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IMÁGENES ANTE EL VACÍO

Rodrigo Arroyo Castro



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Hay que tener la fuerza de la crítica total,
del rechazo, de la denuncia desesperada e inútil
Pier Paolo Pasolini

uno

Sigilosa y obstinadamente, imito el gesto del testigo: no dejo de volver a las imágenes. Desde el encierro regreso a las superficies metálicas que, de un momento a otro, empezaron a cubrir un importante sector de la ciudad. Placas que inesperada e inconscientemente asocio a Los desastres de la guerra, esas planchas de aguafuerte con que Goya dio cuenta de la guerra de la Independencia Española, pero que en este caso representan un cambio que podemos entender como lógica reacción de protección ante la violencia desatada en las manifestaciones conocidas como “estallido social”. Metamorfosis concebida con un propósito evidente: proteger las instalaciones de bancos y supermercados. El comercio de grandes, y también pequeños, capitales. Así también municipalidades y otras instituciones de carácter público, se vieron en la necesidad de blindar sus establecimientos, revelando, a través de esta nueva apariencia, esa violencia irracional y desmedida que resulta análoga a su existencia y cotidiano proceder.

De este modo, lo siniestro se nos presenta ahora sin caretas ni disfraces, despojado de ese decorado hipócrita e hipnótico que el diseño y la arquitectura modelaron para seducirnos; esa imagen exterior que irrumpió en las ciudades y en la sensibilidad colectiva, para fijar una percepción de bonanza, crecimiento y estabilidad, proyectando la imagen del anhelado progreso económico. En otras palabras, esta suspensión estética interrumpió el encantamiento capitalista al que estábamos acostumbrados, y que buena parte de la población lamenta y al mismo tiempo extraña. En concreto: resurgió con fuerza esa tensión que nos divide. Revelando la discusión ideológica que, en términos públicos, fue ocultándose desde la década de los noventa. Tal vez lo único que podríamos decir es que pareciera que hoy las cosas se presentan tal y cual son y no a través de su apariencia. Algo similar ocurre en estos días con el despliegue que tiene militarizado a este país, y que nos lleva a pensar en las imágenes, en el arte como un signo ajeno a lo real; ¿quién trabaja realmente las imágenes? El primer día de la cuarentena en Valparaíso se desplegaron sobre la ciudad efectivos de las fuerzas armadas provistos de imponentes metralletas. 

Por otra parte, dicha suspensión nos permitió constatar un interesante fenómeno: el regreso de canciones, libros, autores o imágenes que tiempo atrás no tenían cabida en una sociedad, presa de una ilusión, donde lo nuevo podía superar el trauma del pasado. Esta emergencia refuerza ese entendido de que las diversas expresiones artísticas se han generado históricamente a partir de un contexto social o político determinado; evidenciando además que el problema era más bien físico: no había cuerpo que las sostuviera. Sin embargo, este rescate o revalorización da cuenta de la atemporalidad de aquellas expresiones surgidas como consecuencia de la búsqueda de una identidad cultural común, aquellas ligadas a un territorio específico o las que dan cuenta de la inagotable y rica imaginación popular.

Todo esto supone, de paso, enfrentarse a un narcicismo imposible de ignorar: el de una sociedad volcada a la construcción de su propia subjetividad, y que, al no poder fijar sus límites, reduciría y desconocería al otro en su alteridad. En otras palabras, los efectos de un modelo económico implantado sobre la violencia y los ausentes, sobre –y con– las imágenes.

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No estamos en guerra fue la consigna desplegada horizontalmente sobre el territorio como única certeza ante el horror. Manifiesto, respuesta o declaración espontánea que arremetió como expresión, diríamos involuntaria, ante las declaraciones del actual presidente; proclama que en cierto modo albergaba la promesa o esperanza de consolidar o restituir una pluralidad supuestamente arrebatada durante la dictadura. Sin embargo, no podemos ignorar que su reiteración operó como una tachadura sobre la respuesta que recibiera Primo Levi “siempre estamos en guerra”; ¿cómo pudimos olvidarlo?, ¿cómo fue qué ignoramos la suspensión del pensamiento y la memoria?, mas no encontré respuesta; todo pareciera indicar que la herida asestada fue tan profunda que olvidamos que estamos hechos de fragmentos de filosofía, y como autómatas pareciéramos susurrar el guion de una película argentina: “eso es filosofía, la vida es otra cosa”. Sensación parecida a la que me embargaba cuando, en cada marcha, se repetía un cántico con la consigna: Chile despertó. ¿Qué estamos viendo, tan distinto en nuestra historia, en este despertar? porque en el fondo este despertar se asemeja al “lamento de las imágenes”, de Alfredo Jaar, en el cual terminamos frente a una pantalla que solo emite una luz blanca, luz de la que se desprenden todos los colores, metáfora de una luz que proyecta todas las imágenes de nuestro pasado. No debemos olvidar, sin embargo, y a propósito del documental de Jaar, el lugar desde dónde se habla y a quién nos dirigimos. Quizá este despertar fue reconocer nuestro lugar en la caverna, ver de frente el incendio; de algún modo, entrar en la ceguera a la que nos remiten todos esos ojos mutilados.

¿Cuál es el verdadero vínculo que existe entre arte, sociedad y política?, pensaba y pienso ahora, desde este encierro diseñado para que la derecha haya repuesto prácticas naturalizadas por la dictadura. Una pregunta que lleva a una conocida acción del grupo CADA, titulada “Para no morir de hambre en el arte”. Sobre esta, no podemos sino reparar en un detalle: luego de entregar medio litro de leche a un grupo de pobladores, se pedían de vuelta los envases plásticos para que fuesen parte de una instalación artística. Procedimiento que –suponemos– habrían llevado a cabo para que el lenguaje diera cuenta del acontecimiento, y al mismo tiempo, servir como soporte de otra obra. Esta acción no puedo disociarla de otro recuerdo: la imagen televisiva que enseña la recuperación de un camión repartidor de pollos por parte de unos frentistas, que concluía con la repartición de los alimentos en la población La Victoria. ¿Quiénes ven las imágenes, los gestos?, es decir, más allá del análisis –o estudio– de las imágenes, ¿cabría acabar o reinventar, en general, la forma de asignarles un valor que las distinga al interior del archivo interminable que configura nuestra historia?

La derecha modeló y modela este país en medio del horror. Podríamos homologar el shock ciudadano al sobrecogimiento creador que precede a la aparición de las imágenes. Esa pornográfica ambición ha llevado a este sector a perfeccionar y pulir sus métodos y criterios taxonómicos, mientras desde la otra vereda, la atomización, el ingreso al mundo académico, la aceptación (que en el fondo permite la sobrevivencia) o incorporación voluntaria –diríamos inconsciente–, de prácticas propias del capitalismo han permeado la producción artística y literaria. Así entonces, esta suspensión ha evidenciado también nuestro vacío; porque no estamos fuera, somos parte de ese país vestido de pies a cabeza con el traje del emperador. Y quién sabe, tal vez este contexto se nos ofrezca como la oportunidad para revisar nuestras prácticas, pensar, por ejemplo, que el hecho de escribir constituye una interrupción más, entre tantas otras con la que intentamos reemplazar el silencio ante el vacío. Las diversas formas con que este nos asedia cotidianamente, en un mundo saturado de imágenes y estímulos que, vaya ironía, enseñan su banalidad cada vez más rápido. Lo que de un modo u otro, nos lleva a pensar en las palabras de Joseph Brodsky, en que “la estabilidad de la pirámide raras veces depende de la de su pináculo y, sin embargo, éste es precisamente lo que atrae nuestra atención”.

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Tal vez cabría retener aquello que pasa desapercibido, haciéndolo visible, y sí, ¿por qué no trabajar desde la microhistoria? Dibujando, quizá inconscientemente, un trazado cuyas huellas registren un desvío o palabras surgidas desde la incertidumbre. ¿Qué ha ocurrido en este último periodo?, ¿qué es aquello que percibimos, acertada o equivocadamente, detrás, o frente a las palabras?, ¿de qué manera habrá cambiado el concepto de lo político que podíamos encontrar en la poesía o la literatura?, me pregunto ingenuamente, como quien se pregunta ¿qué hacer con el lenguaje? Como quien se pregunta, en un parafraseo eterno, ¿hasta qué punto la literatura se ha transformado en ese espacio sin literatura?, paraje donde los vicios del modelo se esconden tras la apariencia de producción intelectual. En cierto modo, escribir es también la forma que escogemos para participar del espectáculo o enfrentarnos a la imposibilidad de usa pluralidad que genuinamente percibimos, suponemos o apreciamos a distancia, y de la que no podemos escapar. En tal sentido cabría revisar las investigaciones que se han realizado sobre la articulación de la tríada que se diseñó en este país –economía, política y cultura– cuando partía la década del noventa. Así, de un modo u otro, aceptamos pertenecer a esa unidad que comprendemos subordinada a taxonomías, modelos sociales o económicos; aquello que denominamos sociedad: idea que, de alguna forma nos mantiene unidos, ordenados o enfrentados a partir de los diversos relatos y ficciones que habitamos.


dos

Las últimas movilizaciones y la pandemia han paralizado y sorprendido a quienes desarrollaban con normalidad sus prácticas, sin percatarse que, en algún momento, alguien notaría la curiosa cercanía que existe entre ellas y aquellas propias del capitalismo, y que habrían de translucirse a través de un sinnúmero de anhelos, apariencias, lenguajes, relatos, días e ilusiones, presentes en la escritura y en la forma de posicionar dicha escritura. En otras palabras, habría que reiterar que la relación entre experiencia, escritura, testimonio, pensamiento y poesía está atravesada por el capitalismo, que va tensionando el lenguaje, la vida, la poesía, la literatura y el poema. Así entonces, ¿qué significa la percepción cuando esta no es experiencia de lo nuevo?, o mejor dicho, ¿hasta qué punto ciertas áreas de las humanidades son un espacio de reflexión y crítica y no solo un nuevo segmento comercial; nichos para desarrollar investigaciones y así neutralizar el pensamiento, aislándolo del uso vivo que podríamos hacer de él? No es algo menor, el que una publicación indexada otorgue más puntaje que un libro. Puntaje, sí. En la práctica, ¿cuál es la diferencia real entre el modelo del College y el de la Universidad?, ¿qué ocurre con el futuro, con la posibilidad de sostener aquello por venir, si esta interrupción temporal, dominada por prácticas intuitivas, se caracteriza por lo contemporáneo?

Quizá esta ocasión podría servirnos para volver a las preguntas, ¿qué es una escritura, una obra? Quienes trabajan con las palabras y el lenguaje seguro han de pensar en ello, aunque podamos ponerlo en duda revisando los libros que aparecen. Y es que, si hablamos de prácticas del modelo económico que han permeado la literatura, ¿cuál es la distancia o trecho entre la adopción de tendencias y la precarización laboral?, porque, más allá de lo que creamos del acto de escribir, y un tanto al margen de la rigurosidad con que la reflexión teórica, académica o formal podría refutar o corregir estos apuntes, si algo nos ha enseñado la literatura, es que el acto mismo de escribir constituye una forma de reaccionar a lo vivido, un impulso que, al mismo tiempo, busca preservar la experiencia de los otros modelando y transformando el lenguaje con que damos cuenta de los hechos, del tiempo y lugar al que pertenecemos.

¿Será acaso la discursividad y el pasar de una metodología de trabajo a otra el homólogo literario de la obsolescencia programada?, ¿qué significa o implica eso de la profesionalización de la escritura?, ¿qué es la escritura creativa?, ¿hasta qué punto las redes sociales, y su lógica de seguir a alguien, han transformado la sociabilidad literaria, neutralizando discursos o radicalizando sorpresivamente los mismos, actualizándolos de modo tal que parecieran un software en constante desarrollo que rápidamente deja obsoletas las versiones anteriores? abriendo la puerta al desfile de personajes que entran y salen del olvido, agregando y quitando piezas de su biografía, a la velocidad de las imágenes. Cada vez más confiados en las certezas con que modelan su autoridad.

Me pregunto todo esto, mientras reutilizo estos retazos: parte de estas palabras las he utilizado muchas veces; la última vez –creo– en un texto compartido en Copiapó, en una fraterna reunión, organizada por la sociedad de escritores de la ciudad. Tal vez anoto estas ideas como una forma de pensar en las tensiones o distancias que nos unen y al mismo tiempo nos alejan, intentando con tal procedimiento proponer una perspectiva, ver a través de, lo que implica a contrapelo un espacio o distancia a recorrer, y que en este caso, implicaría un espacio de libertad crítica sobre el quehacer vital e intelectual.


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Se precipitan en el encierro, unos sobre otros, los recuerdos de imágenes recientes. A fines del año pasado caminaba frente al GAM, en Santiago.  Participaba en esos días, como en años anteriores, de una importante y cada vez más publicitada feria de editoriales independientes. Actividad que con el tiempo se fue consolidando como una de las principales instancias para visibilizar el trabajo de las micro y pequeñas editoriales, convirtiéndose al mismo tiempo en una vitrina que replicaba ciertos vicios del modelo sobre parte de las mismas editoriales. Generando tensión y molestia entre parte de los expositores. Tensión que también arrastran, arrastramos, quienes trabajamos en el rubro editorial. Espacio donde cierta declaración de principios se oculta o desvanece en el paso del adjetivo al prefijo, de independientes a micro editoriales. Y es que si bien constituyen una resistencia en el mundo del mercado editorial, sería absurdo plantearlas fuera o libres de las prácticas del mismo. Más allá del grado de radicalidad que presenten algunos discursos, cabría entenderlas desde la tensión que representan; de las contradicciones de las que se desentienden u omiten.

Ahora bien, y volviendo sobre el recorrido, en los muros del centro cultural pude ver las expresiones surgidas junto al estallido social: pintura, bricolaje, grafiti, esténciles, objetos, no lo sé; los muros estaban completamente intervenidos. Un gran muro cubierto de animitas, pensé mientras reparaba en la cercanía con el Museo Nacional de Bellas Artes que, como un acto reflejo, trajo consigo una vieja frase: el museo como mausoleo. Las posibilidades de acercarnos al arte, ajenas al mundo privado, parecieran estar atravesadas por los signos de la muerte. Eso sí, una curiosa sensación escapaba a esta suposición, cierta idea de esperanza que trasciende de la animita, que aun ofrece, simbólicamente, la posibilidad de ofrecernos esperanza, o aliento, pensando mejor en el contexto actual. Como sea, mi recorrido no era una deriva sin sentido: en cierto modo intentaba replicar ese masivo deambular por la ciudad, que desde provincia veíamos a diario en las redes sociales.

Caminando en un paisaje similar al de algunos sectores de Valparaíso, no pude evitar una –exagerada y torpe quizá– comparación atravesada por el capital y la violencia: una ciudad renace desde los escombros, otras lo hacen al volverse una pila de ellos, de escombros. El París surgido luego de las reformas urbanísticas de Haussmann es, en cierto modo, la rebautizada plaza de la dignidad o la calle Condell, en Valparaíso. En vez de encontrarnos con un personaje solitario como es el flâneur baudeleriano, apreciamos multitudes apropiándose de la ciudad.


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Curiosamente, Francisco de Goya no grabó en las planchas metálicas el título de cada imagen: lo hizo a mano. De un modo u otro, las imágenes recorren una espiral de tiempo, antes de volver. A nosotros nos corresponde aquella firma, situarlas, poner una palabra que dé cuenta de su regreso.

Valparaíso, invierno del 2020



 

 

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