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¿Escribir?

Rodolfo Alonso




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Escribir —en forma creadora— resultará siempre, y en más de algún sentido, transgredir. En primer lugar, al silencio (el abismo de la página en blanco suele ser la barrera inicial), sin enfrentar al cual no hay voz posible. Y luego, por lo menos, también a esa entelequia cristalizada que dormita en los diccionarios. Ya que escribir es despertar las palabras, volverlas lengua y cuerpo desde su limbo de pretendida (in)definición, contaminadas con los hedores y los fervores de la vida. Pero también, de manera no menos insoslayable (y, lo que es tan maravilloso como terrible, al mismo tiempo), escribir es de algún modo pactar, y hasta transar. Pactar con el lenguaje que nos precede, nos supera y nos envuelve, dejarse llevar por él y por lo que él arrastra: muertos nuestros y de otros, familiares y especie, voces perdidas y lugares comunes, la misma hirviente marea de lo humano.

Y siendo la poesía —por supuesto mucho más que un género— la forma más creadora de escribir, a ella también le tocará entonces transgredir, pactar, transar: antinomias complementarias de las que se alimenta su propia dialéctica, y que no son diferentes a las que mueven también (¿podía ser de otro modo?) a la vida misma.

Ello implica no pocas consecuencias. Y hasta no pocas confusiones posibles. Sin norma fija, sin derrotero cierto, en la errancia de su propio —y humanísimo— devenir, las aguas de la escritura poética están actualmente libradas a su propio nivel, es más aún, a sus propios contornos y a sus propios vasos comunicantes. Por eso, quizás, y aunque ya no tanto en estos días, pero sí hace bastante tiempo, la poesía y los poetas llegaron a ser objeto de estudios que quisieron hacer de ella una materia racionalmente mensurable, con los riesgos que es de imaginar, y a veces también con altos hallazgos, pero que a menudo naufragaban en su intento (cuando la intención era demasiado ambiciosa) u obtenían sólo fugaces victorias a lo Pirro (cuando era modesta o sensata la ambición). Esos intentos llegaron a ser encarados también por podas es decir por creadores de la misma materia que se pretendía juzgar, y aunque no se puede considerar como una ley, resultaba fácilmente aceptable coincidir que para la mayor parte de los casos el resultado de sus afanes era, generalmente, más fecundo y menos deletéreo que el de otros.

Por aquellos felices tiempos presocráticos —de los que siempre el inmenso Heráclito, pero también Empédocles, Parménides, Demócrito o Zenón, por ejemplo, y sin olvidar al primer sofista: Protágoras, serán resplandeciente paradigma— en que aún no se había dividido a la filosofía y la poesía como dos compartimientos estancos, separados, con dominios distintos y casi impenetrables entre sí, tampoco podría haberse asumido esa escisión, como desdichadamente después llegó a ocurrir, profesionalmente. El logos griego era al mismo tiempo palabra, verdad y realidad, y no se limita ni se parcializa sino que por el contrario se abre, se expande, se mantiene disponible (conservándose uno) para la diversidad, para el cambio.

Algo de eso hubo en la forma parábola elegida por Cristo y, para otras religiones, en los textos jasídicos o sufíes, sin que se pueda aquí olvidar en absoluto al zen. La idea o su razonamiento no suelen ser presentados en forma discursiva, lineal, pretendidamente descriptiva, sino que se encarnan en la mismísima llama del lenguaje vivo, como una evidencia y no como una disquisición. Perspectiva acerca de la cual las investigaciones sobre el lenguaje fueron trayendo, en los mejores casos, un sorprendente, casi inesperado aporte. Aquella escisión de que hablábamos se mantiene como una herida abierta a todo lo largo del derrotero de la cultura occidental. E intentó —y logró— ser soldada una y otra vez por las grandes individualidades o los grandes movimientos de la mejor poesía.

El mar de Homero, el mar de Moby Dick, el mar de Joseph Conrad, por mencionar sólo algunas de sus muchas memorables referencias, es también el mar de la vida (claro lugar común) y el mar de nosotros mismos, de nuestra propia interioridad. Pero es también el mar de las páginas de libros, el mar no menos inmenso de la literatura, y también el mar primigenio del lenguaje —como el otro, también claustro materno—, que nos rodea y nos constituye, nos crea y nos implica. El lenguaje nos hace hombres. Estamos hechos de lenguaje como estamos hechos de tiempo y por lo tanto, en consecuencia, de memoria. Y deviene entonces ilusoria (también ésta, ay) la certeza de que nos servimos del lenguaje cuando es él quien, muy probablemente, se sirve de nosotros. ¿Me será permitido reiterar que no usamos el lenguaje, somos lenguaje?

Maurice Merleau-Ponty, uno de los más lúcidos pensadores europeos del siglo XX, supo decir: El filósofo se reconoce en que tiene inseparablemente el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad. Si sustituimos la palabra filósofo por la de poeta (y es a esa clase de filósofos a los que precisamente se refiere), no imagino definición más tajante ni más límpida de la función del poeta: precisión y ambigüedad.

Braceando sobre los abismos de la marejada digital, el lenguaje humano es acaso consciente de que no es posible ya, ante tanto naufragio, intentar apenas decir sino casi milagrosamente ser, incluso por un instante. No otra fue la ambición de la más auténtica poesía, en rigor de todo el más auténtico arte moderno. Especialmente a partir del indeleble adolescente Arthur Rimbaud.

Experiencia del fracaso de nuestra condición, pero a la vez prueba irrefutable de su presencia —así sea fugaz, como vimos— en el mundo, quizá no sean los hombres quienes hablan sino ese mar orgánico y fecundísimo del gran lenguaje humano, hecho de todos los lenguajes, de todas las civilizaciones y de todos los muertos, vida misma en sí, lengua viva inmortal mientras la humanidad exista, y que (aunque nunca dejará de merecerlo) sería irrisorio pretender evaluar apenas como literatura. A ese nivel, la poesía sólo encuentra —y sólo ofrece— preguntas. Nada más. Nada menos.

 

 

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POEMAS DE RODOLFO ALONSO

 

DESPUÉS

Después de desconfianzas y terrores
fracasos y conquistas
después del vino bueno y el mal gusto
la palabra adecuada
el paso en falso

Después del desafío y la esperanza
la mirada inicial
lo que nos duele
Después de la tormenta y el aroma
estruendoso de la tierra ofrecida
después de los relámpagos
feroces de la suerte
la hembra en ansia
la canción del mendigo
los sueños que vendrán
los médanos del hábito

Después de derrochar el día indicado
después de ser de hacer
de hacer posible
e imperecedero lo imposible
después de haber llegado tarde
cuando no lo esperaban

Después del tiempo roto
el alba intacta
después de borrar huellas
de unos pasos perdidos
de abrazar la costumbre
para que no la dejes

Tiene cara de pocos amigos la mañana
hablas para no verte
te tapas con tu sombra
y la sombra futura se acrecienta
para ocultar el mundo
inusualmente vivo

Los clarines del día
le devuelven sentido te reinstalan
en la vida que no te necesita
en el despiadado amanecer
Yen la ávida sombra
con que el abismo te enceguece
algo nos vive o se burla de nosotros
o es tal vez puro azar puro nonsense
estalla la poesía el porvenir
se hace historia quebrada en este instante
aquí y ahora para siempre

 

 

ANTI WARHOL
. . . . . . . . . . . . a Marcel Duchamp

brillo de superficie en una caja
donde la nada brilla nada brilla

brillo del triunfo que triunfa con brillar
sobre la superficie del instante

brillo de sociedad de saciedad
contagio del hartazgo asco del agio

superficial alud la ola de nada
que ávida nos envasa encenagados

en catedrales selvas de consumo
cárceles de mirar y ser mirado

los bárbaros no esperes han llegado
en la cadencia de la decadencia

la seducción que castra el vuelo raso
que imagina tragedia al gallinero

el despiadado espejo helada llama
de la cautivadora que cautiva

brillo de superficie donde encaja
el anonadamiento de la nada

la superficie opaca ya no oculta
la superficie esquiva de la época

la mera superficie el puro brillo
de lo superficial no hay interior

la apariencia culmina su espectáculo
la superficie de la nada brilla

 

 

DONES PARA DONAR

Te doy lo que me dieron:
aquel sagrado olor
a la tierra mojada,
y esa voz que es el viento
entre las ramas altas.

Devuelvo lo que tuve
los árboles hermanos,
las flores que modula
la niebla, el grillo, el pájaro
cantando en la garúa.

Ni herencia, ni legado.
Sólo pasión y tiempo.
La intensa vida, el aire,
la mañana radiante
y cielos en los ojos.

No nos llevamos nada.
¿Es que lo merecimos?
La llama del instante,
colores en el sol,
el crepúsculo juntos.
El fuego de la hoguera
donde vamos ardiendo.

¿Y veo lo que me ve?
En el momento justo,
el liso resplandor
del neto mediodía
sobre una mesa blanca

y frutas entonadas
como parientes próximos:
la luz, la gama, el iris,
limones con bananas
y la manzana verde.

En la lluvia cabemos,
instantáneos, de pronto,
íntimos y gregarios,
cercanos y distantes.
La lluvia es nuestro templo.

La canción evidente,
la palabra encarnada,
lo que llegó de afuera
porque sonaba dentro.
¿O es que no somos, lengua?
Y el fuego de la especie,
horizonte y pasado.

 

 

A LA LUZ DEL LIMAY

Cuando nada nos queda
cuando tanto nos falla

En la pura memoria
relumbra el río Limay

Se aparece de pronto
la serpiente turquesa

Y los ojos se lavan
en la luz del Limay

Sol de la Patagonia
que acaso no podemos

No todo está perdido
luce lumbre el Limay

Entre las pardas cuestas
derrama su esplendor

Sereno indiferente
se nos vuelve el Limay

Con su belleza arisca
pueden contar con él

Distante en apariencia
nadie olvida al Limay

Lima lento y alivia
los vislumbres que alumbra

De todo se hace cargo
libre y largo el Limay

Como la áspera tierra
y el cielo ilimitado

El Limay se regala
sin pensarlo dos veces

No es que nos pertenezca
se hace amigo si quiere

Libre luz del Limay
limando nuestros límites

El guapea creciendo
suelto en nuestro recuerdo

No es para deshacemos
que nos llama el Limay

Porque a nada se achica
obliga a ser nobleza

Lame lomas sin límite
la luna en el Limay

No es prenda ni es comercio
ni vil chafalonía

Es amistad de orgullo
la que ofrece el Limay

Una cosa de hombres
una cosa de dioses

Cuando todo se olvide
que no cese el Limay




 



 

 

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