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        Presencia de Rubén Darío
          (1916-2016)
        Por  Rodolfo Alonso *
         
        
          
          
        
          
        
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          El  impar nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento nació en Metapa en 1867 y  falleció también allí, en la misma ciudad de su niñez, en 1916, casi por  casualidad, de paso durante uno de sus incontables viajes. Para una vida que  conoció los halagos y también los hastíos del éxito inclusive mundano, no es  una mala parábola (en cierto modo griega, clásica) la de regresar para morir a  la misma provinciana ciudad en que se vio la luz.
           Rubén Darío llegó  a convertirse en el primer poeta latinoamericano de fuste digamos profesional,  ya sea por la madurez y el dominio alcanzado con su instrumento y en su  oficio, como por la envergadura socio-cultural que también le cupo asumir.  Ese rol de hombre público, al que sólo un Neruda accedería después, y  que parece haber sido borrado para los poetas del escenario de la vida actual.
           Pero también  fue el impulsor —tal vez en forma inconsciente—, y muy probablemente la máxima  voz de un movimiento literario que, nacido en América, y a consecuencia  precisamente de su influjo, llegó a alcanzar merecida dimensión extracontinental,  imponiéndose incluso en España. El modernismo hispanoamericano (que no se debe  confundir con su feliz antípoda, el modernismo brasileño de 1922) dio voces  tan límpidas y logradas como las de José Asunción Silva y José Martí, pero  también llegó —en sus extremos— a degenerar lo que en Darío era un  descubrimiento hasta convertirlo en una letal retórica. Y fue otro latinoamericano,  el mexicano Enrique González Martínez, quien vino a recomendar: “Tuércele el  cuello al cisne / de engañoso plumaje”, significando así el momento de giro  para esa tendencia con una metáfora bien explícita que, no por casualidad,  alude justamente a uno de los animales totémicos de Darío.
           Esta porción  del significado cultural de la obra de Rubén, ligada con las deletéreas  consecuencias que, para algunos críticos (con los cuales, modestamente, en gran  medida coincido), tuvo la resultante retórica modernista sobre buena parte de  la poesía hispanoamericana, nos plantea sin embargo el acuciante desafío de  un nuevo esfuerzo de interpretación. Que consiste en imaginarnos cómo era esa  misma poesía hispanoamericana antes de la aparición de Rubén Darío, y  cuáles fueron entonces, cronológicamente, las evidentes consecuencias positivas  de su aparición. Para ello resulta imprescindible volver a su obra, pero  también con ojos nuevos: no son lo mismo las princesas y los cisnes apelados  por primera vez, convertidos por primera vez entre nosotros en símbolos y en  mitos, que sus derivaciones retóricas posteriores.
           Me gustaría  entonces intentar esa experiencia: una lectura no prejuiciosa, primitiva digamos,  de unos textos que hoy continúan como abrumados por toda clase de referencias  ajenas, exteriores, cuando no por incontables alusiones y adyacencias, que  abarcan desde recitadoras o académicos a panegiristas y hagiógrafos de toda  laya. Y el resultado no sería decepcionante: el lirismo acuñado por Darío no  es sólo de buena ley, sino también de primera agua. (En lo personal, siempre  me resultaron indelebles las cuartetas finales de su poema a Francisca Sánchez,  uno de los momentos más hondos y tocantes de Rubén.)
           Si uno se lo imagina desde un primer momento,  ante la selva virgen de esa poesía hispanoamericana que estaba por nacer, por  cuajar con su palabra, no cabe sino asombrarse de su vitalidad, su donaire, su  timbre, su riqueza. Porque si esas mismas virtudes arrastran “un trémolo de  liras eolias”, “las bocinas a los tritones gratas” o “los carrillos de Eolo  desinflados” que, inevitablemente, se volverían en su contra, como individuo y  como movimiento, también allí refulgen, aquí y allá, hallazgos de altísimo  poder, de incesante y lograda belleza: “¡Himnos! Las cosas tienen un ser  vital; las cosas / tienen raros aspectos, miradas misteriosas; / toda forma es  un gesto, una cifra, un enigma; / en cada átomo existe un incógnito estigma; /  cada hoja de cada árbol canta un propio cantar / y hay un algo en cada una de  las gotas del mar...”.
          * Poeta, traductor,  ensayista.