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Rodolfo Alonso: “La generosidad abierta y la amistad franca que me dispensó Raúl Gustavo Aguirre,
fueron fundamentales para mí”

Entrevista realizada por Rolando Revagliatti



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Rodolfo Alonso nació el 4 de octubre de 1934 en la ciudad de Buenos Aires, la Argentina, y reside en Olivos, provincia de Buenos Aires. Publicó más de veinte poemarios: “Salud o nada”, “El músico en la máquina”, “El jardín de aclimatación”, “Gran Bebé”, “Entre dientes”, “Hablar claro” (Premio Fondo Nacional de las Artes), “Hago el amor” (con prólogo de Carlos Drummond de Andrade), “Guitarrón”, “Música concreta” (Segundo Premio Nacional de Poesía), “El arte de callar” (Premio Festival Internacional de Poesía de Medellín, Colombia), “Poemas pendientes” (con prólogo de Lêdo Ivo, Alción Editora, Córdoba, Argentina, en 2012, y Universidad Veracruzana, Xalapa, México, en 2013), “En el aura de Saer”, “A flor de labios”… Éstos son los títulos de algunas de las antologías de su obra poética: “Poemas escogidos” (con prólogos de Milton de Lima Sousa y Daniel Samoilovich, en España, 1992, Segundo Premio Regional de Literatura), “Antología poética” (Fondo Nacional de las Artes, 1996), “Poesía junta” (con prólogo de Juan Gelman, en Cuba, 2009). Y han sido (o están siendo) editados en otros idiomas los volúmenes “Elle, soudain” (con prólogo y traducción de Fernand Verhesen, en colaboración con Roger Munier y Jean A. Mozoyer, en Francia, 1999), “Antologia pessoal” (bilingüe, con traducciones de José Augusto Seabra, Anderson Braga Horta y José Jeronymo Rivera, en Brasil, 2003), “Il rumore del mondo” (bilingüe, con selección y traducción de Sara Pagnini y prólogo de Juan Gelman, en Italia, 2009), “Cheiro de choiva” (en idioma gallego, en España, en prensa), “L’art de se taire” (con traducción de Bernardo Schiavetta, en Francia, en prensa), “The art of keeping quiet” (con selección y traducción de Katherine Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez, en Inglaterra, en prensa), “Entre les dents” (con traducción de Jacques Ancet, prólogo de Juan Gelman, Francia, en preparación), etc. En el género ensayo destacamos “Poesía: lengua viva” (1982, Mención Especial en el Premio Nacional de Ensayo), “No hay escritor inocente” (1985, Segundo Premio Municipal de Ensayo, y otras distinciones), “La voz sin amo” (con prólogo de Héctor Tizón, 2006, Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires). Dos son sus libros de narrativa: “El fondo del asunto” (1989) y “Tango del gallego hijo” (España, 1995). Tradujo del francés, italiano, portugués y gallego a muchos destacados autores. Le concedieron, entre otros, el Premio Nacional de Poesía, la Orden “Alejo Zuloaga” de la Universidad de Carabobo (Venezuela), el Premio Konex de Poesía, las Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras, el Premio “Rosa de Cobre” de la Biblioteca Nacional.

Sos el primer hijo de inmigrantes gallegos nacido en nuestro país. Y en una oportunidad declaraste: “Ni mi infancia ni mi adolescencia fueron agradables, sino más bien lo contrario.” En varias ocasiones hiciste referencia a tu timidez. ¿Te retrotraerías para nosotros y nos describirías el clima familiar y su composición y cómo te defendiste de los factores agobiantes y el clima social de aquella época?
— Toda memoria es precisa e injusta, a la vez. ¿Recordamos o somos recordados, acaso, por ese mismo recordar? Como hijo mayor de inmigrantes gallegos, ambos de linaje campesino, a mí me tocó enfrentar solo, por mi cuenta, sin apoyo de nadie, a la inmensa Babel que era entonces Buenos Aires. La fui descubriendo a tropezones, y la recuerdo por fragmentos. El asombro de la primera lluvia, del primer granizo, el asombro de los primeros libros (descubiertos en librerías de lance), el primer Arlt, el primer Vallejo, ¡el primer Macedonio! Y el tango, el tranvía, la radio, el cine. Y el lenguaje popular, coloquial. Y los matices extranjeros. ¡La canción! Sólo mucho después percibí que mi infancia fue bilingüe, lo que trae consecuencias. Y a la vez como dos infancias simultáneas: la metrópoli que me tocaba descubrir, y la memoria de la aldea de montaña y la pequeña ciudad junto al mar de que aún hablaban entonces mis padres.

¿Cómo fue cursar tu bachillerato más o menos entre 1947 y 1951 en el prestigioso y exigente Colegio Nacional de Buenos Aires?
— No por su culpa, claro, mi padre llegó aquí sólo con segundo grado de la primaria. Y aquí la terminó, por voluntad propia, en horario nocturno. Pero venía con sus libros. Y a algunos, como “Don Quijote de la Mancha” o nuestro “Juan Moreira”, los había interiorizado de tal manera, los había hecho carne de tal modo, que sus relatos de ello eran tan vívidos como para contagiarle a uno su sensación de haberlos visto, actuantes, palpables. Fue mi padre el que eligió el Colegio Nacional de Buenos Aires. Por mi parte, siempre tuve (y tengo) terror a los exámenes, a la idea misma de examen. Y no sé cómo logré atravesar, no sólo la primaria sino todo el bachillerato (que incluía seis años de latín), sin habérmelo propuesto y sin que pudiera aún hoy explicar cómo lo hice, sin rendir ningún examen por mis buenas notas y alcanzando incluso galardones. ¿Puede el miedo empujarnos a tanto? ¿Quién era yo, quién era ese que hacía (si es que se puede decir hacía) todo eso? Todavía me lo pregunto. Como era previsible, frente a la primera mesa de examen para la carrera de Arquitectura, en la UBA, me di vuelta y me fui, para ya no volver. En Filosofía y Letras fue peor: sólo logré asistir a una clase de Raúl Castagnino sobre “El discípulo”, de Ralph Waldo Emerson.

Durante seis años dirigiste en tu juventud un par de revistas de gran tirada. ¿Cómo te recordás por entonces, asumiendo esas responsabilidades?
A mitad de ese bachillerato, no sé bien cómo me animé, la noche antes de cumplir mis 17 años, me advierto convertido en el más joven de una revista de vanguardia: “poesía buenos aires”. Y ya un poco desde antes, pero sobre todo desde allí, comienzan a sucederse acciones tan espontáneas e inesperadas como simultáneas, en muy poco tiempo y a la vez. Me descubro escribiendo y publicando poemas, traduciendo de varios idiomas, amigo de pintores, músicos, escultores, arquitectos, cineastas, y otros artistas e intelectuales decididamente modernos, participando en el recién creado Departamento de Cultura de la Universidad de Buenos Aires (donde todo eso se multiplica y se potencia), haciendo cine, radio, ediciones, y un paso fugaz -y definitivo- por la redacción publicitaria, con la que nunca me involucré. Y de la que me salvó para siempre contestar un aviso de trabajo, así, sin antecedente alguno en periodismo, sólo por mi curriculum literario y principalmente por mis varios idiomas: me transformo en el subdirector (a cargo de la dirección, acéfala) de la exitosa revista “Claudia” de la editorial Abril. A la que casi convertí en una revista de arte y de literatura, lo que también acontecería con la segunda dirección, encomendada por la editorial Atlántida, de su flamante revista “Karina”.

Tendrías treinta y tres años cuando lanzaste el sello Rodolfo Alonso Editor, hasta el año -1976- en el que se produjo el último golpe cívico-militar en estas orillas. Y de inmediato o casi de inmediato proseguís con el sello Editorial Rodolfo Alonso, hasta 1988.
Al mismo tiempo que iba ocurriendo lo anterior, a los veintitrés o veinticuatro años, creí haber formado una familia. Habiendo concluido por decisión de la empresa la etapa de “Karina”, me encontré ante una doble situación: la necesidad de mantener a los míos, y mi experiencia más bien ligada con el arte y la poesía. Siempre estuve entre libros, ya desde niño, y como persistía el extra de seis meses por el despido como periodista, pensé en hacerme editor. Para lo cual sólo se me ocurrió ir visitando, y a veces consultando, a todos los integrantes de la cadena: imprentas, linotipias, papeleras, encuadernación, distribuidoras, librerías. Lo mío nunca fue una empresa propiamente dicha, sino más bien una actividad de artesano, individual y múltiple, casi sin empleados. El resultado fueron más de 250 títulos diferentes, muchos de ellos varias veces reeditados, y que se ha ido convirtiendo en una referencia “de culto”, con ejemplares buscados y rebuscados por coleccionistas y bibliófilos, en todo el ámbito de la lengua. ¿Algunos autores?: Marqués de Sade, Jacobo Fijman, Carlos Marx y Federico Engels, Alfred Jarry, Leopold von Sacher-Masoch, Herman Melville, Leda Valladares, Sigmund Freud, Giacomo Casanova, Bram Stoker, Adriana Civita, Aristófanes, Vladimir Propp, Albert Einstein, Alina Diaconu, Marcel Schwob, Lucio V. Mansilla, Mary Shelley, Enrique Blanchard, Jean Cocteau, Francisco (Pancho) Muñoz, Georges Brassens, Errico Malatesta, Jacques Prévert, Perla Chirom, León Trotsky, Alonso Barros Peña, Ambrose Bierce, Rodolfo Modern, Charles Fourier…

Además de ese texto casi poético para el multipremiado documental de Humberto Ríos que se tituló “Faena”, ¿cuáles otros guiones para cine escribiste?
— Vamos a ver si me acuerdo de todos. Son cortos o medio metrajes, como “Crónica en Maciel”, de Víctor Iturralde; “Fiesta en Sumamao” y “La ciudad universitaria”, de Aldo Luis Persano; “De vuelta a casa”, de Ricardo Becher. Se trataba del promisorio “nuevo cine argentino”, otro de los muchos emprendimientos culturales ahogados por la dictadura de Onganía. Justo cuando estábamos por filmar el primer largometraje, “Tierra roja”, basado en cuentos de Horacio Quiroga y con tres equipos de trabajo, cada uno con su director y guionista. Pero no pudo ser. Siempre amé el cine, nací en el cine, ese “instrumento de poesía”, como tan bien lo definió Luis Buñuel.

Me agradaría que expandiéramos lo concerniente a tu quehacer a partir de las artes visuales y a volúmenes ilustrados.
Como ya dije, me encontré conviviendo con artistas plásticos. Para cuyas exposiciones me fueron pidiendo prólogos, textos, presentaciones. Mi tercer libro, “El músico en la máquina”, es fruto de una invitación del escultor Libero Badii, que quería editar sus dibujos con mis poemas. De allí nació una profunda y duradera amistad, que testimonian cerca de ocho o nueve ediciones de arte para bibliófilos, en las cuales seguimos unidos. Otro de mis primeros libros, “El jardín de aclimatación”, editado por Julio Llinás, lleva tres dibujos de Clorindo Testa. Y el sexto, “Entre dientes”, cuenta con diseño gráfico y un dibujo de Alfredo Hlito. Y me convocan para colaborar en el prestigioso y ejemplar suplemento literario del diario tucumano “La Gaceta”, donde se publicaron durante décadas mis poemas, en ocasiones acompañados con ilustraciones de Josefina Robirosa, Isaías Nougués, Juan Batlle Planas, Juan Lanosa, Raúl Alonso, Juan Grela, Miguel Ocampo, y otros. El Instituto Torcuato Di Tella me invitó a prologar su Primer Premio Internacional de Pintura. Mi libro “Hablar claro” lleva portada de Rogelio Polesello y cinco dibujos de Rómulo Macció. Y “Señora Vida”, un trabajo de Guillermo Roux. En fin, no fue sino mantener viva una fecunda y bella tradición que venía de los grandes poetas y artistas de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, es decir modernos y de vanguardia.

No conozco “en directo” la colección La Gran Poesía, que con el auspicio de la Editorial Universitaria de Villa María, en nuestra provincia de Córdoba, vos dirigís. ¿A qué apunta, qué autores la van constituyendo?
Es un emprendimiento que me propuso, estando en Xalapa (México), el sello Eduvim, o “la Eudeba del interior”, como suelen llamarla. Me ofrecieron dirigir una colección y, de inmediato, les dije que se iba a llamar La Gran Poesía, que íbamos a recuperar y volver a poner en circulación, en ediciones cuidadas y bilingües, los maestros de la modernidad y de la auténtica vanguardia original. A los pocos meses ya estábamos lanzando los primeros títulos. Hasta el momento han aparecido antologías bilingües de Charles Baudelaire (“Mi bella tenebrosa”), Dino Campana (“Cantos órficos”) y Guillaume Apollinaire (“La razón ardiente”). Está por aparecer otra de Emily Dickinson (“La asesina rubia”), con la cual comenzamos a reeditar las traducciones de Raúl Gustavo Aguirre. Y esperan turno Miguel Hernández, “Lluvia oblicua”, dos tomos de poesía portuguesa de los siglos XIX y XX, César Vallejo, un volumen de poesía francesa moderna, “Airiños, airiños aires” de Rosalía de Castro, Ricardo Molinari, todo lo que queda de Safo de Lesbos, en versiones de Oscar Andrieu…

La Universidad de Princeton se hizo cargo de tu archivo personal y está en proceso de catalogación.
El interés vino por un colega amigo, ex profesor allí. Y las cláusulas me parecieron aceptables. También contribuyó un poco a decidirme el hecho de que ya estuvieran viejos y queridos amigos, como Juan José Saer, por ejemplo. No sólo lo conservarán en las mejores condiciones, sino que cuando concluyan la catalogación de ambos archivos, epistolar y fotográfico, la misma estará a disposición de todo el mundo. La información, porque para consultar algo hay que hacerlo personalmente allí. A mí sí me enviarán reproducción de lo que quiera, y ya he tenido buenos ejemplos de ello. De hecho, el listado me resultará útil incluso a mí: llegaría a ser tarea ímproba ubicar nada aquí, por mi cuenta.

He leído un par de veces tu primer libro de narrativa (y supongo que tu otro libro, editado en España, debe ser inhallable). ¿Tenés textos inéditos suficientes en este género con los que preveas conformar un tercer volumen?
No, me temo que esa fuente (que siempre me costó) se ha secado. Lo que no quita que, como desde un comienzo, la mayoría de mis libros incluyan poemas en prosa. Que no son directamente narraciones, por supuesto. Sobre todo en “El fondo del asunto”, fue la única vez que me PROPUSE sentarme a escribir. Y le fijé incluso un horario: las mañanas. Me costó, insisto, sentí como si me estuviera forzando. Y el resultado fue magro, un libro breve. El segundo, “Tango del gallego hijo”, fluyó con menor dificultad. Quizás porque es en gran medida autobiográfico, como un volumen de casi memorias. No creo que me surja, o lo intente, por tercera vez. Ya pagué mi precio. ¿Pero quién puede estar seguro?

En “Una temporada con Lacan” de Pierre Rey, leo: “La cultura es la memoria de la inteligencia de los otros.” Y unos párrafos después cita a Levi-Strauss: “El día en que comprendí que tesis, antítesis y síntesis eran el fundamento de la Universidad, me fui de la Universidad.” Vos también, precozmente, huiste de la Universidad. ¿Consideraciones, Rodolfo?
Sería insensato que me atreviera a evaluar la vida universitaria tan sólo en base a mis fobias. Al menos soy consciente de eso. Y también que me perdí algunos beneficios invalorables: aprender griego clásico, leer con un poco más de orden, conocer gente valiosa. Muy valiosa, me animaría a decir. Porque me correspondía haber conocido la UBA en su mejor etapa reformista, desde 1955 hasta el siniestramente eficaz golpe militar de Onganía. Cuya ominosa dictadura constituyó un cercenamiento feroz y profundo para nuestra vida cultural, que nunca volvió a ser la misma.

Después de la página 336 del volumen “El movimiento Poesía Buenos Aires (1950-1960)” (Editorial Fraterna, 1979), en la siguiente, sin numeración, se reproducen seis fotografías, y en una se te advierte conversando (no posando) con Giuseppe Ungaretti en 1967. ¿Cómo hago para no incitarte a que nos trasmitas las circunstancias de aquel encuentro?
Siendo muy pero muy joven, Aldo Pellegrini me encargó (para su legendaria colección Los Poetas, de Fabril Editora) seleccionar, prologar y traducir, primero a Pessoa, absolutamente desconocido hasta ese momento, incluso en Portugal. Y luego a otro grandísimo poeta, Giuseppe Ungaretti. En ambos libros, cosa hoy inimaginable, y sin la más mínima publicidad, la repercusión fue tan enorme, en todo el ámbito de nuestra lengua, que hubo que hacer reediciones sucesivas. Y hasta se dio el caso de ediciones piratas. Todavía hoy, aquí y allá, en los más diversos países, me sorprenden recordando y mostrándome aquellos volúmenes. (Que no hace mucho fueron reeditados bellamente aquí, en la excelente editorial Argonauta, justamente del hijo de Aldo, Mario Pellegrini.)

En 1967, mientras dirigía “Claudia”, me entero que Ungaretti estaba en Buenos Aires. Felizmente superé mi habitual timidez, y fui a buscarlo en un cóctel. Estuvo muy afectuoso, me invitó a sentarme a su lado y, mientras charlábamos, sin que yo lo advirtiera, un fotógrafo amigo nos enfocó espontáneamente, por su cuenta. De allí esa foto inolvidable. E imprevista. Estuvo en casa, con pocos invitados, conversamos y me dedicó (con tinta verde) un libro que conservo. Era tan discreto como intenso, y su carácter era más bien un poco cascarrabias. Pero conmigo fue muy dulce. Sigue siendo uno de los grandes recuerdos de mi vida. Como el de haber estado con Saint-John Perse, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo.

En París, a través de Éditions Gallimard, se publicó con prefacio a tu cargo “Correspondance (1952-1983)”, la correspondencia entre René Char (1907-1988) y Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983). ¿Qué factores posibilitaron que sucediera?
La generosidad abierta y la amistad franca que me dispensó Raúl Gustavo Aguirre, fueron fundamentales para mí. Tanto como el grupo mismo que entonces lo rodeaba, y el aire de fraternidad y de exigencia que se vivía en “poesía buenos aires”. Movimiento que si bien renovó de fondo lo estético, tuvo un eje principal en la ética, en la dignidad de la poesía. En octubre de 2013 conocí a la viuda de René Char, mi querida amiga Marie-Claude. Ella traía consigo las cartas que Raúl intercambiara con Char durante treinta años, en absoluta discreción, casi secreta, incluso para nosotros, sus íntimos. Y me pidió que buscara las cartas de su marido. Fue una cadena de prodigios, y finalmente las encontré. A los pocos meses, en abril de 2014, Gallimard presentaba el volumen en París, incluyendo el prólogo que me habían solicitado especialmente.

En Francia y la Argentina, con tu prólogo y versión castellana, publicaron “La lumière et les cendres / Milonga pour Juan Gelman” y “Las cenizas y la luz / Milonga para Juan Gelman” de Jacques Ancet. ¿Qué nos podrías trasmitir sobre esa obra y, lo que acaso sea lo mismo, qué sesgo sostuvo tu prólogo?
Fue algo conmovedor, muy hondo. Jacques Ancet no sólo es un gran poeta y el traductor de Juan Gelman, quien nos puso en contacto, sino el autor de las mejores versiones en francés de las voces más altas de nuestra lengua: San Juan de la Cruz o Quevedo, por ejemplo.  En los primeros días de 2014 me hizo llegar ese texto largo de treinta y cinco breves cantos, que comenzó a escribir el día antes de la muerte de Juan, de quien, como yo, era muy amigo. Desolados los dos por la irreparable pérdida, y tocado por la belleza y la transida humanidad de esos versos, así como su recuperación de estructuras tradiciones y de riquezas inventivas de la vanguardia, pronto aceptó mi inmediata sensación de traducirlos. Y así comenzó un intercambio vertiginoso, que superó las doce versiones, prácticamente al mismo tiempo, que Jacques iba escribiendo. Nos descubrimos de pronto inmersos en una tarea a cuatro manos que, al encontrarnos con las citas y alusiones de la poesía de Juan, que incluía, nos hizo percibir que de algún modo estábamos haciéndolo con él, como a seis manos. Mi prólogo: “Con Juan, sin Juan / (In)certidumbres de un traductor”, está transido, atravesado también por todo eso.

“…hay poetas que no puedo traducir. ¡Están tan encarnados en la lengua!”, confesaste alguna vez. ¿A que poetas preferiste abstenerte de traducir?
No acepté traducir a Bertolt Brecht del italiano. Considero que la traducción de  cada poeta debe ser intentada de su propia lengua. (Además no sé alemán, y la única vez que me encontré encarando eso fue porque, cuando todos éramos tan jóvenes, Klaus Dieter Vervuert vino especialmente a proponérmelo, aceitó todos mis reparos y se avino a compartir una larga, larguísima labor.) Tampoco acepté traducir a Leopardi. Ni a Mallarmé, de quien me propusieron su poesía completa. Aduje que hubiera necesitado varias vidas. La gran poesía, la poesía lograda, encarnada como un ser vivo en su lengua, es intraducible. Ya lo manifestaron Dante, Cervantes, Auden, Vallejo, Unamuno, Valéry, Mastronardi y otros mil. Pero, al mismo tiempo, es irresistible la tentación de intentarlo. Por eso pido siempre que las ediciones sean bilingües. Para que se tenga al lado, y bien a la vista, el original.

¿Te ha sucedido en tu transcurrir de traductor, que pasado algún tiempo de la difusión de uno o más poemas de un determinado autor, hayas decidido modificar aquellas versiones, abolirlas, y publicar, o procurar que vuelvan a publicarse, las nuevas?
No sólo con la traducción, también con lo de uno mismo. Un poema se abandona, como bien dijo Valéry,  no se concluye. Me pasó desde siempre, pero cada vez más a menudo. Cuando veo el libro publicado no puedo dejar de percibir y anotar posibles variantes. Un nítido ejemplo es Cesare Pavese. Me encargaron sus dos libros en mi juventud, y pasaron varias décadas sin que dejara de sentir e intentar, de “oír” nuevas versiones. Y a pesar de que se reeditó hace poco, no puedo abstenerme de seguir haciéndolo. Perdoná que deba volver a Valéry, pero nadie lo dijo tan claro como él: el poema es “una prolongada oscilación entre el sonido y el sentido”. Y esa oscilación está en el habla coloquial, de cada día, en el lenguaje que todos usamos, no sólo al escribir.

¿Un apunte respecto de leer poesía en voz alta?
Sentí que alguien había escrito lo que yo intuía cuando leí estas palabras de Sándor Márai: “La voz es el alma.” Leer poesía en voz alta es una prueba de fuego, para el poeta y para quien la lee. Y peor si son el mismo.

¿Por qué proyectos te “estás dejando llevar”?
Tengo que juntar coraje y volver a encarar una antología, por supuesto bilingüe, de René Char, que debería pulir, pulir, pulir… Y como siempre, hay demasiadas ideas, demasiados atisbos, demasiados proyectos abandonados que se resisten a morir, como la viejísima pero cada vez más empeñosa, casi irrealizable tentación de preparar un volumen sólo con las citas que me he visto obligado a marcar, a señalar, que me han tocado, casi siempre a fondo, desde mi adolescencia hasta hoy. Y pueden ser miles, me temo. Aunque quizá exagere. Es demasiado trabajo, realmente. Pero nunca me disgustó el trabajo.



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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Olivos y Buenos Aires, distantes entre sí 15 kilómetros, Rodolfo Alonso y Rolando Revagliatti.

 

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