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El museo del lenguaje
Sobre Susurros de un Señuelo, de Valentina Osses
Por Rodrigo Arroyo
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Nunca un sistema aceptará la violencia de la respuesta poética
Eugenia Brito
Podríamos pensar como algo tal vez inevitable la aridez del lenguaje en un mundo empobrecido. En el cual escribir no puede ser otra cosa sino elegir los gestos que den cuenta de lo banal, de la desaparición de la tragedia diluida en el cotidiano, o de los montajes a los que nos vemos expuestos, o bien inmersos. En otras palabras, lo que nos lleva a pensar esta plaquette de Valentina es en el manoseado dictum de Adorno. Más lo que hay que comprender respecto a la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz es señalado particularmente aquí como la imposibilidad de que la palabra no dé cuenta de dónde viene, del lugar, siempre distante que nos enseña un lenguaje erosionado. Es decir, lo posible y lo que estos textos ven desde la rivera opuesta, es la claridad, una escritura desde la figura del autor, experimentalismos amparados en la mera insatisfacción o bien el ocaso del pensamiento crítico. Visto así, esta escritura que se encuentra camino a su amplitud, podemos situarla en el espacio de las ausencias, de la pérdida. Pues bien, continuando con Adorno, podríamos determinar que el contexto en que se sitúa la escritura de Valentina, y que no evita, es (entre otros) el del montaje. Ahora, y ya que ha sido mencionado, cabría preguntarnos cuál es la diferencia con la figura del testigo que surge luego de la lectura de Adorno, en el sentido que el testigo cumple su función una vez llevado a cabo su relato, ¿cuáles son entonces los límites que propone esta escritura; qué ocurre una vez descubierto y señalado el montaje?. ¿Cuál el vínculo que estas, a rato descripciones, que estos poemas, mantienen con las imágenes de las histéricas que Jean Martin Charcot exhibe, cuál será su vínculo con el museo, o el de la histérica con la mosca (muerta)? La jovencita no envejece, se descompone, podemos leer en la publicación francesa Llamamiento, y de inmediato, aflora uno de los sentidos que la figura de la mosca nos enseña. La cultura patriarcal, cuyo eufemismo es el machismo crea la definición de una señorita, la creación de una mosca muerta como dócil modelo de obediencia e insatisfacción, según el modelo que estime conveniente a su discurso.
Tal vez una poética prescinde del lenguaje o lo utiliza a cuentagotas, porque ve en él un señuelo, una trampa que busca nuestra caída. Es decir, un montaje que utiliza a la poesía como una excepción que permite así extender su dominio, pero sabemos también que la excepción ha sido la constante. Pero volviendo sobre el punto, el lenguaje como una excepción, más allá del libro, nos recuerda la figura del museo, como el que Charcot armara con las histéricas en el mayor asilo francés del siglo XIX. Las reiteraciones así pasan a ser parte del coleccionismo que Valentina ejecuta intuitivamente. Es preciso tener en cuenta, o partir de la base que un método intuitivo se dirige directamente hacia el objeto, de ahí lo parco de los textos, casi al modo de axiomas, mientras que un método de tipo discursivo, basado y dirigido hacia el lenguaje, tiende a hacerlo de modo indirecto, perdiéndose en las formas de las que toma distancia; guarda la palabra al escuchar el zumbido, nos señala Valentina; aludiendo a los modelos que replican, con mayor o menor intensidad, sus réplicas (estilos, modas, generaciones, movimientos, grupos), en un museo, en lo externo; en el espectáculo del autor, en un mundo que ostenta sin tapujos el abandono al pensamiento, a la sutileza de los gestos y la reflexión. Viviendo, como señalara Thomas Mann en Fantasmas Verbales, en ese pánico del que tanto tiempo ha vivido el fascismo, algo supersticioso e infantil, la estupidez fundamental de nuestra época.
Ahora, hay que tener claro que pensar el susurro es distanciarse de la idea de la poesía como un arma, pensando en Celaya y el epígrafe que abre este breve texto, sino más bien pensarlo como una trampa, un desvío, una contraseña si se quiere, un gesto oblicuo. Reafirmar la distancia con la autoría, que en el Susurro del lenguaje, establece Barthes. Reitero, los susurros son las palabras que hay que decir en voz baja porque son nuestra distancia, la forma que le hemos dado a nuestras peleas, o a las peleas de las que nos sentimos parte. O la diferencia que tenemos con el lenguaje de un museo, de un libro, de un poema. La ceguera es aquí una construcción intelectual señala Valentina para luego insistir la mosca es una construcción intelectual. Esta queja reiterada hacia un montaje sostenido cuyo logro traería consigo la condición del sujeto, posibilidad actual de lo humano; condición que no es dada sino obtenida. El mercado, el eterno paradigma, cifra la posibilidad de llegar a ser bajo las condiciones que le sean favorables. La mosca como evidencia de que hay un cuerpo descompuesto, un cuerpo fuera del modelo de cuerpo que se impone. Que aún hay un cuerpo por ahí, más cerca de lo que podemos ver, de lo que nos han ocultado, un cuerpo descomponiéndose, pese al tiempo, al agua salada, a las paladas de cal, a las balas, al viento horadando, erosionando la memoria.
Lo cierto es que la entrada del hombre en el tiempo del sujeto moderno se hace sacrificando el antiguo concepto de experiencia, señala el profesor Ricardo Forster, en otras palabras, el placer por lo externo, por las superficies. Aún sabiendo que las superficies desaparecen en lo oscuro, se alza la histeria como una metáfora de la realidad, un montaje elaborado dentro de la lógica absurda del espectáculo. Egoísmo / concentración / buenos reflejos señala Valentina, como enumerando funciones que nos habrían de servir en un mundo mecánicamente ilusorio. Mientras la memoria del sujeto se halla inserta en la disputa por el orden que se dirime entre la producción serial y el mundo digital, de las apariencias. Esta escritura, así, es desoladora, se encuentra erosionada por el mundo que la aqueja y la convierte en una ruina en medio de la supuesta belleza del lenguaje. El que es percibido, reitero, como una figura de poder desde la distancia. Lo que persiste es la pérdida, o la ausencia, de un diálogo, del tiempo que no existe para esperar de otro su palabra por venir, todo se prueba de boca a boca, nos dice un poema, indicando solapadamente por la presencia de un otro inclusive amoroso, previo a la razón. Para luego nombrar las cosas con una oscura claridad, una aparente transparencia, remedo de un modelo patriarcal anquilosado.
Habría que pensar a modo de conclusión en el epígrafe que abre este breve texto a la luz de la tradición disidente en la que la poesía de Valentina busca su espacio, para preguntarnos ¿quién escribe más allá de las ruinas?, ¿quién puede decir: el origen de un lugar es el susurro de quienes han partido? O, preguntar finalmente, y en sentido inverso quizá a lo que decía un filósofo alemán, ¿Si Valentina, con todo lo aquí señalado, no habrá hecho otra cosa más que mostrarnos un ser que va, opacándose hacia el lenguaje?