LESPUGUE
              por  Robert Ganzo
              Último  paso o final fuego,
                a  todo signo el caos lo borra.
                Vientos  colmados de frío azul
                entre  mandíbulas de hielo.
                A  la sombra de tu dormir,
                entre  las nieves y las piedras,
                un  primer sueño nace, igual,
                a  hielo que quema tus párpados.
              ¿Tu  aliento, cual un agua se alza
                hacia  qué río incierto aún?
                Abre  tus ojos tras el sueño;
                ya  llega el alba y cesa el cielo.
                ¿Aquí  es? Saqueos, hambres, sed,
                tumultos:  dejar que nos lleven.
                Tus  manos solas, como cajas,
                guardan  el resto de las noches.
              Como  los dientes de un mordisco,
                alzándote  cuando me alzaba,
                tú  me seguías, fiel esclava,
                y  quizás también te seguía,
                esclavo  sin terror, yo mismo.
                Así,  indiferentes, sombríos,
                en  celo, dos signos errantes
                bajo  lo hostil de un cielo pálido.
              Bosques  inmóviles sin polvo;
                negros  lagos que nada holló;
                rutas  de sangre; hitos de piedra:
                gusto  a rebaño resignado
                que  dócil va. Todo se borra.
                detrás  del sueño abre tus ojos;
                tu  cuerpo es cálido y friolento;
                mis  ojos de animal cansado.
              El  día. Mira. Una colina
                derrama  hasta nosotros pájaros,
                floridos  árboles y aguas
                en  verde hierba que se inclina.
                Mujer,  tú en fin –carne besada—
                como  tú tensa, arco de éxtasis,
                revelas  súbita tu gracia,
                tus  manos ebrias de rocío.
              Tus  ojos sabios en paisajes
                yo  los aprendo esta mañana
                incólume  a través de eras
                y  alcanzados para siempre.
                Ya  las palabras, de luz hechas,
                en  nuestro fondo se preparan:
                y  yo separo tus rodillas,
                temblando  de inicial ternura.
              ¿Dónde  terminas? Te he dejado
                en  el calor de nuestro abrigo;
                pero  andas tú en mi pensar,
                te  me adelantas, como un grito.
                Lobos  no tienen tal clamor
                cuando  se abate aquel que muere;
                y  en los vientos no está el rumor
                que  voy llevando como ofrenda.
              Yo  te dejo y me acompañas
                a  las penumbras de esos bosques,
                a  esos barrancos, a esas cimas
                donde  las nubes se desgarran;
                y  en mis manos, cuando bebo,
                lo  que yo veo es tu rostro,
                el  primer rostro entre todos
                abierto  por primera vez.
              La  sombra sube y te me roban.
                A  tus confines perseguida,
                te  duermes. Y yo, vigilante,
                escucho  el pájaro rozándote,
                las  fuentes, tu rumor de vida
                venido  de lejano albergue,
                y  el gris follaje que agita
                un  lento aliento harto de voces.
              ¿Dónde  terminas, si reencuentro
                tus  brazos que esperan, tus fiebres,
                y  el misterio que hay en tus labios
                como  ese fuego criador?
                Sonríes  cerca de ese reino
                donde  va tu mirada aguda;
                y  tu fuerza, como un torrente,
                brota  de tu vientre que sangra.
              Si  mi furor preso al racimo
                de  tu cuerpo tranquilo y fuerte
                grita  y se mezcla con tu sangre,
                tu  rostro lejos se me escapa.
                Tu  carne inmensa que yo estrecho
                reía  y lloraba en mi médula,
                y  encuentro, al fondo de tus órganos,
                el  caer sin fin de una estrella.
              ¿Dónde  terminas? Tiembla el mundo;
                y,  en el fragor de las montañas,
                renaces  ya de los limones,
                serpiente  roja en el tobillo;
                ¿mujer,  todo en vuelo y curvas
                y  entibiados resultados,
                nácar  y luz, carbón y sombras
                de  qué hundimientos producidos?
              Vals  que el estío ceba en savia,
                veo  tus senos dilatarse
                y  hasta tu vientre estremecerse
                cual  suelo cálido que se alza.
                Tú  me apaciguas si me asombro
                de  esos poderes que detentas
                y  sé, mujer, que tuyos son
                rojos  milagros del otoño.
              Canta  tu voz largos pasajes
                de  nuestros hermanos juntos
                en  horizontes, sus mensajes
                al  tronco de álamos se anudan;
                osarios  negros de días tórridos,
                las  hambres, la sed, insaciables,
                y  el suelto reír de las arenas
                desgarrador  de vacíos pechos;
              las  zarpas, marca de los dientes,
                llamas  temblando en la noche
                de  las llanuras infinitas,
                la  seca espera de las momias,
                blanco  desdén duro de huesos,
                orden  que acuña una piel muerta
                rodando  en alas de los ecos,
                todo  lo que esta tierra lleva.
              Canta  también que te merezco
                con  mis ojos, mis confusiones,
                tus  dedos de ocre en las paredes
                de  la roca en que huyó tu voz.
                El  silencio te ha desvestido,
                ---camino  abierto a un solo gesto—
                y  mi maravillado orgullo
                rodea  a una mujer desnudada.
              Primera  y bravía quietud
                donde  yo bebo tus temblores
                por  conocer el sabor rudo
                de  los mares y de las selvas
                que  a ti te han hecho, provisoria,
                caricia  de ala, isla de carne,
                mi  compañera, que yo mezclo
                al  día continuo del marfil.
              Tu  torso se arquea lentamente
                y  tu destino se cumplió.
                Estarás  en las luces de ámbar
                de  nuestro asilo amortajado,
                viva  después de nuestro polvo
                como  una presencia encerrada,
                cuando  rindamos nuestras partes
                de  brisa, de onda y de humareda.
              . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. (Traducción de Rodolfo Alonso)