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        Rosalía de Castro 
          UNA GALLEGA UNIVERSAL
        Por Rodolfo Alonso*
        
         
        
          
          
        
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          Cuando yo era  un niño, Rosalía de Castro podía ser en nuestra casa, un modesto hogar de  inmigrantes gallegos en el centro-sur de Buenos Aires, tan cotidiana como el  pan y la sal. Su presencia y su palabra aparecían vivas, de repente, sin  haberlo previsto, casi como si formara parte del aire que se respiraba, y en  una casa donde no había demasiados libros nunca faltó uno suyo. Y sus versos  emergían de pronto, citados sin pensarlo, de manera espontánea, como se escucha  casi inconscientemente el arrullo de una fuente muy conocida, bien cercana,  límpida y habitual.
           Pero era  también la presencia de una inmensa mujer, casi mítica, siempre de transida sonrisa  melancólica, doliente (a la cual llegaría a identificar con la de mi madre, tan  similar) que, de una honda tragedia personal: ser hija natural de un sacerdote,  en el ámbito aldeano de una Galicia rural enclaustrada en la España decimonónica, milagrosamente  sublimada, había llegado a convertirse en paradigma del renacimiento de  su pueblo.  Porque gracias a sus Cantares gallegos, en 1863 el idioma de Galicia volvió a erguirse y  a resurgir, después de siglos de censura y oscurecimiento. 
           Pero no sólo eso  consiguió Rosalía de Castro, nacida en 1837 y de quien, el 15 de julio, se  cumplen 170 años de su muerte. Sino también acaso lo imposible: ser íntima y hondamente  ella misma, y ser también la voz misma de su gente, y ser (al mismo tiempo, de  modo inescindible) una gran figura universal, universalmente reconocida y admirada.  Y también uno de los pocos románticos españoles que valga la pena. 
           Pero en mi  infancia, como dije, ella era algo más fuerte que ningún convencimiento  intelectual. En una de mis primeras actividades sociales, al salir del patio de  mi casa para pisar el amplio vestíbulo de entrada al Centro Gallego de Buenos  Aires, la presencia (para un niño, imponente) de su estatua no me la volvió  fría, lejana o inaccesible. Podía ser ella misma y ser los otros, los suyos y  los de todas partes.
           Por  eso me emocionó tanto ser invitado a traducirla. Una editorial argentina me  propuso seleccionar una antología bilingüe, dejándome entera libertad. Traducir  a Rosalía fue para mí una auténtica catarsis. Y así me dejé fluir de uno a otro  de los dos idiomas en que me crié simultáneamente, tratando sin forzarlo de que  el canto de Rosalía fluyera también --con sonido y sentido-- en esta otra  lengua castellana que, después de todo, ella también empleó. No sin tomar conciencia de sus límites  y de sus riesgosas similitudes. Nadie puede, humanamente, traducir nunca del  todo eso tan bien encarnado, ricamente expresivo, bello y logrado en sólo tres  palabras: “Cómo chove miudiño”. Y  logré que el título mismo del libro quedara en gallego. 
           Rosalía era,  en mi infancia, como el pan y la sal, compartidos en la mesa familiar, en la  mesa de todos. De algún modo, ahora  también lo sigue siendo. Y eso resiste hasta a  una traducción.
           
           
          
            
              CUANDO  PIENSO QUE TE FUISTE...
              Cuando pienso que te  fuiste,
                negra sombra que me  asombras,
                al pie de mi cabecera
                vuelves haciéndome  mofa.
              Cuando te imagino ida
                hasta en el sol te me  asomas,
                y eres la estrella  que brilla,
                y el viento eres que  rezonga.
              Si cantan, tú eres  quien canta:
  si lloran, tú eres  quien llora;
  y eres murmullo del  río,
                y eres la noche, y la  aurora.
              En todo estás y eres  todo,
  para mí y en mí tú  moras,
  ni me abandonarás  nunca,
                sombra que siempre me  asombras.
              
                ROSALÍA  DE CASTRO
  Traducción de Rodolfo Alonso
              
              *  Poeta, traductor, ensayista.