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EL ARTE CASTIGADO DE XIMENA RIVERA
(Presentación de Obra Reunida, Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2014)

Por Carlos Henrickson



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No es tarea fácil para mí decir algo -hasta lo más mínimo- sobre la poesía de Ximena. Básicamente, porque da lugar a una falacia íntima. Antes de llegar a Valparaíso y trabajar con ella -en algún sentido, cada una de las conversaciones largas y significativas que tuvimos implicó siempre un trabajo- ya tenía yo un aprendizaje básico bien desarrollado sobre lo que algunos suponen es la poesía (escritura, trabajo de imágenes literarias en la superficie del texto, eufonía); pero fue con ella que aprendí las otras variables, las casi inefables del arte (harto más acá del oficio), que no dejan de rebelarse al tratamiento frío del escritorio o la pura práctica material. Por ello, lo que ahora diga viene en buena parte de lo que aprendí en esas reuniones -algunas de tardes enteras, en que Ximena parecía con una verdadera ansiedad de traspasar parte de las experiencias que un camino intenso e íntegro en el arte le había entregado. Digo viene de, como una expresión aproximada, ya que el contenido preciso de la revelación comparte con el de su obra poética el ser de una sustancia intransferible, apenas vaciable en los moldes de la palabra, a menos que nos hayan antes abierto una puerta.

Esta noción de una poesía con la cual uno no se encuentra así sin más, sino que se debe acceder -por alguna compleja razón que tiene que ver con cierta hegemonía cultural en la primera mitad del siglo XX en nuestro país, condenada a un odio ciego y sordo-, no es para nada extraña ni extemporánea, si bien ha sido relegada a una tradición marginal pero reconocible en nuestra literatura. Lo que marca a Ximena es precisamente que desde la obra se salta a un ámbito experiencial que conlleva la misma necesaria mediación que expulsa del plano inmediato cualquier perspectiva ingenua de comprensión. Por ello, la relación entre arte y vida es en Ximena de una intensidad absoluta, y no extraña que haya encontrado en Rimbaud o Hölderlin inspiradores, mucho más allá de una simple influencia literaria.

Para explicar lo que planteo debo tratar el tema de la videncia, que en el caso de Ximena resulta particularmente complejo e incómodo, pero necesario, si se trata de esclarecer la voluntad literaria precisa tras los textos. En el primer encuentro de su poética ya se hace inevitable la pregunta: ¿cuál es el lugar de lo que nuestro pobre logos occidental llama patología en esta escritura? Porque si bien la escritura de Ximena se aferra a una lucidez expresiva que excluye toda seña de lo que se estudia en un gesto supuestamente “avanzado” como “literatura de locos” -la concisión y el equilibrio cuidadoso de la imagen poética quedan absolutamente afuera de esta “definición” hecha por psiquiatras-escritores-, hay que reconocer que el perturbador don de visión de los textos no deja de postular en claves y formas distintas, la existencia de realidades segundas, afirmadas y presentadas a veces con un detalle preciso e inquietante, en las que la consecución de sentido no se da conforme a lógica lineal. Porque sí, la consecución de sentido no se deja de lado; en cada una de esas visitas no se nos establece el más allá de la razón, como se querría en la mística, sino que la posibilidad de una segunda razón, que encima tiene con el mundo nuestro analogías cuya clave no está aún escrita, una clave que sólo puede ser vivida.

Ximena vivió en ese estrecho margen desde el que se da la perspectiva de la absoluta posibilidad de lo real, el terreno que desde acá podemos llamar poético en el sentido más pleno; pero que desde la lógica moderna se entendió cerradamente como un desvío y un daño, una carencia, una demens, una falta de espíritu, una falla del espíritu. Su equilibrio mental y nervioso fue, de hecho, un fértil campo de experimentación para nuestra “ciencia” psiquiátrica, experimentos que le generaban síntomas plenamente reconocibles para sus manuales de texto, que iban dictando nuevos y más ingeniosos tratamientos para diagnósticos que demostraban a través de los años equivocarse una y otra vez, para seguir jugando a la seudociencia exacta. Años de tortura en manos de esta disciplina criminal, sin embargo, no produjeron el abismo de sentido que de seguro producirían en cualquiera de nosotros, los “sanos” -si bien produjeron indirectamente su muerte física por las fatales consecuencias de tales tratamientos prolongados sobre los sistemas inmunológico, nervioso y arterial. En una tensión espiritual que todos quienes la conocimos pudimos apreciar, Ximena desarrolló su arte y la relación que asumía con respecto al oficio a un grado de extrema lucidez, reconociendo siempre la distancia entre la poesía y todos aquellos soportes del ego -la academia, la lectura pública, el apretón de manos de los colegas- que para la gran mayoría de nuestros escritores se hacen una efectiva necesidad psicológica, hasta llegar, esta sí a veces, a extremos patológicos. El retiro de Ximena no tenía, en este sentido, nada que ver con esa elección de una marginalidad que se ostenta como máscara de la desidia y el fracaso y que podemos observar purular por todo nuestro organismo cultural. Pero si usásemos la palabra malditismo, y remontamos el término no a la autoparodia ejecutada por Verlaine en que el término se “estandariza”, sino a su origen inmediato, el poema Bénédiction, que abre el capítulo fundador de la poesía moderna en Les Fleurs du Mal, de Baudelaire, se hace imposible no pensar dos veces en el malditismo como una disposición más que una pose, un lugar que se asigna tanto desde sí mismo como por parte de una sociedad cuya ideología dominante resuena hasta en el último rincón de la intimidad del paradójicamente “bendito” poeta de la modernidad que se ha rebelado contra aquélla, el desheredado Niño que se embriaga de sol / bajo la tutela invisible de un Ángel; mas es objeto de un temor y una inquietud que se lee en desprecio y odio por nuestra sociedad “iluminada”, emancipada de la tiniebla primordial del conocimiento poético -disposición que, paradójicamente, actúa ella en el pleno misterio, evitando dar cuenta de sus mecanismos de exclusión y castigo.

Dejo en claro que no equiparo este malditismo a una condición natural, y probablemente estoy planteando una tesis que da de sí un desarrollo muchísimo más extendido -que creo buena parte recorrido por Lucy Oporto en su inspirado y brillante Epitafio, el que invito a leer y meditar más de una vez. Hay algo que nunca será suficiente subrayar, dado que ella misma gustaba de presentarse en contrario, para gusto de nuestros mitólogos -que vienen sobrando hace rato en Valparaíso-: la profundidad cultural de Ximena, que es algo muy distinto de la amplitud de conocimientos del erudito o la especialización puntillosa del académico. En un poeta, particularmente, la profundidad cultural no tiene que ver con la dimensión cuantitativa, del conocimiento como un material; tiene que ver con la lectura correcta, que es capaz de revelar el sentido de las palabras de una forma que trasciende su enunciación, su lectura o su escritura, como si se nos extendiese detras de la fachada del lenguaje una casa, con normas, mobiliario, habitantes y rutinas, con relaciones, de las cuales debemos estar enterados para hablar -y no sólo enterados, sino de algún modo autorizados para emprender la más mínima descripción fiel. Por ello, cualquier adscripción de Ximena a una suerte de visión inocente o irracionalista del mundo -que define y justifica a una buena parte de la marginalidad ostentosa a la que me he referido antes- resulta una falacia, más culpable aún en el instante en que sus textos se hacen más disponibles. Cabe destacar en este sentido, la necesidad de esta Obra Reunida para evitar la deformante funebrería que en países de mala conciencia con las artes, como el nuestro, resulta en caricatura o adscripción forzosa a escuelas o movimientos literarios que sólo viven en las fichas del profesor de literatura de diez o veinte años más. Es aún más importante y de justicia resaltar que esta preparación cultural de Ximena no es un misterio insoluble o un milagro de la naturaleza: responde a una formación que, si bien implicó la personalísima, fértil y permanente búsqueda que es el sello del mejor autodidactismo -ese que reconoce la necesidad de un pensamiento autónomo capaz de generar su propia arquitectura, jerarquización y valores-, tuvo en el poeta Gregorio Paredes un excepcional mentor en aspectos sustanciales de la práctica de la poesía y el pensamiento que son casi imposibles de hallar en currícula normales de estudio y aun en espacios formales o informales de taller.

Quiero insistir también en la profundidad y responsabilidad con que postuló siempre las “realidades segundas” de su poética. Sea la analogía con la revelación mística que deja expresar La más pobre demostración de amor, el sutil mundo onírico que aparece en Poemas de agua, la paradójica inquietud sobre un más allá de los objetos en Puente de madera, o la misma Casa de reposo, nunca se representa evasión, negación de la realidad. Tal como la más primordial manifestación de la práctica poética, bien por debajo y en el mismo profundo cimiento de la construcción del espectáculo ético y estético del estado racional, Ximena no nos refiere a la pura fantasía al plantear esa realidad de lo puramente posible; nos refiere, en cambio, a un punto desde el que nuestra realidad y nuestro mundo pueden adquirir un sentido que le ha sido arrebatado hace tiempo por una cultura obsesionada por “iluminar” a tal punto que dejen de verse los detalles de sombra, las heridas y los golpes que están en la base de nuestra experiencia social. En Ximena, la lucha espiritual, por esto mismo, no se refiere a lo religioso, al menos en el sentido moderno: ese espacio de la máxima tensión entre lo real y lo posible, que a ella se le presentaba con una lucidez perturbadora, traía en sí una devastadora opacidad que impedía saber si la dirección de la empresa era hacia la redención o hacia el aniquilamiento. Es en este sentido que esos lugares que pisamos en la experiencia lectora de la poesía de Ximena se me hacen, al fin de cuentas, más reales y acuciantes que el espectáculo cotidiano del día que se repite proyectando la estética propia, forzada, de lo que, puesto al frente nuestro, gusta decir que existe.

Quisiera destacar, finalmente, un aspecto de la perspectiva ética de Ximena que se enlaza profundamente con el libro inconcluso Casa de reposo. La certeza experiencial que presenta naturalmente el artista que vive fuera del colchón burgués es que ese “iluminismo” del que hablaba -la lámpara bruta cual gendarme de la ideología burguesa- sabía llevar a su escena sólo la belleza natural y la nobleza humana en su ideal. En la escena de la experiencia literaria que Ximena vive y recrea, en cambio, toma protagonismo una conducta y una mirada profundamente compasivas, que saben encontrar en aquellos sitios de espaldas a la belleza la posibilidad de una trascendencia que supera en mucho a una simple redención estética -y como ejemplo de esto me cabe recordar que Ximena decía estar aburrida de la belleza porteña, mientras se entregaba a una cotidiana emoción ante la humanidad intensa y carente del entorno de la Plaza Echaurren, donde a ella, de hecho, le gustaba vivir, como si casi le correspondiera tal espacio social y humano. Es en este terreno que Ximena reconocía con parte importante de la ética cristiana más profunda una coincidencia, si bien el proselitismo basado en esta compasión le producía -y recuerdo claramente que esto fue una constante conversación en el último tiempo de su vida- un sentido de hondo asco moral. La reflexión inspirada sobre la compasión sería el eje del libro Casa de reposo, el que Ximena empezó y alcanzamos a trabajar de manera acabada las secciones que acá se presentan cuando no tenía aún la menor intención en irse a vivir efectivamente a una real casa de reposo; por ello, el espacio de este poema no es de ninguna manera autobiográfico, sino que representa una construcción propia, armada desde un recuerdo ya lejano y desarrollada en una conciencia extrema de metamorfosis poética. En una de nuestras últimas conversaciones, estando ella ya en la casa de reposo y justo antes de la operación quirúrgica que sería como el umbral de su último viaje, me recordó que tenía pensado continuar el libro, y tenía bastante claro, en la idea, incluso cómo lo terminaría -si bien tenía algún temor por la reacción de la dueña de la real casa de reposo ante algunas de las expresiones del texto. En la siguiente conversación que tuvimos, en el Hospital de Quilpué, ya no era ni siquiera tema: Ximena me dijo clara y significativamente que estaba aburrida, sin necesidad de agregar determinación alguna al adjetivo.

Escribo esto sabiendo que es incompleto, y que carece del orden o la estrictez que merece un estudio de la obra y vida de Ximena, y sólo me cabría hacer la promesa de un texto más largo, pensado para un formato de libro y que no saldrá tan pronto -esta pequeña presentación ya me ha sido penosa, y me cuesta llegar a la frialdad necesaria para tal trabajo. Tengan los lectores de esta Obra reunida su tarea primera -el conocimiento de la obra de Ximena-, sabiendo que con esta necesaria y urgente publicación tan sólo se inicia la relectura permanente de una de las poéticas personales más originales, autoconscientes y desarrolladas que dio nuestro país en los últimos treinta años; por delante queda aún sortear un buen trecho del espeso y oscuro bosque de vanidad y autorreferencia de nuestro campo literario.



 



 

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