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            Juan José Saer con Rodolfo Alonso
         
        En el aura de Saer
        Por Rodolfo Alonso *
            Publicado en "Página/12", de Buenos Aires
        
        
        
         
        
        
        
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          Esta historia no comienza con  esas líneas perdidas, casi tangenciales, de aquel libro inicialmente por  encargo que él supo convertir en texto clave para cualquier argentino honrado: “El  río sin orillas”, donde Juan José Saer (1937-2005) alude de sopetón, como  al pasar, a cierto sauce que visitaba en forma asidua, a orillas del Sena, en  una esquina detrás de Nôtre Dame. Para entonces ya lo habíamos perdido,  recientemente, y esa fidelidad suya a orígenes que me fue dado compartir, esa  inesperada presencia tan activa del árbol que más ama el agua me conmovió  superando, con mucho, los alcances del concepto metáfora.
         Nacido en  la pequeña Serodino, de inmigrantes sirios (a los que precisamente dedica “Un  río sin orillas”), la llegada del niño Saer a la ciudad de Santa Fe se me  hace como la de aquellos jóvenes protagonistas campesinos de Cesare Pavese (él  mismo nacido en la casi aldea de Santo Stefano Belbo) que imaginaban rutilante  a Turín. Pero la ciudad de Santa Fe está implantada en eso que llamamos  Litoral, mucho más que región un mundo de aguas y aguas que se entrecruzan a  orillas de las enormes “aguas varonas” 
del río Paraná, al que da la cara  desde enfrente otra capital homónima, la de Entre Ríos. Pero todo ese mundo de  aguas, de luz, de verdes, donde el sauce se inclina para mojar las hojas de sus  largas ramas en la eterna corriente, constituye un universo de peculiares  intensidades y fecundos matices, al cual sin duda alude, en absoluto retóricamente,  el primer título de Saer: “En la zona”.
         No menos hijo de  inmigrantes, nacido porteño pero ya desde niño orgánicamente compelido a  conocer la mayor parte del país en que me habían hecho nacer, llegué a esos  lares de la mano de otro santafesino, Paco Urondo, algo mayor que yo y con el  cual compartíamos entonces una intensa amistad, y también la aventura de una  singular revista de vanguardia: “poesía buenos aires”. Así me tocó conocer  a Hugo Gola, a un casi niño y ya algo rezongón Juan José Saer y, cruzando en  los lanchones el ancho lomo del Paraná, descubrir en su Paraná del otro lado al  inefable Juan L. Ortiz, mucho más que el poeta de esas aguas, de esos ríos, la  prueba viviente de aquello con que nos emocionaba Tristan Tzara: “hacer de la  poesía una manera de vivir”.
         El sauce entonces, bellamente  emblemático, de tan tierna y discreta y límpida grandeza, bien podía encarnar  como símbolo, como mito, sin duda a todo eso. Y permítanme recaer en la  irremisible obviedad: “En el aura del sauce” bautizó nada menos que Juan  L. Ortiz, a la primera edición de su poesía completa.
         Aquel sucinto apunte de Saer,  entonces, ese indicio de lo que para él significaba, de infancia a infancia, de  lo que para su ser más profundo investía ese sauce que descubrió inclinando, o  más bien derramando sobre el Sena su cabellera verde, me llevó a buscarlo, a  buscarlos: a él y a ese prójimo árbol, durante el primer  viaje que me tocó hacer a París, con la  irrefrenable ansiedad de imaginarme compartiendo todavía con él algo tan  inefable como hondo. Y cuando lo encontré  exactamente donde dijo, detrás de Nôtre Dame,  y lo descubrí tan alto y amplio y bello, con su verde cabellera bien hundida en  el Sena, casi pierdo el avión porque no podía despegarme del bistró Esmeralda,  que le está haciendo esquina, como si la sombra del querido Juani fuera a venir  a encontrarme, caminando por la vereda de enfrente, hacia el sauce, junto a las  rejas del jardín posterior que continúan el enorme paredón gris de Nôtre Dame,  buscando aquella luz de infancia que nos dio, hasta a mí, porteño claro, el  Litoral. ¿O es que el Mar Dulce, el río sin orillas, el Río de la Plata, no se hace mezclando al Paraná y al Uruguay? Donde los sauces  brillan en su luz que canta.
        Pero esta  historia como suele ocurrir no concluyó así. Uno o dos años después, otra vez  en París, lo primero que se me ocurrió fue ir a reencontrarme con el sauce de  Saer sobre el Sena. Llegué al bistró Esmeralda, miré hacia donde había  estado, y sólo encontré el vacío. De inmediato sentí el dolor de una ardiente  injusticia, de una infamia ultrajante. Al balbuceo entrecortado de mis  preguntas, nadie supo responder con alguna exactitud. No sé entonces si el  culpable fue la acostumbrada desidia municipal o la supuesta razón científica.  Sólo sé que el ancho muñón liso como de guillotina donde había estado el bello  árbol, que yo vi y fotografié pleno de vida, desbordante de vida, era enmarcado  por el mismo cielo donde París había permitido erigirse al único rascacielos  que, por ahora, ofende su perspectiva. Los dioses ciegan a los que quieren  perder. Y la luz de ese sauce sólo intenta cantar ahora en ciertas líneas de  poesía y en algunos testimonios fotográficos.
         Para  consolarme, quizás, me dijeron que los sauces reviven, rebrotan, aún de esos  muñones burdamente talados. Confiemos entonces, consolémonos, con otra luz, no  menos inefable y no menos orgánica: la de la resiliencia. O que acaso, también,  ¿por qué no?, hasta los burócratas replanten sauces jóvenes. Así sea.
        * Poeta, traductor y ensayista argentino.