La gramática caída, quebrada.
Sobre, Sala de Espera, de Jorge Polanco Salinas
Por Rodrigo Arroyo
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La entrada en la historia es por lo tanto, la experiencia de
la muerte, del desgarramiento, pero también de la otredad.
Ricardo Forster
En la película Lugares Comunes, de Adolfo Aristaraín, un padre le dice a su hijo: “tu país se acabó se murió, no existe” abriéndole así los ojos ante la esperanza ingenua que el hijo manifestaba, y de contrapelo insinuarle que el problema sigue siendo la tierra, mejor dicho, el lugar, qué es lo que allí se hace, y cómo se hace. De igual modo acá, el epígrafe de Ilse Aichinger que abre el libro nos señala que había más salas de espera que salas, demasiada esperanza, demasiadas salas destinadas a una espera que sabemos, no tiene ni tendrá el final deseado. El lenguaje así en el libro de Jorge, se articula en base a la pérdida, pero vista ella no desde la estrechez que implica el ámbito personal, comúnmente exhibido en forma patética o histérica a través de un malentendido denominado poesía de la experiencia, por ejemplo. No, lo que aquí podemos apreciar en los textos, es una vista a los años transcurridos y no en un mero conjunto de anécdotas o hechos personales puntuales a una edad determinada. El distingo surge en forma natural cuando el lenguaje y los hechos revisados dan cuenta de una narración que se ha establecido por generaciones. Quedando a la vista, como señalara Ricardo Forster, la relación entre la sabiduría y la experiencia. Pues bien, al señalar que esta escritura se articula sobre la pérdida es preciso dar cuenta, para evitar la penumbra de la confusión, que dicha pérdida tiene varias formas. Siendo una de ellas el deseo. Y el deseo perdido que esta escritura hace aparecer, es el de un diálogo que no existe, y cuya ausencia se debe a la violencia impuesta, al silencio propio de los campos; que Jorge Semprún bien describiera a partir de la ausencia de pájaros en el bosque y que Jorge replicara al señalar que el alambre púa crece como pasto tierno. Porque en el fondo sabemos que lo único que nos va quedando como posibilidad de restablecer dicho diálogo es reconocer el conflicto y así poder reconocer los cuerpos. La melancolía entonces se intensifica al reconocer el tiempo mustio en que vivimos, en el cual, para hablar de las cosas, para volver sobre el fulgor, se hace necesario volver sobre el tiempo. Cubriéndose la palabra, ocultándose ya no sobre un tupido velo sino bajo la tierra, obligándonos a una práctica cada vez más recurrente, esto es: labores arqueológicas. Tendríamos que acotar por otra parte que la pérdida del diálogo, como bien nos señala Jorge, se debería a que:
un diálogo es casi un crimen / porque encierra tanta cosa dicha.
Lo que está ahí sin ser mencionado entonces, en el encierro, es la forma en que ha sido arrasada la ciudad, la idea de la ciudad, y por extensión, su gramática. Instalándose así la ruina, lo cotidiano, como el lugar de la melancolía en este libro. Lugar que pierde su condición pretérita al abrir los ojos a lo que sucede en este país y en tantos otros. Lo que la escritura nos replica entonces, al abrir y señalar estas heridas desde la página, es insistir en que la llegada de la alienación no consistía sólo en su arribo y permanencia; sino en su expansión que genera ruidos y no palabras. Podemos indicar también que al plantear la condición cuasi criminal del diálogo desde lo que no se dice, pero que se insiste en su existencia, es mostrar a la escritura ligada o asumida desde el pensamiento. Porque es desde la realidad y la palabra que sabemos lo que se calla. Cabría señalar de este modo que Sala de Espera se erige planteando la escritura poética como una de las formas del pensamiento, más allá de las palabras e imágenes que nos enfrentan a un mundo lacerante. De este modo ésta escritura se sabe en el erial, en el descampado. Y todo esto a través de un relato que habita en la pérdida, transitando entre el discurso filosófico y la novela familiar proveniente del psicoanálisis. Todo esto -reitero- desde la cotidianidad, la realidad, desde la vida en ruinas; sin hacer alarde ni menos apostar a ello en términos simbólicos. De este modo: este país, los intelectuales de izquierda, esos viejos jugadores olvidados, un tío muriendo, cáncer; todo lo que se hallamos es parte de un deseo de honestidad, como señala también Jorge, replicando a Rosa de Luxemburgo, esto es: decir las cosas por su nombre. Única forma de iniciar un diálogo, a partir de un verdadero conocimiento del otro, de las cosas, a través de un lenguaje que nos une al hermanarnos dentro de la historia. Lo que nos señala entonces ésta escritura, a contrapelo, es aquello que Wittgenstein planteara en el Tractatus: no es un problema del lenguaje la comunicación, la ausencia de ella, sino la mala memoria, la alienación, la ambición desmedida, las interminables concesiones, las creencias, el desencanto disfrazado, la melancolía frivolizada, ridiculizada. Lo que no es otra cosa sino un desprecio, un alejamiento del otro, o un interés por la distancia, por mediarnos a través de ella.
La enfermedad, más allá de lo que es, podríamos agregar, se constituye como una metáfora del abandono, de la inacción, de la derrota. Y aparece con su cariz más duro y corrosivo a través del cáncer. La enfermedad inicia aquí un relato, un monólogo, una revisión a lo que ha sido la vida, en la cual podríamos suponer al cuerpo, siempre dañado, tras la escritura. Se ve así entonces al pasado como una forma solapada de llegar al presente a partir de hechos, detalles que formen una historia posible de comprender, aun cuando lo que se busca comprender resulte igualmente incomprensible. Para esto Jorge se sirve del análisis de los hechos cotidianos, las ficciones quizá, como el soporte que la historia requiere para constituirse, para adquirir al menos una pizca de sentido. De este modo, vemos una insistencia en el hecho que no sería posible una historia sin detalles, distanciándose de la idea de los grandes relatos. Porque sabemos que basta un guijarro para reactivar una memoria involuntaria que tal vez nos daría las pistas para comprender el presente, aunque por otro lado, comprender los restos nos sirve, parafraseando (siempre con torpeza) a Benjamin, para comprender el tiempo pasado. La idea de volver atrás, nos trae de vuelta a un presente con el desencanto o las ideas inconclusas del pasado, que al ser enfrentadas a la actualidad, generan una dialéctica de la desesperanza, o de la desesperación, de la fiebre. Transformando a la palabra en el lugar en el cual florecen los litigios; lo que nos queda entonces, tratando torpemente de resumir todo esto, es que el desencanto y la melancolía de la espera, no es el resultado de la derrota en una pelea, siempre solitaria, sino la derrota de no haber peleado, es decir: un combate contra la falta de sentido. El desencanto así es no pensar siquiera quien cooptará este vacío, esta ausencia de sentido, sino más bien comprender que no se puede articular un relato sino a partir de la ausencia, pues a partir de ella nos constituiríamos. Distanciándose ésta escritura de constituirse como tal a partir de un fin sin fin, y a la vez de la utilidad nacida en la representación.
Ahora, la distancia con el arte, más allá de sus constantes y propias contradicciones, surge del distanciamiento que ha experimentado éste con la realidad de la que nace. Y es que tal vez exista una nostalgia de ellas, de las obras que se constituían materialmente replicando la huella que la realidad dejaba en ellas; creando una idea de acción que hoy se ve reducida a estrategias y operaciones lejanas a un vaso de leche derramado. Como diría Adorno entonces, el arte carece de irracionalidad. Y de coherencia política. Mientras que la poesía supuestamente pareciera ir más allá, o bien –y para ser honestos- ofrecería al menos dicha posibilidad. La de una búsqueda por recuperar el idioma sensible de un mundo distinto al nuestro; pero que en el fondo sigue siendo el nuestro, la crítica y el pensamiento creativo, la belleza del estar afuera.
Podríamos pensar también que la distancia con el arte radica en el concepto platónico que lo cataloga a éste como la copia de una copia. Dejando al trabajo de arte en la mímesis, limitado en su accionar, mientras que el trabajo poético ofrecería un camino más interesante por ser quién más se acercara al mundo de las ideas, del pensamiento. Lo que nos lleva a pensar hasta qué punto la distancia con el arte a partir de la mímesis, no es una distancia con el arte en sí o con los artistas, sino en cómo la sociedad se ha estructurado en base a la mímesis. Como el arte ha sido posicionado así fuera del mundo del que debería estar ligado. Quedándose en la imagen nada más, relegado. Atrapado en la fría cara del espejo.
Sala de espera le restituye una importancia perdida a la ciudad, aunque ello implique una carga melancólica. Jorge la sitúa como el espacio en el cual se habría de desarrollar la lucha de clases; tristemente desaparecida, pero es un lugar que guarda esa esperanza; del mismo modo que aún en el abandono un cuadrilátero espera otra pelea; que no vendrá. Así, preguntar por quién, finalmente, no es preguntar por el otro sino preguntar por la gramática extraviada de la ciudad. Recuerdo, siguiendo esta idea de ciudad, un diálogo con Jorge en el cual él me preguntaría no sin un dejo de llamado de atención ¿Quiénes son los que poseen cuerpos y quiénes no en una escritura?, dirigiendo así la tensión de la ausencia de diálogo o de una escritura de la ausencia, hacia los cuerpos que constituyen una escritura basada en la ignorancia y la performatividad que busca instaurar un sentido que no escapa del espectáculo, de la violencia, del fascismo. En este sentido la relación entre saber y poder, evidenciada a partir de una desocupación del lenguaje, como diría Eugenia Brito, acá se invierte por un deseo de volver a ocupar (y no rellenar) dicho vaciamiento forzado por la dictadura. No es distante así la relación que estos textos mantengan con el trabajo de Juan Luis Martínez, porque de un modo u otro, vemos que los pliegues nos remiten a una historia, o mejor dicho, nos invitan a leer la historia, que acá aparece desde el detalle, desde lo específico. Aquí aparece la historia cruzada por un río, que tendría una orilla Chilena y otra Argentina; no es exagerado entonces imaginarse dos niños separados por un río, Juanito Laguna de un lado y Luchín del otro. Jorge nos propone así, más allá de los hechos, revisar los pliegues que incluso nos constituyen a nosotros desde una supuesta formación intelectual, sin dejar el escepticismo
No vengan aquí con el Spleen
y otras siutiquerías francesas,
en los cordones de París también hay locomotoras
que cruzan atisbando
de lejos las villas miseria
sin dudar en cuestionar los referentes tanto académicos como políticos. Podemos notar también la cercanía con Los heraldos negros, de Vallejo, que se hace presente a partir de la revisión de un pasado reciente, hecho que configura la desolación presente, pues sabemos de los muertos, de la explotación, pero seguimos ahí, nada más permanecemos como sombras, cuando en verdad deberíamos morir como quién muere un veinticinco de diciembre. Asimismo el vínculo con Vallejo se estrecha en la presencia del marxismo, aquí, a partir de los métodos de producción: el arte, cómo no, los ya mencionados intelectuales de izquierda, que son la metáfora de un intelectual que se ha encerrado en la academia, en sí mismo.
En éstas páginas no existe filiación ni apego alguno, no hay territorio posible si no hay palabra. El relato es el desapego desde la fiebre, acelerada por el jazz que sí nos habla de la ciudad, y la velocidad de un tren que nos lleva sobre una de las varias preguntas que Sala de espera nos ofrece. Esta es: sí sabemos o no que la poesía es una pregunta. Aunque su enunciación suponga ya el final del recorrido, es decir, saber de la respuesta, conocerla aunque sea en forma vaga e imprecisa. Nos dice, en su incertidumbre, más allá de un lector, de la angustia de sabernos solos; a la intemperie, sólo con la ilusión de las posibilidades, con algunas respuestas posibles:
¿Dónde nos ha llevado el viaje de los griegos?
¿Hubo viaje o siempre fue un relato?
¿Quién espera, en la orilla, quién?
Valparaíso, verano del 2012
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Referencias bibliográficas
POLANCO Jorge, Sala de Espera, Ed. Alquimia, Santiago 2011
ADORNO Theodor, Minima Moralia, Ed. AKAL, Madrid 2004.
SEMPRÚN Jorge, La escritura o la vida, Ed. Tusquets, Buenos Aires, 2004.
BRITO Eugenia, Campos Minados, Ed. Cuarto Propio, Stgo. 1994.
FORSTER Ricardo, Benjamin, Ed. Quadrata, Buenos Aires 2009.