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En el mar del lenguaje

Por Rodolfo Alonso
Publicado en Página12, 1 de junio de 2020



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Escribir —en forma creadora resultará siempre, y en más de algún sentido, transgredir. En primer lugar, al silencio (el “abismo de la página en blanco” suele ser la barrera inicial), sin enfrentar al cual no hay voz posible. Y luego, por lo menos, también a esa entelequia cristalizada que dormita en los diccionarios. Ya que escribir es despertar las palabras, volverlas lengua y cuerpo desde su limbo de pretendida (in)definición, contaminarlas con los hedores y los fervores de la vida. Pero también, de manera no menos insoslayable (y, lo que es tan maravilloso como terrible, al mismo tiempo), escribir es de algún modo pactar, y hasta transar. Pactar con el lenguaje que nos precede, nos supera y nos envuelve, dejarse llevar por él y por lo que él arrastra: muertos nuestros y de otros, familiares y especie, voces perdidas y lugares comunes, la misma hirviente marea de lo humano.

Y siendo la poesía —por supuesto mucho más que un género— la forma más creadora de escribir, a ella también le tocará entonces transgredir, pactar, transar: antinomias complementarias de las que se alimenta su propia dialéctica, y que no son diferentes a las que mueven también (¿podía ser de otro modo?) a la vida misma.

Ello implica no pocas consecuencias. Y hasta no pocas confusiones posibles. Sin norma fija, sin derrotero cierto, en la errancia de su propio —y humanísimo— devenir, las aguas de la escritura poética están actualmente libradas a su propio nivel, es más aún, a sus propios contornos y a sus propios vasos comunicantes. Por eso, quizás, y aunque ya no tanto en estos días, pero sí hace bastante tiempo, la poesía y los poetas llegaron a ser objeto de estudios que quisieron hacer de ella una materia racionalmente mensurable, con los riesgos que es de imaginar, y a veces también con altos hallazgos, pero que a menudo naufragaban en su intento (cuando la intención era demasiado ambiciosa) u obtenían sólo fugaces victorias a lo Pirro (cuando era modesta o sensata la ambición). Esos intentos llegaron a ser encarados también por poetas, es decir por creadores de la misma materia que se pretendía juzgar, y aunque no se puede considerar como una ley, resultaba fácilmente aceptable coincidir que para la mayor parte de los casos el resultado de sus afanes era, generalmente, más fecundo y menos deletéreo que el de otros.

Por aquellos felices tiempos presocráticos —de los que siempre el inmenso Heráclito, pero también Empédocles, Parménides, Demócrito o Zenón, por ejemplo, y sin olvidar al primer sofista: Protágoras, serán resplandeciente paradigma— en que aún no se había dividido a la filosofía y la poesía como dos compartimientos estancos, separados, con dominios distintos y casi impenetrables entre sí, tampoco podría haberse asumido esa escisión, como desdichadamente después llegó a ocurrir, “profesionalmente”.  El logos griego era al mismo tiempo palabra, verdad y realidad, y no se limita ni se parcializa sino que por el contrario se abre, se expande, se mantiene disponible (conservándose uno) para la diversidad, para el cambio.

Algo de eso hubo en la forma parábola elegida por Cristo y, para otras religiones, en los textos jasídicos o sufíes, sin que se pueda aquí olvidar en absoluto al zen. La idea o su razonamiento no suelen ser presentados en forma discursiva, lineal, pretendidamente descriptiva, sino que se encarnan en la mismísima llama del lenguaje vivo, como una evidencia y no como una disquisición. Perspectiva acerca de la cual las investigaciones sobre el lenguaje fueron trayendo, en los mejores casos, un sorprendente, casi inesperado aporte. Aquella escisión de que hablábamos se mantiene como una herida abierta a todo lo largo del derrotero de la cultura occidental. E intentó —y logró— ser soldada una y otra vez por las grandes individualidades o los grandes movimientos de la mejor poesía.

El mar de Homero, el mar de Moby Dick, el mar de Joseph Conrad, por mencionar sólo algunas de sus muchas memorables referencias, es también el mar de la vida (claro lugar común) y el mar de nosotros mismos, de nuestra propia interioridad. Pero es también el mar de las páginas de libros, el mar no menos inmenso de la literatura, y también el mar primigenio del lenguaje —como el otro, también claustro materno—, que nos rodea y nos constituye, nos crea y nos implica. El lenguaje nos hace hombres. Estamos hechos de lenguaje como estamos hechos de tiempo y por lo tanto, en consecuencia, de memoria. Y deviene entonces ilusoria (también ésta, ay) la certeza de que nos servimos del lenguaje cuando es él quien, muy probablemente, se sirve de nosotros. ¿Me será permitido reiterar que no usamos el lenguaje,  somos  lenguaje?

Maurice Merleau-Ponty, uno de los más lúcidos pensadores europeos del siglo XX, supo decir: “El filósofo se reconoce en que tiene inseparablemente el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad”. Si sustituimos la palabra  filósofo  por la de  poeta  (y es a esa clase de filósofos a los que precisamente se refiere), no imagino definición más tajante ni más límpida de la función del poeta: precisión y ambigüedad.

Braceando sobre los abismos de la marejada digital, el lenguaje humano es acaso consciente de que no es posible ya, ante tanto naufragio, intentar apenas decir sino casi milagrosamente ser, incluso por un instante. No otra fue la ambición de la más auténtica poesía, en rigor de todo el más auténtico arte moderno. Especialmente a partir del indeleble adolescente Arthur Rimbaud.

Experiencia del fracaso de nuestra condición, pero a la vez prueba irrefutable de su presencia --así sea fugaz, como vimos-- en el mundo, quizá no sean los hombres quienes hablan sino ese mar orgánico y fecundísimo del gran lenguaje humano, hecho de todos los lenguajes, de todas las civilizaciones y de todos los muertos, vida misma en sí, lengua viva inmortal mientras la humanidad exista, y que (aunque nunca dejará de merecerlo) sería irrisorio pretender evaluar apenas como literatura. A ese nivel, la poesía sólo encuentra —y sólo ofrece— preguntas. Nada más. Nada menos.



 

 

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