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SOPHIA

Por Rodolfo Alonso
Publicado en La Gaceta - Olivos (Provincia de Buenos Aires)
14 de Abril de 2019


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Sophia de Mello Breyner Andresen (1919-2004) fue la gran dama de la poesía portuguesa. En su escritura, sucinta y clara, medida y contagiosa, como en la indeleble luz mediterránea de los griegos que tanto amó, la belleza y la justicia no resultan más que una misma musa


La canonización universal de Fernando Pessoa acarreó sin proponérselo una gran injusticia: opacar a los otros grandes poetas portugueses del siglo XX. A lo cual contribuyó el largo período negro de la dictadura salazarista, forma lusitana del fascismo. Y fue bajo ese yugo (del que iba a liberarla en 1974 la legendaria “revolución de los claveles”, en cuyo clima libertario germinó probablemente el culto de Pessoa), que se formó el luminoso y hondo vigor, ético y estético, de los nuevos poetas de Portugal. Entre los cuales se destaca una mujer.

Arduo sería intentar aludir a la poesía de alguien que fue capaz de encarnarla, de manera honda, luminosa y cabal como Sophia de Mello Breyner Andresen. No sólo en sus poemas, sino también en esas conmovedoras palabras con que agradeció, en plena dictadura, el Gran Premio de Poesía concedido por la Sociedad Portuguesa de Escritores. Y que formarían parte luego de un texto ejemplar: su paradigmática Arte poética. Muy pocas veces fue dado poner de manifiesto la dignidad de la poesía tan nítidamente: La poesía no me pide exactamente una especialización puesto que su arte es el arte del ser. Tampoco es tiempo o trabajo lo que la poesía me pide. Ni me pide una ciencia, ni una estética, ni una teoría. Antes me pide la entereza de mi ser, una conciencia más honda que mi inteligencia, una fidelidad más pura de lo que aquella que puedo controlar. Me pide una intransigencia sin fisura.

Hay en Sophia una enorme luz, luz de la razón y del logos, sol vivo del lenguaje, de lo real y del espíritu. En su palabra está la luz. Es decir, no habla de la luz. Está en la luz. Y es una luz generalmente meridiana, transparente, plena. Que por lo tanto implica también su sombra, ambas bien netas: El sol es pesado y la luz leve. Camino por la acera junto al muro pero no quepo en la sombra. La sombra es una cinta estrecha. Sumerjo la mano en la sombra como si la sumergiese en agua.

Brevedad que se despliega

Está también la concisión, la brevedad. Que siempre sentí capaz de concentrarse para irradiar. Es una concisión de humildad digna, que no seca a los poemas ni los vuelve enjutos ni puritanos. Todo lo contrario. Es una brevedad que se ejerce, que se desarrolla para hacer decir más al lenguaje, a las palabras siempre vivas. Una brevedad que se despliega, como la vida, preñando, cubriendo de fecundidad hasta las últimas estribaciones de la nada.

Y es un dichoso lujo del despojamiento, acaso el único modo, no de ser ella misma sino de dejarse fluir. Es ella en devenir, atenta y vigilante sin dejar de estar, a la vez, en estado de gracia, entregada. En una desnudez para recibir y para dar. Decir que Sophia es breve no es exhaustivo, ni convincente, o necesario. Y no es suficiente. Esa concisión no es austeridad. Es un lujo de lo esencial, pura “pobreza y privilegio”, como subraya René Char.

Me pareciera que bien podría estar hablando de Sophia cuando el agudo Pier Paolo Pasolini advierte que, la vasta obra de Biagio Marin (forjada en el idioma de los escasos pobladores de su pequeña isla natal, Grado, una joya viva en el Adriático), sólo puede medirse con justicia en función de su mayor o menor cercanía con la gran luz del sol mayor que la origina, que es su fuente.

Pues nos dice Sophia, magníficamente: La cosa más antigua de que me acuerdo es de un cuarto frente al mar dentro del cual estaba, posada encima de una mesa, una manzana enorme y roja. Del brillo del mar y del rojo de la manzana se erguía una felicidad irrecusable, desnuda y entera. No era nada fantástico, no era nada imaginario: era la propia presencia de lo real que yo descubría.

¿Fue acaso el mar, entonces, como creo, quien la abrió a ese mundo, a la conciencia inconsciente de ese mundo, quien le abrió los ojos, deslumbrante? ¿Fue entonces el cielo limpio, inagotable, la arena infinita, inmemorial, el sol que nos templa con sus rayos, quien despertó su sed para abrevarnos, para abrevar en ella? ¿Fueron los griegos clásicos, con su presencia real, los dioses de deslumbrante humanidad, pero no simplemente leídos sino latentes, percibidos, en lo trágico y desbordante del mundo ser y de ser en el mundo?

 

Después
Por Sophia de Mello Breyner Andresen


Tras la ceniza muerta de estos días,
Cuando el vacío blanco de estas noches
Se aje, cuando la niebla de este instante
Sin forma, sin imagen, sin caminos,
Se disuelva, cumpliendo su tormento,
La tierra emergerá pura del mar
De lágrimas sin fin donde me invento.

*Traducción de Rodolfo Alonso



 

 

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SOPHIA.
Sophia de Mello Breyner Andresen (1919-2004).
Por Rodolfo Alonso