Hay hechos que van madurando entre sombras, pocas manos, que ningún control vigila,
tejen la tela de la vida colectiva, y la masa ignora,
porque no le preocupa nada de esto.
Antonio Gramsci
Introducción
En los Cuadernos de la cárcel encontramos una entrevista publicada originalmente en 1929, en Italia Letteraria, en la cual Luigi Pirandello le señala a Alvaro Corradoque “detrás del dinero discurren las formas de vida y de la cultura”[1]. Frente a semejante observación cabe preguntarse ¿qué es una industria cultural ‒específicamente del libro‒ aquí en Chile?, ¿qué clase de sensibilidad, público, lectores o clientes ha creado? ¿cuáles son, no digamos las condiciones de trabajo sino de capitalización que este abstracto denominado editoriales independientes ha enseñado en este último tiempo?
Si hacemos un contraste de los últimos veinticuatro años, considerando que fue en la segunda mitad del año dos mil cuando se masifica el internet en Chile, podemos aseverar que los medios digitales han contribuido en esta última década a una aceleración en el cambio sensible y social; consecuencia directa de la agresiva expansión de políticas propias de un modelo económico que fue implementado y forjado en dictadura, y que es particularmente visible en la industria y gestión cultural, más no necesariamente del todo ‒aunque así podría pensarse‒ en el campo intelectual. En un ejemplo que podría resultar significativo y clarificador, pero ante el cual debemos ser cautos para evitar confusiones, bastaría hacer el ejercicio de dirigir nuestro análisis a un plano concreto y acotar la reflexión al predominio de un paradigma institucional por sobre otro. Nos referimos a la retirada, en una multiplicidad de planos de ese espacio social denominado campo cultural, de la Universidad de Chile ante la emergencia de la Universidad Diego Portales. Insisto, este ejemplo es una mera estrategia metonímica que, más allá de las especulaciones, sirve como un patrón para representar las prácticas políticas y económicas que subyacen al ejemplo en cuestión. En otras palabras, estructuras visibles que operan como una densa nube sobre nuestra frágil realidad. Aceleración que a fin de cuentas pareciera indicarnos que, advierte Pablo Aravena: “lo que pensábamos se acababa después de nosotros, se acaba con nosotros”.
La tesis de este acotado ensayo es simple y carece de originalidad: la industria cultural opera ‒parafraseando, en forma y fondo, a Sergio Rojas‒ como un “enmascaramiento” sobre la aceleración de prácticas modernizadoras en el área de las humanidades en las universidades chilenas y en los diversos niveles de la educación escolar. Ahora bien, cuando hablamos de industria cultural nos referimos en específico a ese grupo denominado (y con mucho énfasis, autodenominado) editoriales independientes. Y, por supuesto, todo lo que ese “colectivo” ha logrado sostener sobre la base de su producción, esto es: participación e inclusión en decisiones políticas a nivel institucional, festivales, ferias, formas de asociatividad y comportamiento mediático, principalmente.
Quizá una forma de abordar esta tesis requiera solo una pregunta que abra el análisis y la reflexión, una que implique ‒como base mínima para analizar dichas editoriales‒ partir de la siguiente lógica: cuestionar cuáles son los espacios y prácticas de asociatividad que operan sobre una lógica de resistencia, no solo respecto al modelo cultural predominante, sino a la idea de un modelo económico en el cual ellos han de insertarse. En tal sentido y como preámbulo de esa pregunta, tal vez debiéramos recordar a Bourdieu cuando señala que “los campos de producción cultural ocupan una posición dominada, temporalmente, en el seno del campo del poder. Por muy liberados que puedan estar de las imposiciones y de las exigencias externas, están sometidos a la necesidad de los campos englobantes, la del beneficio, económico o político”. Pues bien, la pregunta es, editoriales independientes: ¿independientes de qué?, ¿del mercado?, ¿del Estado?, ¿del mundo académico, de la universidad?
1.- La universidad & la escuela
Probablemente el contenido de este breve ensayo es solo un compendio de preguntas que aún desde la incertidumbre intentan ‒desordenadamente‒ sostener que; “el discurso no es otra cosa que una proposición” como señaló Joseph Jacotot; emplazamientos, si se quiere. Así entonces y más allá de lo errática que pueda resultar esta escritura, podríamos comenzar desde alguna parte, pensando por ejemplo, en la manera en que el Plan Boloniaha señalado los límites que enmarcan a la industria universitaria, pasando a llevar de paso su autonomía, al no poder escapar de los principios de rentabilidad que exige la agresiva rigurosidad financiera, propia del capitalismo; en una línea similar, tendríamos que analizar el modo en que las políticas que han beneficiado a la educación subvencionada, en detrimento de una precarizada y abandonada educación pública, han contribuido a una crisis en diversos planos de la cultura, que también afecta y de manera profunda, al libro y la lectura; porque es el sistema educacional en su conjunto el que revela en sí mismo las prácticas políticas que promueven los intereses económicos que este ha de generar, tanto a corto como a largo plazo, en tal sentido esto no se diferencia de aquello que conocemos como lucha de clases, ¿de qué forma entonces, la existencia de un conjunto de proyectos editoriales logra enmascarar aquello?, ¿qué son y en qué se parecen, hoy, la Universidad y la escuela?
Antes de arriesgarnos con una respuesta, ciertamente hay que asumir, como primera cosa, el conservadurismo y clasismo propio de este país, pero no basta hilar muy fino para descubrir que el factor común en la crisis de ambas instituciones es consecuencia directa de las estrategias propias del modelo económico imperante. De este modo, han sido la política del shock, que implementó a fuerza el modelo neoliberal en dictadura, y la adhesión al Proceso de Bolonia (reforma universitaria cuya declaración fue firmada en Italia el año 99) a través del Proyecto Tuning (en la primera parte de la década del dos mil) los planes que, en gran medida, han configurado la educación chilena actual.
Pues bien, partamos entonces por saber qué es la Universidad hoy en día, utilizando para ello la sinécdoque, cosa de ver cómo es definida por medio de un concepto que, al mismo tiempo, no sabemos qué es lo que define; nos referimos a la excelencia. “La excelencia ‒señala Bill Readings[2]‒ se ha convertido en el principio unificador de la Universidad contemporánea”, en cierto modo es también, una especie de validación o reconocimiento que se sustenta sobre un concepto carente de toda referencialidad, el cual posteriormente amplía:
“La excelencia es claramente una unidad de valor puramente interna que efectivamente pone entre paréntesis todas las cuestiones de referencia o función, creando así un mercado interno. De aquí en adelante, la pregunta por la Universidad es sólo la pregunta por la relación entre calidad y precio, pregunta a la que se enfrenta un estudiante plenamente situado como consumidor y no como alguien que quiere pensar”[3]
Si quisiéramos responder con cierta precisión de dónde viene o, más bien, cómo se compone o estructura todo esto, la situación actual de la educación chilena en su conjunto, tendríamos que retroceder, de acuerdo a lo que señala Willy Thayer, cuarenta y siete años. Pues fue en un breve lapso, entre 1978 y 1981, que:
“la nueva ley de las universidades (1981) que subordina el derecho a la educación al principio de la libertad de enseñanza, con todo lo que se ha visibilizado sobre esto en la irrupción del movimiento estudiantil durante 2011: de ello destaco lo siguiente:
a) que en Chile no se crearon cincuenta o más industrias universitarias nuevas, sino empresas postindustriales que bajo el nombre jurídico-publicitario de universidades son, antes que nada, instancias de rentabilidad crediticia;
b)
que en los sistemas de becas de educación el becario es un medio indirecto para el enriquecimiento bancario;
c)
que la dictadura, Concertación mediante, creó un sistema de colegios subvencionados que, salvo excepciones ideológicas o confesionales, obtienen la mayor ganancia cuantitativa con el menor costo cualitativo”[4]
Y bien, si estos datos no resultan por sí solo estremecedores bastaría observar que, tras la dominación que subyace tras el panorama del sistema escolar chileno ‒sin discriminar entre el sector municipal, privado y subvencionado‒, nos encontramos con un modelo que no deja de perpetuar la violencia; en otras palabras, “una escolarización como la de ahora no tiene por objeto obstaculizar el funcionamiento de una economía moderna”[5], como nos advierte Jaime Semprún. Evidencia a la que, por otra parte, tendríamos que agregar lo siguiente: buena parte de la infancia y juventud actual presentan en sí mismas otro tipo de complejidades, en lo que refiere al consumo, imaginación, salud mental, sensibilidad, incertidumbre respecto al futuro, además de la autopercepción y la percepción que posean del mundo. En tal sentido, amplía Semprún, tenemos que dimensionar lo que implica el que estemos “asistiendo al crecimiento de las primeras generaciones sujetas a la vida digitalizada sin que nada o casi nada de todo aquello que, en el ámbito de las costumbres, impedía hasta hace bien poco mimetizarse con ella, se interponga”[6].
¿Qué hacer entonces, con esta educación intensamente ideologizada y excluyente?, ¿acaso son también independientes a este problema las editoriales? Bien vale la pena reparar en ello, sin caer en el prejuicio ni formular exigencias retóricas, pero hay que tener en cuenta cuál es y de dónde viene el público, los consumidores o los lectores de las editoriales independientes. Porque estar al tanto de ello al mismo tiempo nos enseña cómo ese dato encubre el desolador panorama educativo, perpetuando las diferencias señaladas anteriormente y que, digámoslo, evidencia el profundo problema de clases que hay en Chile, y que no pasa por los recursos de las Bibliotecas CRA. Por ello, no deberían sorprendernos cartas como las del Colectivo de Literatura Infantil y Juvenil (CLIC) cuando hacen “público” su descontento en una carta enviada al diario El Mercurio. Ahora, resulta curioso, o más bien revelador, que decidan plantear una discusión desde esa tribuna. De todos modos, las firmantes dan cuenta de la sistemática disminución en la adquisición de libros por parte del Mineduc y del Ministerio de las Culturas, lo que no sería tan grave si no fuera porque incumpliría el Estado su rol, a través de esos dos ministerios, de promover y sustentar la producción de textos y la llegada a sus lectores, profundizando la crisis de todos los niveles educativos en relación con la lectura. Sin embargo, y más allá de cuánto le facturen al estado, como señala Pablo Dittborn[7], lo relevante aquí es plantear cómo los fondos, al menos aquellos del Ministerio de Cultura, han reducido el desarrollo cultural a la entrega de recursos y adquisición de libros. Sin embargo, de acuerdo con la miope perspectiva de Dittborn, el ministerio debiera enforcarse en la “trazabilidad” aplicada a estos recursos. Sin mencionar cambio o alternativa alguna en las políticas imperantes.
Así, hablar de la educación en Chile es insistir sobre la fractura social que asoma detrás de todo intento por conformar una comunidad. Por ello, en lugar de preguntarnos cuáles son las semejanzas y diferencias entre asegurar y promover la cadena del libro en el país, subvencionándola, como ocurre con el aporte o subvención que reciben los colegios, tendríamos que indagar en las formas con que el capitalismo procede en el mundo del libro, porque desde el momento en que leemos esta pregunta conocemos lo que la respuesta encubre, esto es, que “el punto de intercambio mercantil es aquel en que se anula la comunidad social”[8]. Paradojalmente, la idea de comunidad es detentada tras la denominación de editoriales independientes, y de la que forman parte no solo los editores, sino también libreros, gestores, y todo aquel que participe de algún modo en esta actividad.
Por otro lado, un aspecto interesante a resaltar, es que las editoriales independientes se presentan como “instituciones informales y no jerárquicas donde una novísima progenie de capitalistas deposita sus esperanzas”[9], dado que al cumplir el rol que corresponde al Estado, y haciendo prevalecer su cometido por sobre las condiciones materiales de su desempeño, en cierto modo logran encubrir lo que también ocurre, y de un modo radical, con la orfandad de la universidad y los colegios subvencionados, que sobreviven en el desolador descampado que ofrece el sistema económico actual.
Ahora bien, y volviendo sobre un aspecto mencionado en la introducción, podríamos revisar hasta qué punto la referencia de excelencia que presenta la Universidad Diego Portales se opone a la que sustentaba la Universidad de Chile, y cómo ello repercute en el espacio donde operan las editoriales independientes, en lo concreto, lo que a su vez revela el problema centralismo de este país. Considerando que ambas instituciones, cada cual en su tiempo, podría ser considerada como un paradigma institucional, formador de agentes que han de participar, definir y/o modelar el espacio literario metropolitano. Y para que no haya confusiones, no está demás señalar que cada una representa un modelo distinto. Así, mientras la Universidad de Chile es, o era, más cercana a lo que conocemos como la Universidad moderna, es decir, con un mayor enfoque social, la Diego Portales representa a una institución característica del modelo neoliberal, centrada en la profesionalización. Tal enfoque queda de manifiesto si revisamos hoy en día lo que ambas casas de estudio ofrecen a futuros estudiantes de literatura en lo que refiere al campo laboral, promesas en las que de inmediato afloran las diferencias entre ambas. Incluso más, si quisiéramos desarrollar una hipótesis un tanto fuera de lugar, podríamos sostener que dicho relevo (considerando las generaciones de egresados de la Portales) podría tener alguna relación con que, en poesía por ejemplo, exista una mayor concentración de escrituras surgidas en base a programas, y no a problemas. Pero, claro está, en el espectro metropolitano; influencia que sin duda se expande –cada vez más rápido– a regiones. Algo similar podríamos señalar respecto al notorio aumento en la cantidad de talleres de escritura disponibles, quizá efecto de esta idea de profesionalización o, en su triste revés, una forma de subsistir ante la precariedad laboral, sin dejar de insistir en la literatura.
Pues bien, retomando el punto anterior, mientras la Universidad de Chile señala que sus “graduados pueden desempeñarse como asesores y docentes en todas las áreas que involucran la enseñanza y reflexión sobre el lenguaje y particularmente, la lengua española”, la Diego Portales aclara que “su formación académica le ha entregado diversos elementos y herramientas indispensables para enfrentar la vida laboral dentro de la industria del libro”.
Ante el panorama señalado, y en relación con la influencia que ejercen ambas instituciones, (reitero, en el espacio metropolitano) cada cual en su tiempo, bien cabría destacar ese relevo como un síntoma de lo que el mundo privado no ha conseguido por sí mismo si no es a partir de sus recursos y presión política. Para ello me apropiaré, descontextualizando sutilmente, de una pregunta que se hiciera Luis Cárcamo-Huechante: “¿Hasta qué punto, entonces, se puede decir que la nueva matriz de Mercado depende estratégicamente, en su articulación, de las garantías de sentido histórico-cultural que le suministra la vieja cultura del Estado?” Y por otro lado, pero en la misma sintonía, ¿hasta qué punto esta transición representa la culminación de un proceso iniciado con el golpe de Estado? En el sentido que el éxito de la privatización de la escuela y la Universidad contribuyen a formar, con su propia industria (del libro, en este caso), una cultura que la imposición del modelo económico, pese a desarrollar una nueva sensibilidad e imaginación colectiva, no había conseguido completar a plenitud.
2.- El Estado & la industria
Si hacemos un recuento de los últimos diez años, por ejemplo, veríamos cómo en los fondos de adquisición para distribución en bibliotecas públicas el grupo Planeta compite con microeditoriales, o bien algunas de rango intermedio (definidas así por la producción anual o cantidad de títulos publicados). Algunas de las cuales quedan impedidas de participar porque, de acuerdo con las bases, no pueden postular libros que hayan recibido ya un aporte de otro fondo, como es el de Fomento a la industria (en sus modalidades de persona jurídica y natural). Lo cual resulta un tanto absurdo, pues si el libro en cuestión, de acuerdo con lo establecido en el concurso, se considera un aporte a la bibliodiversidad, al territorio, o al criterio que se defina para tales efectos, resulta incoherente no extender ese apoyo y que pueda llegar a las bibliotecas públicas. En el fondo, lo incomprensible es por qué no existen políticas de seguimiento o continuidad que apoyen realmente a editoriales que, en el mercado convencional del libro, es decir, las librerías, se encuentran ante un escenario copado por editoriales transnacionales. Siguiendo esa idea, resultaría lógico que –en ese mismo fondo– en la modalidad de Ferias del Libro Regionales se establezca de una vez y de antemano, ya sea incrementando o bien organizando cada ítem a fin de que ningún trabajador se quede sin pagos, que no haya cobros para las editoriales. Dado que dos de las ferias más exitosas y atractivas para las editoriales a nivel nacional, como son La Furia del Libro y La Primavera del Libro, mantienen altas tarifas de inscripción, sin hacer distingos para quienes viajen desde otra región. Incluso más, se debería analizar seriamente el que se exija un valor de venta en libros que son financiados con recursos del Estado.
Si bien todo lo mencionado anteriormente debiera ser discutido, vemos que no existe el ánimo o afán, en lugar de solo otorgar fondos, por crear políticas o un cuerpo estatal cuya envergadura permita el desarrollo de iniciativas editoriales que completen el círculo que parte desde el escritor y culmina en los lectores. Si el espíritu del ministerio busca, a través de sus fondos concursables, “garantizar la sostenibilidad” de “proyectos del ecosistema editorial”, como así lo expresa en su página, sin importar las iniciativas privadas debería, por ejemplo, proponer una distribuidora estatal con presencia en todas las regiones. De igual modo, imprentas o librerías estatales a lo largo y ancho del país.
Algo similar ocurre con el Fondo de Fomento a la Industria, en la modalidad de Emprendimiento, en la cual solo es posible participar como microeditoriales, es decir, editoriales cuyo catálogo se componga, como máximo, de cincuenta títulos. Si bien es cierto que este es un fondo importante a la hora de adquirir equipos para desarrollar proyectos editoriales sin tercerizar el trabajo de imprenta, quienes postulan a este tipo de proyectos quedan a mitad de camino cuando sobrepasan el límite de libros en el catálogo y deben renovar equipos. Considerando que muchas de esas editoriales no logran replicar el modelo de negocios que dichas políticas del ministerio afiebradamente imaginan. Y que, en muchos casos, tampoco pretenden conseguirlo. Por otro lado, la industria del libro puede resultar un término desorbitado. Proyectos editoriales ‒valga la redundancia‒ que editen (principalmente) poesía de autores inéditos o fuera del canon occidental presentan ventas muy bajas, no tanto como ocurre en ensayo y narrativa. Pero si el espíritu es insistir y trabajar seriamente con autores externos a ese canon, independiente el motivo o criterio, difícilmente esto permita generar algún tipo de ganancia o, inclusive, ingresos por el trabajo realizado. Un ejemplo que grafica dicha precariedad radica en la dificultad de que dichos emprendimientos se autosustenten, sin generar ganancias, claro está.
Como botón de muestra de lo señalado, bastaría conocer las diversas modalidades de financiamiento a la hora de producir un libro. Es así que, muchas veces, cuando no hay fondos estatales involucrados (tanto de parte de la editorial ‒persona jurídica‒ como del autor), las editoriales financian la edición del libro. Algunas inclusive pagan un adelanto por concepto de anticipo del derecho de autor, pagando posteriormente el porcentaje de ventas correspondiente. Pero en muchas de las editoriales independientes no existe este adelanto. Y en algunos casos el autor debe financiar la edición, quedándose con un porcentaje de esta, aunque hay editoriales en las que eso no ocurre y se le entregan solo unos cuantos ejemplares, aun habiendo este financiado la producción. Si queremos hablar de las editoriales independientes (a nivel nacional) cuya producción literaria está centrada principalmente en poesía (en orden, luego narrativa y ensayo, indistintamente), bien podríamos preguntarnos ¿de qué industria hablamos? Y es que algo parecido ocurre en el mencionado caso del pago de derechos de autor, el cual (cuando se cumple con él), ante lo exiguo que resulta el monto a pagar (semestral o anualmente), muchas veces se permuta por la entrega de libros, lo que también prefieren ‒y muchas veces sugieren‒ los autores, pero que transgrede lo que indica la normativa al respecto. Para qué hablar de las librerías que retrasan los pagos a los editores, o bien, los ignoran y prefieren entenderse con las distribuidoras, que también demoran, a veces meses, en cumplir con sus obligaciones financieras.
¿Cuáles son, entonces, las posibilidades de esta industria si el mismo Estado se limita, en lugar de crear políticas que logren perpetuarla, a crear subsidios disfrazados de políticas?, omitiendo de paso, que no ha desarrollado la infraestructura necesaria para fortalecerla. Pues bien, considerando que lo expuesto es algo breve, aun así es posible dimensionar las limitaciones de un Estado cuya posibilidad de resistencia está en manos de una institucionalidad pobre en lo que refiere a políticas culturales, y que acaba dependiendo de las prácticas de los creadores o, más bien, de entregar de recursos que, en su utilización, permitan crear obras o formas de relación capaces de sortear la ideología de mercado que define la identidad de la industria del libro, su circulación e incluso su recepción. Lo curioso es que las editoriales independientes aprovechan esa precariedad, muchas veces convirtiéndola en el motor de un supuesto campo editorial. Lo que es evidente cuando, al no obtener fondos del Estado, muchas iniciativas acaban con la misma celeridad con que aparecen. Exhibiendo una dependencia que, si bien es capaz de criticar el modelo, pareciera no abogar por otras formas de relación.
Habiendo mencionado todo esto, cabría rescatar algo que someramente se esboza en el reportaje La otra cara de un editor: el modus operandi de Guido Arroyo, de June García Ardiles. Y digo someramente porque, al revisarlo, vemos que este abre interesantes reflexiones que no se profundizan en su trabajo, y otras que, al hablar de fondos concursables, nos entregan un abanico de temas para analizar. Esa limitación del reportaje, pienso honestamente (sin cuestionar o minimizar en lo absoluto los testimonios y todo lo allí planteado, ni mucho menos exculpar a Guido Arroyo), radica en la consecución de su objetivo, porque es él, precisamente, el que se concentra en abordar la figura y no desarrollar a plenitud el fondo de todo lo planteado. Objetivo que, por otro lado, es algo en lo que Mark Fisher repara en su libro Los fantasmas de mi vida: “el modelo discursivo predilecto será la denuncia. Sin embargo, este esquema repite más que desafía la lógica del orden liberal; no es un accidente que los periódicos fomenten el mismo modo de denuncia”.
Pero en cierto modo, es gracias a dicho reportaje que surge este ensayo, tal vez como una respuesta o extensión de esos temas que refieren a una serie de procedimientos que involucran a instituciones que son únicamente mencionadas y que nos ayudan a desarrollar un panorama crítico del mundo del libro. Basta contar con un mínimo conocimiento de lo que ha pasado en el Ministerio de Cultura en estos últimos años para constatarlo. Y no estamos hablando de las políticas del modelo de concursos que estableció la Concertación y que los gobiernos, tanto de derecha como del Frente Amplio, han mantenido en su afán por sostener la actividad cultural en Chile, sino de la nula capacidad o interés real por establecer una normativa que permita fiscalizar el uso de los recursos asignados por un lado, y por otro (asumiendo incluso que existiera esa nueva normativa) de fortalecer el ministerio de cultura, considerando la escuálida planta de trabajadores con que cuenta (hecho que se agravó durante el segundo gobierno de Piñera) y que, por extensión, trae consigo una recarga laboral, además de una acumulación y retraso en las tareas de los funcionarios, al menos en aquellos vinculados al proceso de los fondos concursables.
Siguiendo la línea que traza este ensayo, y si pensamos más allá de las editoriales, quizá hay algo que trasciende a lo que ocurre con esta actividad y el rol que el Estado juega en ella, la invitación entonces es a reflexionar en el modo en que operan estas editoriales, librerías y distribuidoras, tan diversas entre sí, porque ello plantea al mismo tiempo una pregunta que concierne no solo a esta actividad en particular sino a las diversas actividades productivas, económicas y sociales del país, esto es: ¿cuántos modelos económicos realmente hay en Chile?, ¿cómo convergen en el capitalismo imperante?, ¿cuáles las cercanías y distancias entre ellos?
3.- Las editoriales independientes & la independencia
¿Cuál es la resistencia que oponen, la independencia que sostienen estas editoriales, no solo en lo que refiere a su (auto)denominación, en un mercado de gran asimetría? Autodenominación que, de algún modo, nos parece que mitifica de forma retórica –parafraseando a Pasolini– a todas las editoriales independientes. Sin embargo, esa pregunta solo abre un abanico de interrogantes sobre ellas, por lo que, en lugar de quedarnos entrampados en esa diferenciación respecto a grandes editoriales o transnacionales del libro, podríamos indagar en su resistencia a normativas derivadas de la escritura originada en el mundo académico como, por ejemplo, el formato APA; o si es realmente efectiva la Revisión por Pares, cuando así se indica. Hay varios aspectos, particularmente en el área del ensayo, que cabría revisar, como por ejemplo, la incidencia que el comité editorial (en caso que exista) tiene en los libros o colecciones producidas, porque bien podría ser una estrategia a través de la cual las editoriales buscan generar el plusvalor que les asegure ventas derivadas de la jerarquía del mencionado grupo que avale el proyecto editorial; o, en otros términos, que vise la “calidad” del libro, si es que es posible pensar en algo así.
Asimismo y sin desviarnos demasiado, podríamos cuestionar cuál es la independencia que estas editoriales tienen respecto a las tendencias propias de un mercado circunscrito tanto a la sociabilidad como a la influencia académica, que se asumen como políticas al momento de, puede ser, publicar ciertos autores o temas; en tal sentido, no tenemos claro hasta qué punto difieren de un mercado del que toman distancia cuando las políticas o líneas editoriales cambian ante lo que pueda resultar políticamente incorrecto, más aun considerando en el presentismo imperante en este tiempo.
En suma, lo expuesto hasta el momento nos impele a considerar, o más bien aclarar un aspecto que no es intrascendente cuando hablamos de editoriales independientes, y tiene que ver con lo siguiente: ¿hasta qué punto llamarlas así responde a una apropiación del sentido de colectividad y pertenencia que, las mismas editoriales o los medios, han reducido al espectro metropolitano?, tal vez porque estas editoriales, no todas claro está, comprendieron que su relación asimétrica con el mercado de las grandes editoriales no iba a generar los réditos esperados, crear lectores, o espacios de venta y distribución, por lo que urgía generar su propio espacio. Al respecto, sería necesario recordar que, cuando recién se estaba conformando la cooperativa de Editores de la Furia, dicho colectivo se negó a sesionar fuera de Santiago, pese a que en ese momento habían editoriales de regiones, de Valparaíso al menos. La respuesta fue tajante: no. Negativa que nos permite la siguiente hipótesis, quizá las dificultades que se desprenden de la mencionada asimetría que sienten las editoriales independientes de la capital se puede homologar al sinnúmero de dificultades, aislamiento e indiferencia que han debido soportar las editoriales en regiones. Independiente de ello, la anécdota nos invita a plantear una incómoda pregunta, ¿es lo mismo acaso independientes que disgregados?
Por otro lado, esta resistencia que, suponemos, debiera ser inherente a la independencia, y no solo respecto a los recursos de las grandes editoriales sino del circuito del libro en su forma de mercado convencional, tiende a desaparecer cuando las formas de asociatividad no implican una colaboración centrada en las formas de producción o creación de medios y/o canales de difusión, sino estrategias de inserción o colaboración entre pares para ingresar y establecerse dentro de los medios conservadores tradicionales. Lo que, por otro lado, incluye el aparato público. Cuando tal vez la política de estas editoriales, pensando en Marx, habría implicado desarrollar un cambio –de modo colectivo– en la cadena del libro y las políticas asociadas a este y no solo en algunos aspectos del proceso de producción (las menos) y comercialización.
Otra arista por considerar es una actividad surgida como extensión de estas editoriales, respecto a la cual tendríamos que evaluar cuánto resiste el rótulo de independientes en lo que refiere a Ferias del Libro; siendo el modelo más exitoso, paradigmático diríamos, el de la Furia del libro. El cual, podemos ver, se replica en otras ferias, incluyendo prácticas como la de solicitar ejemplares de libros a las editoriales, para sorteos o donativos a nombre de la organización, cuando a las editoriales se les hace un cobro por stand. Es más, resulta irónico hablar de furia (qué decir de independencia) cuando, por ejemplo, se establecen alianzas con un diario como La Tercera, o con Transbank, a fin de facilitar el pago a las editoriales a través de ese medio. Ahora, si consideramos que es unas de las ferias, sino la más importante en Santiago, pero a nivel nacional, podríamos reparar en su versión realizada en invierno en la Estación Mapocho, pues nos sugiere veladamente que la intención era, quizá, tomar simbólicamente el lugar de la FILSA. Ya sea en cuanto a relevancia, asistencia de público o, no podemos ignorarlo, por ser “el lugar” donde es posible encontrar lo más interesante, atractivo o sobresaliente de la literatura actual.
Pero esa intención se enfrenta a su revés, o bien, situaciones concretas para las cuales no hay respuesta, dentro de las cuales se encuentran las polémicas por las suspicacias que genera el mecanismo de sorteo de los espacios en dicha feria, el por qué ciertos sectores que quedan sin luz al caer la tarde pagan el mismo precio por un stand que aquellos ubicados en sectores ampliamente iluminados, o cómo se define la participación de las editoriales. Hay dudas, por otro lado, que pese a notarlas en las ferias, atañen a las editoriales, como por ejemplo, por qué el valor de un libro que ha sido financiado por fondos estatales muchas veces no difiere de otros cuya producción fue financiada ya sea por los propios autores, o bien, por las editoriales, o por qué en algunas de ellas no se nota mucho la diferencia en el precio de un libro con el que encontramos en librerías, considerando que muchas veces son los mismos editores quienes participan de estas ferias, ergo, desaparecen de la ecuación que determina el valor del libro, tanto el distribuidor como la librería con sus respectivos porcentajes.
Es preciso reconocer, sin embargo, al mismo tiempo que todo esto ocurre, hay también espacios y prácticas de resistencia y lucha; es decir, no obstante a lo que abunda como crítica en este ensayo, hay editoriales que, sin dejar de operar fuera del capitalismo, ofrecen una forma de relación con la literatura, los autores y los lugares donde trabajan, completamente distinta. En ese sentido, todas las editoriales independientes, pensadas de modo ampliado y no referidas a colectivos o agrupaciones en particular, transitan entre los rasgos que las definen como una apuesta, y que habría de catalogarlos como alternativa al mercado convencional del libro, y la sobrevivencia en un mercado sin control. Escenario complejo, sin dudas, pero en el cual debiese destacar una diferencia que no radique solo en el monto de la inversión inicial o la red financiera que logre sostenerlas como empresas. Sobre esto, rescato las palabras de Jorge Fondebrider cuando señala lo siguiente: “Entiendo entonces que los objetivos y los procedimientos, sobre todo los comerciales, deberían ser distintos. [Y] no parece ser así, lo cual, a la hora de la verdad, provoca todo tipo de distorsiones”[10].
¿Cómo entonces estas editoriales han de crear lectores o comunidades que no estén vinculadas por la sola compra de un título?, porque no solo podemos ver al libro como objeto y mercancía, sino con todo aquello que le rodea. Entendiendo esto y como reacción inmediata surgen dos preguntas: ¿Qué rol cumple la Asociación de Editores Independientes de Chile con sus afiliados, digamos, más allá de enviar información sobre ferias, concursos o fondos concursables?, y ¿de qué manera se podría estrechar lazos con esa Universidad que intenta sobrevivir y subvertir las condiciones con que la ideología imperante no deja de asfixiarla?
Pasando a otra dimensión, luego de lo que conocimos como estallido social –sin saber aún muy bien qué fue en toda su dimensión– vino un proceso constituyente cuyo momento más relevante fue el triunfo del rechazo a la nueva constitución. Reparo en ello al final de este ensayo, porque en redes sociales y sectores más progresistas se auguraba un triunfo de la opción “apruebo”. Pues bien, quisiera detenerme en esa confianza colectiva del triunfo que no llegó, marcada por aspectos como la edad, la vinculación con nuevas tecnologías de la comunicación e información y la desconexión con los sectores conservadores, sin distinción socioeconómica. De esos aspectos, el más peligroso resultó ser el de las nuevas tecnologías, que con su uso cotidiano parecieran haber restringido al espacio privado a esa disidencia silenciosa, ante el temor del escarnio o acoso orquestado por sectores más progresistas. Recuerdo esto porque muchas veces el ilusorio colectivo de las editoriales independientes opera de esa manera con la literatura comercial (en el sentido de no concederles validez para el disenso), pero no comprenden que, como anotó Gramsci en sus Cuadernos. “ni siquiera la literatura comercial debe ser obviada en la historia de la cultura, [pues] tiene un gran valor precisamente desde ese punto de vista, ya que el éxito de un libro de literatura comercial es indicativo (y a menudo es el único indicador existente) de cuál sea la «filosofía de la época», es decir, qué masa de sentimientos [y de concepciones de mundo] prevalece entre la multitud «silenciosa»”[11].
Un cierre que en parte resume lo expresado en este ensayo tiene que ver con que, quizá, esa diferencia impostada y amplificada con la que se autovalidan las editoriales independientes tiene una razón de ser, y surge para ocultar su pecado original: también son editoriales comerciales. Como señalara John Berger: “quieras o no estás influido por las relaciones de propiedad de las que formas parte”.
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NOTAS
[1] Gramsci reflexiona sobre la cita a Pirandello en torno al americanismo, alusión que refiere a Estados Unidos y no América, claramente. Lo interesante es que, si bien da por sentado que en América no hay una cultura propia y que se mantiene la vieja cultura europea, los cambios en “las bases materiales” generarán una “transformación radical”.
[2] READINGS Bill, «La idea de excelencia», en Descampado. Ensayo sobre las contiendas universitarias, Raúl Rodríguez Freire, Andrés Maximiliano Tello editores, Sangría editora, Santiago 2012. Pp. 32.
[4] THAYER Willy, «Soberanía, cálculo empresarial y excelencia», en Descampado. Ensayo sobre las contiendas universitarias, Raúl Rodríguez Freire, Andrés Maximiliano Tello editores, Sangría editora, Santiago 2012. Pp. 202.
[5] SEMPRÚN Jaime, El abismo se repuebla, Pepitas de calabaza, La Rioja, 2016. Pp. 46.
[7] En su carta a El Mercurio (domingo 12 de enero) Dittborn responde a la del Colectivo CLIC (Colectivo de Editoras de Literatura Infantil), publicada el día anterior. En ella advierte sobre (en relación a los cientos de títulos adquiridos por el Ministerio de Cultura y de Educación) aquellos que “jamás han sido solicitados en las bibliotecas”. Sin mencionar, claro está, que lo mismo ocurre con libros de grandes editoriales.
[8] BUCK-MORSS Susan, Walter Benjamin. Escritor revolucionario, La Marca Editora, Buenos Aires 2014, Pp. 259.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Generación de mierda II.
–Tres puntos sobre las Editoriales independientes–.
Por Rodrigo Arroyo