetas de goma de Condesita y agregué colinas al escenario alrededor del pino. Beatriz hacía un esfuerzo por mostrarse interesada en mis juegos, mientras mis padres aclaraban cuentas en la mesa del comedor y mi abuela recogía el papel de regalo del suelo. No tengo memoria de lo que hacía mi hermana. A Lichi le encantaba comer, así que pienso la cocina como un posible escenario para sus acciones. Llevo hablando mucho tiempo. ¿Quieres un vaso de agua?

— No, tranquilo. Cuéntame más sobre tus padres – cambió las piernas de posición. Tenía los muslos gruesos y morenos.
— ¿En Navidad? –pregunté sorprendido.
— Sí. ¿Qué tipo de cuentas sacaban?
— Bueno, cuentas económicas –al ver que realmente estaba mostrando interés, decidí ampliar la idea–. Mi papá me enviaba una mesada a la que mi madre llamaba “la canoa”, para que yo no entendiera de qué se trataba el sobre.
— ¿”La canoa”? –sonrió.
— Sí. Quizás tenía que ver con flujo de dinero. Qué sé yo –me encogí de hombros.
— Tiene sentido.
— Supongo – respondí. Luego hubo un silencio incómodo entre los dos.
— Bueno, ahora sí te acepto un vaso de agua.
— ¿Con hielo?
— No. Natural –se acomodó el cabello sobre el hombro izquierdo.

Me levanté del sofá y caminé hacia la cocina, mientras aplanaba las arrugas de mi suéter. El sol de medio día se colaba entre las cortinas de la sala, lo que hacía que los objetos demostraran su calidad melancólica con mayor facilidad. Siempre me había parecido una casa pequeña, pero esa luz agresiva de alguna forma expandía las dimensiones de las habitaciones. Y con ello la desolación de los payasos de porcelana sobre la mesa. Y las plantas que Rosalía regaba por las mañanas.

Me asomé y vi que la mujer estaba frente al Soto. Ahora sus muslos parecían más firmes. Estaban contenidos en una falda gris de ejecutiva, como carne anexa a un culo redondo y levantado. El cabello lo tenía suelto, hasta la cintura. Le llevé el vaso de agua y me preguntó por la obra de arte. Le expliqué que era un artista venezolano importante. Coloqué mis manos en sus hombros y la motivé a que caminara frente al cuadro, de un lado a otro, para que viera el efecto cinético. Ella pareció fascinada y me agarró la mano.

— Disculpa que hable tanto. No he tenido intimidad con una mujer desde que me divorcié.
— No te preocupes, vamos a tu ritmo – tomó la mitad del vaso de agua y lo dejó sobre la mesa de centro.
— ¿Quieres que me quite alguna prenda? – intentó llevar mi mano a sus tetas.
— Ya va. Déjame descolgar el teléfono. No quiero que nos interrumpan.

La mujer sonrió y se quitó los tacones. Tenía unas medias de nailon transparente. Me gustó que tuvieran huecos en ambos talones. Descolgué el teléfono de la casa y apagué mi celular. Le pedí a ella que hiciera lo mismo. A lo que me respondió que ya lo había puesto en modo silencio. Luego me disculpé y fui al baño a tomarme mis pastillas del medio día. Hice lo posible por no verme en el espejo. Cuando volví ya se había quitado la falda y la camisa. Estaba en ropa interior, de tela blanca y con encaje. Sus pezones oscuros se transparentaban a través del sostén. Me senté a su lado y le miré el escote. Ella sonrió y puso su mano sobre mi erección, masajeando suavemente.

— Mi mujer no sabía cómo tocarme. Nunca entendió lo que me gustaba.
— ¿Qué te gustaba? –se desabrochó el sostén y sus tetas saltaron, como dos balones llenos de aire. Permanecí en silencio–. ¿Te gusta esto?
— Mi mujer no sabía hacer eso.
— ¿Y esto?
— Tampoco.
— ¿Y así?
— Tampoco.

Me pidió que dejara mis manos sobre su cabeza mientras me chupaba. Yo trataba de no cerrar los ojos. Necesitaba verla arrodillada frente a mí, con el culo parado y abierto. Quería olerla entre las nalgas. El encaje blanco del hilo dental parecía a punto de romperse.

— ¿Cómo me dijiste que te llamara?
— Como tú quieras – dijo con mi huevo en su boca.
— ¿Puedo llamarte Rosalía?
— Mucho gusto, soy Rosalía –se limpió la barbilla y siguió chupando.
— ¿Puedo pedirte algo Rosalía?
— Lo que tú quieras.
— ¿Podemos ir a mi cuarto?

La ayudé a levantarse y la guié hacia mi habitación. Como no tenía ventanas, estaba completamente oscura. Le pedí que se acostara en la cama y puse el CD Efectos de sonido en el equipo. Terminé de quitarme la ropa antes de meterme bajo las sábanas. La tela estaba fría y suave. Y el cuerpo de Rosalía caliente y carnoso. Enterré mis dedos en su entrepierna y estaba empapada. Le pedí que cogiéramos de una vez. Tomé mi gorro de la mesa de noche y, justo a tiempo, comenzaron a sonar las locomotoras. Tracatracatracatá. Los vagones rozando los rieles. Tracatracatracatá. El tren pasando sobre un cambio de vías. Tracatracatracatá. El óxido. El pito. La carga. Tracatracatracatá.



 



 

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