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Dos cuentos
Raquel Abend van Dalen
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Raquel Abend van Dalen. Nacida en Caracas (1989). Poeta y narradora. Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Monteávila y Magíster en Escritura Creativa en Español por la New York University. Autora de los libros: Sobre las fábricas, ganador de la Mención Honorífica del XIII Concurso Transgenérico Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, (a ser publicadopróximamente en Nueva York, Sudaquia Editores); Andor (Caracas, Bid&Co. Editor, 2013) y Lengua Mundana (Bogotá, Común Presencia Editores, 2012). Así mismo ha sido ganadora de la Mención Honorífica del Concurso de Autores Inéditos (Monte Ávila Editores, 2012) y de la Mención Honorífica del III Premio Nacional Universitario de Literatura (Universidad Simón Bolívar, 2009). Textos suyos tanto narrativos como poéticos han sido publicados en medios periódicos nacionales e internacionales. Trabajó como reportera en el Diario Las Américas radicado en Miami. Administra el blog Expedientes M (http://expedientesmagenta.blogspot.com/) de entrevistas a escritores latinoamericanos.
Un vicio de por vida
Giacomo Scardanelli se dedicaba a comprar libros. No por coleccionista, sino para gastar sus ingresos siempre de la misma forma. Así la vida era más sencilla. No tenía que pensar en comida, ropa y otras nimiedades. Su casa tenía lo indispensable, así la encontró cuando se mudó. Compraba libros, los apilaba cada mes, uno sobre el otro, hasta acabar el sueldo. Al principio los compraba baratos; después se dio cuenta de que mientras más caros fueran, menos tendría que conseguir y menos tiempo pasaría agrupándolos. Luego, cada diciembre, los donaba a una biblioteca pública para que su casa quedara vacía y pudiera seguir llenándola año tras año.
Los libros siempre llegaban a su puerta: los compraba por Internet. Aterrizaban silenciosos en la alfombra que doña Scardanelli le había regalado. Ella imaginó que los libros tendrían que ser bien recibidos desde el comienzo. De esa forma las historias no la atormentarían. La alfombra era blanca y tenía un rectángulo negro en el centro, más o menos grande, para que el repartidor que trajera al libro supiera exactamente dónde dejarlo. No había que ser muy perceptivo para entender aquella instrucción implícita en la figura geométrica. Los repartidores se sentían irremediablemente atraídos hacia el rectángulo negro de líneas y ángulos perfectos. Y ninguno se atrevía a romper ese sentido de perfección que estaba frente a ellos. Sin darse cuenta, o quizás algunos muy conscientes (por qué no), deslizaban el paquete y luego lo ajustaban en el centro del rectángulo. Así podían sentirse satisfechos, bajar por el ascensor y seguir con sus vidas.
Doña Scardanelli, por su lado, estaba destinada a recolectar las cajas de cartón donde llegaban envueltos los libros. Con ellas tejía sus ropas, cocinaba tres veces al día e incluso cambiaba las sábanas de la cama una vez a la semana. Ninguna caja se desperdiciaba. Incluso con ellas armaba las fachadas de su casa, logrando que siempre aparentara verse moderna de acuerdo a la época. Así aparecieron en la portada de revistas sobre diseño, decoración y arquitectura.
Los métodos para recibir los libros fueron cambiando, pero invariablemente siempre aparecían en el rectángulo negro de su alfombra, frente a la puerta de la casa. Así pasó el tiempo en casa de los Scardanelli, hasta que Giacomo cumplió ochenta años y decidió jubilarse. No es que faltara el dinero –todavía recibía una pensión–, sino que ya no tenía brazos fuertes para cargar los libros. La construcción era tan difícil como la destrucción. Tan pesada y polvorienta. El diciembre de ese año Giacomo no regaló sus libros. Se montó en su escalera rodante y escogió el que estaba en la punta de una torre. Su esposa presenció aquel momento en el que su marido leyó por primera vez las páginas de su colección.
Sin testigo
La oración me atraviesa la boca. Desde que comenzó la misa no he dejado de someterme a juicios y de someter a los demás a otro tipo de juicios. Y quién dice que el resto no hace lo mismo. Ahora creo que soy una mujer agnóstica que no puede pasar los domingos sin escapar de su casa para ir a misa. El servicio salva el final de su semana. Ella se salva cuatro veces al mes y no puede resistirse al milagro. Los vitrales nunca son los mismos. La vez pasada por fin entendió que se trataba de la creación del mundo. Pero esta mañana no puede evitar pensar que no hay estrellas, cuerpos desnudos, ni frutos sagrados. No hay tiempo en los vitrales, tampoco la oscuridad primaria de donde todo explotó. Su madre le ha dicho several times (varias, diversas, pero prefiero severamente) que sólo vea los colores de la luz, que no busque explicación en lo que ilustra la ventana. Entonces hace caso, porque está en misa, y se entrega a la bendición del color y de la discordia. Reza fuertemente sin mover la lengua. Sus manos aparentemente se estrujan entre sí, conteniendo el corazón ajeno entre las palmas. Así un líquido se le va derramando por las muñecas, se desliza a lo largo de los brazos para empozarse en los codos. Se baña de resurrección cuando el cura da permiso y así mismo escucha que les es concedido el milagro de la paz. Se voltea la familia del banco frente a mí. Pienso que no me siento tranquila, que aún no me ha tocado la serenidad y ya tengo que agarrarle la mano a un extraño. Cómo les explico que no puedo tocarlos porque me suda el cuerpo y no podré limpiarme las manos antes y después de que me deseen el bien. Qué culpa siento: el cura me desea la paz y yo no puedo recibirla ni transmitírsela a los otros. Me acuso por ser pieza inútil en la sociedad. Sólo puedo ver sus nucas, sus cabezas de formas aztecas, cuyos cortes de pelo son cúbicos y sin estilo. Decido entregarme a los brazos de mi madre y ahí me quedo, segura, tratando de absorber la paz que ella tenga en su cuerpo. Paz de madre y de cuna. Una tranquilidad color tierra que se respira como si fuera vapor. Ahí me quedo con los ojos cerrados, pretendiendo que me alimenta con su pecho. Porque de una bebé nada se espera. Jesús no es testigo.