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Rainer Maria Rilke

Por Marguerite Yourcenar
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Traducción de Ricardo lbarlucía -
Publicado en Revista de Poesía, N°31, primavera de 1994



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Este texto fue escrito en 1936, a pedido de Madame Roland de Margerie, para un homenaje a Rilke que finalmente no pudo realizarse; permaneció inédito hasta nuestros días, en que fue descubierto por Diane de Margerie, quien lo confió a Gabrielle Althen y Jean-Yves Masson para que sirviera de prefacio a su traducción de los Poèmes à la nuit, publicada por Editions Verdier, Collection "Der Doppelgánger", París, 1994.


No lo conocí, y sus libros también se me revelaron bastante tarde, el año mismo en que este poeta tomaba definitivamente forma de fantasma. Una parte entera de su obra se me escapa, se hunde para mí en el balbuceo y la niebla, pues los poemas traducidos siempre son palomas a las que se les ha cortado las alas, sirenas arrancadas de su elemento natal, exiliados en la orilla extranjera que sólo pueden gemir que estaban mejor en otra parte. Ellos solos, sus obras en prosa, sus cartas, algunos versos directamente escritos en francés, algunos relatos de personas que lo amaron, han bastado para inspirarme una ternura infinita y fraternal por él, que no puedo sino comparar con mi amistad por Virgilio. Pero el Tiempo no es sólo una ilusión, y no es poca cosa haber sido llevados en la balsa de un mismo siglo: mientras que Virgilio se hunde para nosotros en la polvareda de dos mil años de crepúsculos, Rilke está todavía tan cerca que podemos amarlo como a nosotros mismos. Poco es ser grande, o ser puro: él nos es querido porque su miseria ha sido más o menos la nuestra, y porque la suerte le asignó la misma porción de desgracia. Las soluciones que encontró a su vida repartida entre la angustia y el respeto son de esas que podríamos aceptar, y esta comunidad de peligro y de soledad nos vuelve su genio un poco menos extraño. El profundo Virgilio hace soñar con las plantas nocturnas que crecen silenciosamente bajo los rocíos lunares, con la melancolía de los vergeles corruptos por el otoño, con el destino dorado de las abejas y de los astros. Rilke también tiene sus vergeles, sus astros, y su Orfeo. Pero la verdadera patria del joven Malte no son los Campos Eliseos de Gluck, es el pais enfermo y gris donde el ajusticiado se consuela con la esperanza, es París, es Praga, pensativos Purgatorios. La luz temblorosa que invade el cuarto de la calle Toullier es la de un alba todavía pálida de haber atravesado la noche, y la manzana de Cézanne curva los árboles del vergel de Muzot con su peso tranquilizador y triste. Manos extrañas, iguales a las que Rodin jamás se cansó de modelar, frecuentan los corredores de esta obra crepuscular como la mañana, y que parece dictada a la hora en que palidecen los fantasmas. Si este poeta habituado a las visitaciones angélicas se quiso insubstancial, humilde, despojado hasta la transparencia, es porque se sabía nacido para transmitir, para escuchar, para traducir al riesgo de su vida esos secretos mensajes que las antenas de su genio le permitían captar; encerrado en su cuerpo, como un hombre al acecho en un navío que zozobra, mantuvo hasta el fin el contacto con su puesto de emisión misterioso situado en el centro de los sueños.

Respeto por los hombres, respeto por sus almas invisibles o tan raramente, tan patéticamente adivinadas; respeto por sus tristes cuerpos que ellos mismos no respetan, conformándose con quererlos, con torturarlos, o con negarlos. Respeto por las cosas de las que los hombres abusan con más inconsciencia aun, y que tratan peor que a su propio corazón. Respeto por el silencio, pleno del presentimiento de las voces futuras; respeto por el pasado, que es presente, como en el escriño la marca dejada por el anillo desaparecido, y respeto por el instante presente, que irá pronto a unirse al pasado, atraído por la imantación del Tiempo. Respeto por los ángeles que son nuestros guardianes y son quizá nuestras almas; respeto por nuestros demonios también, que no son sino la sombra arrojada por nuestros ángeles. Respeto por Dios, aunque no exista, porque no ser después de todo es sólo una manera un poco más noble y más pura de existir, y porque lo poseemos al menos bajo la forma de deseo y de espera. Respeto por el amor, que los hombres y las mujeres no respetan más, porque tienen miedo de que se los obligue a ser dignos de él. Respeto por la muerte, que es el fruto de nuestra vida, y casi su hija. Rilke respetó todas estas cosas, y su existencia estuvo dedicada a venerarlas posando sobre ellas manos cada vez más temblorosas, pero que sólo temblaban, como las de un amante, a fuerza de coraje. En una época que se muere de sequedad desdeñosa y de indiferencia grosera, Rilke es el único poeta al que las cosas y los seres libraron sus supremos secretos, porque ha sido el único en comprender la necesidad de arrodillarse. No dispone de las dotes de un visionario, como Blake, de un nigromante, como Swedenborg, o de un brujo, como el viejo Goethe; no posee la riqueza del extraño magnetismo telúrico que hace de la obra de Thomas Mann el más poderoso reservorio de fuerzas elementales; no tiene entre los dedos los útiles cortantes y encorvados de un Proust. En el fondo de tanta desnudez y de tanta soledad, los privilegios de Rilke, y su misterio mismo, son el resultado del respeto, de la paciencia, y de la espera con las manos juntas. Un buen día, esas manos doradas por el reflejo de vaya uno a saber qué cielos desconocidos se separaron de ellas mismas, iguales al cascarón frágil y perecedero de un fruto formado en la profundidad de esas palmas, y del cual nunca se sabrá si debe más a la luz que lo hizo madurar, o a las tinieblas de las cuales salió.

En Roma, una noche de Navidad que se une e iguala a la mañana de Pascuas del primer Fausto, Rilke escribía a un joven poeta para aconsejarle ser grande, y consolarlo de estar solo. Entre los compañeros dispuestos a poblar nuestras soledades, enumeraba Dios, y la primavera, y la infancia, y el viento sobre todo "que ha pasado por encima de los árboles de muchos paises". El recuerdo de Rilke ha llegado a ser ahora igual a esta brisa, que reabre como una rosa de Jericó el corazón desecado de los solitarios. Porque él fue triste, nuestra amargura es menos grande; estamos menos preocupados, porque él vivió sin seguridad; estamos menos abandonados, porque él estuvo solo. Hace diez años que Rilke entró en esa tierra donde el sepulturero de sus cuentos esperaba cavar bastante antes para encontrarse con Dios, y ya la obra de este poeta tomó la forma de Angel, y lleva a los desgraciados el refresco de sus propias lágrimas.

 

 

 



 

 

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