Ahora que su lamentable desaparición física ha provocado tantos y tantos comentarios (más que merecidos en su caso), quisiera hacer notar algo que ha pasado desapercibido. Cuando lo conocí, él era el actor preferido de Leopoldo Torre Nilsson, de muchas de cuyas principales películas fue protagonista.
Y algo más no ha sido recordado, esta vez probablemente con razón. Uno de sus primeros títulos como director, a cuyo preestreno me hizo el honor de invitarme, no muy bien recibido entonces por la crítica y los dueños de salas, fue en cambio tan conmovedor para mí que me llevó a escribir un texto: “El canto del cine”, que él llegó a ver, y que recién en 1967 se publicó en el diario La Capital, de Rosario. Decía así, y es importante al leerla ubicarse en la época:
“Cuando las luces se encendieron sobre el rastro del satélite que, cruzando melancólico el cielo de la pantalla, pone punto final a uno de los filmes más líricos y auténticos del (ahora sí) nuevo cine argentino, esa sensación de exaltada ansiedad por comunicarse que suele dejarme el descubrimiento de una obra de arte original, se unió a la duda de que el cabizbajo y nervioso director Leonardo Favio, parado a nuestra espalda durante aquella exhibición privada –realizada hace ya casi dos años– de su Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y algunas pocas cosas más, quizás iba a creer que mis expresiones de entusiasmo eran sólo de compromiso. (Por suerte, quizás ahora que va a leerlas escritas, llegue a creerme.)
”Y quiero escribir sobre el Romance..., no sólo por lo injusto del recibimiento con que cierta crítica (pienso en la de La Prensa, específicamente) y ciertos exhibidores –el de su sala de estreno en Buenos Aires– quisieron disminuirlo o silenciarlo. Ni porque aquel movimiento valiente, intuitivo y desordenado que se dio en llamar ‘nuevo cine argentino’, y con cuyos orígenes algo tuve que ver, haya logrado recién ahora (mi homenaje, al pasar, para Alias Gardelito, de Lautaro Murúa), cuando parecía –y quizás esté, por desgracia– definitivamente sepultado, una obra maestra (así, con todas las letras). Sino también, y sobre todo, por lo que este maduro film del talentoso y sensible creador que nos ha resultado este Leonardo Favio, tiene que ver con la poesía.
”No conozco otro en todo el cine argentino –y no muchos en el extranjero– que alcancen un lirismo tan hondo, tan evidente, tan legítimo, tan conmovedor. Visión auténtica del manoseado cuando no olvidado interior del país, sin folklorismos recargados y facilones, con acción, lenguaje y clima, con personajes logrados y tocantes, gozando de un buen guión (el cuento original es de Zuhair Jury, hermano de Favio) y una maravillosa fotografía (consagración de Juan José Stagnaro), donde descuellan el descubrimiento –antes que la TV– del expresivo Federico Luppi, la madurez de María Vaner y una Elsa Daniel desconocida. Todo ello dentro de una brillante y emotiva dirección general. (Lo que no quiere decir nada si no se comprende que, aquí, la de ‘director’ no es una denominación más o menos técnica, sino el sinónimo de creador.) Porque todo, todo el film está embebido de la sensibilidad e inteligencia fluidas de Leonardo Favio. Es realmente, y pese –o gracias, claro– a la excelente calidad de todos sus colaboradores, un verdadero ‘film de autor’.
”Ahora que en Buenos Aires alguna sala se larga a volver a darlo, y que seguramente comienza a llegar a los cines del interior, ese interior que evoca tan dignamente, pensé que debía escribir estas líneas –anticipando el éxito y la resonancia que tarde o temprano, indefectiblemente, tendrá– como un llamado de atención para el espectador atento y como un fraternal y agradecido homenaje a Leonardo Favio y a todo su equipo”.
Así saludaba yo entonces, en 1967, cuando su extraordinario Romance del Aniceto y la Francisca... aún no había sido debidamente valorado, a Leonardo Favio. No veo por qué, ni tampoco siento, que deba despedirlo ahora con otras palabras.
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Por Rodolfo Alonso
Página 12. Miércoles, 7 de noviembre de 2012