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Bolaño
y la literatura chilena
Nadie
es profeta en su tierra
Por
Mauro Libertella, desde Santiago de Chile
Radar
Libros Domingo, 08 de Abril de 2007
Roberto
Bolaño no tuvo una fácil relación con la literatura de su
propio país. Habló en contra de muchos autores consagrados y armó
un nuevo linaje poético al margen de los grandes nombres. Sus declaraciones
y su consagración mundial causaron resquemores y variados enconos. Pero
¿cómo se lee actualmente a Bolaño en Chile? ¿Cuál
es la dimensión de su presencia y su peso? Radar estuvo en Santiago para
averiguarlo. Además, opinan jóvenes escritores y críticos
chilenos.
Una
noche de 2003, una famosa y poco lúcida conductora de televisión
chilena anunció, en vivo y a todo color, que Roberto Bolaño, el
Chavo del Ocho, había muerto. La confusión podría tildarse
de simpática –la animadora pensaba en el actor Roberto Gómez Bolaños,
que sigue vivo y coleando– si no escondiera tras su pliegues una realidad inquietante:
a la hora de su muerte, Roberto Bolaño era en su país un escritor
más bien fanstasmal, de apellido intercambiable. Con
cincuenta años encima, marcados por una concepción utópico-idealista
pero altamente contemporánea de la literatura, Bolaño dejaba tras
su paso un puñado de libros definitivos; libros escritos con urgencia,
con humor, y con una pasión que a muchos nos hizo creer de vuelta en la
epifanía literaria como un sueño posible. Sin embargo, en el país
en el que había nacido y del que se había ido de adolescente, para
volver sólo unos días antes del golpe de Pinochet y exiliarse para
siempre, la opinión era todavía difusa. ¿Cómo explicarlo?
En primer lugar, la aniquilación y la pausada reconstrucción que
hizo Bolaño de lo que se entendía por “literatura chilena”, una
literatura anquilosada y dormida en los colchones espinosos de la dictadura, fue
radical. Desde sus cuentos y novelas, Bolaño tallaba sobre un mármol
perdurable una idea de Chile, hecha con la materia de una inagotable biblioteca
personal, pero también con un universo de ideales morales y estéticos
que jamás se corrompieron. Así, Bolaño es el escritor que
desde España escribe sobre el Chile que recuerda, pero en ese recuerdo
está agazapada la proyección de un Chile posible, de un país
en donde la mediocridad o el silencio pueden ser denunciados con elegancia pero
sin concesiones. Y es lógico: muchos escritores y críticos chilenos
sintieron en Bolaño a un forastero que hablaba desde afuera, y tejieron
sobre su obra un silencio casi simbólico, que se puede entender como miedo,
como rechazo o como la aceptación de una evidencia incontestable.
Y
además, claro, están los jóvenes escritores, esos que llegaron
a la literatura cuando Nocturno de Chile o Estrella distante se
estaban imprimiendo. Y la pregunta es inevitable: ¿cómo escribir
después de Bolaño? ¿Por qué puerta entrar a las catedrales
de la literatura chilena, cuando uno de sus más grandes escritores vivos
decía: “Chile es hoy un país en donde ser escritor y ser cursi es
casi lo mismo”? De un solo modo: quemando las barcas por la escritura. Tomando
la herencia de Bolaño desde su costado vital y luminoso, que más
que un costado es su centro mismo. Pero, desde ya, la propuesta de Bolaño
no es de simple ejecución. Implica una revisión total de la tradición,
invirtiendo valores que años de dictadura y operadores culturales a su
servicio habían erigido, armando con los ladrillos de la mentira una idea
de la literatura chilena –esplendorosa, vendedora–, que un escritor como Bolaño,
en muy pocos años, pudo hacer temblar.
Para ilustrar la relación
esquiva y pantanosa de Bolaño con la patria y el suelo de pertenencia,
se ha mencionado el hecho de que Los detectives salvajes es la gran novela
mexicana, escrita por un chileno que vivía en España. Esta extraterritorialidad
(en términos de Ignacio Echevarría) fue lo que evitó que
el mundillo literario chileno le palmeara la espalda, neutralizando su literatura.
Y esa misma extraterritorialidad –solitaria, vertiginosa, lunática– fue
la que le permitió también hacer declaraciones como “los escritores
chilenos, con alguna excepción, no quieren tener ningún problema.
Sólo quieren que se les quiera, que de ser posible un día se vean
instalados en una agregaduría cultural, que hablen bien de ellos. Escalar,
escalar siempre, buscar y conseguir el éxito, aunque el éxito sea
tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de vanidades, en este baile
de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo, menos la
literatura”. Hay un momento en el archipiélago de la obra de Bolaño
en que la idea de Chile hace expansión y se convierte de súbito
en la idea de “Latinoamérica”. Pareciera que de Chile a Latinoamérica
hubiera un solo paso, la misma pisada áspera pero imprescindible que lo
llevó del Chile fundacional al México infrarrealista (reconvertido
en “real visceralismo”), y de México a la España de su trabajo narrativo.
Y cuando Bolaño se vio a sí mismo reflejado en el espejo prolífico
y mediático de la literatura latinoamericana de fin de siglo, no vaciló
en espetar sus pareceres. Respecto del panorama de la “nueva literatura latinoamericana”,
dejó una frase memorable: “El panorama, sobre todo si uno lo ve desde un
puente, es prometedor. El río es ancho y caudaloso y por sus aguas asoman
las cabezas de por lo menos 25 escritores menores de cincuenta, menores de cuarenta,
menores de treinta. ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos”.
Caminando
por las calles de Santiago se puede percibir el singular imaginario letrado de
un país que carga en su haber con dos premios Nobel de Literatura, ambos
poetas. Es una relación con la literatura al mismo tiempo cercana –Pablo
Neruda es algo así como el tío bueno, con el que todos se hubieran
tomado una copa, si no afirman habérsela tomado, además de haberlo
leído en la escuela, al igual que la Mistral– y de idealización,
de protección casi guerrera de sus vacas sagradas. Y entonces llegó
el alter ego de Bolaño, Arturo Belano, y habló de Enrique Lihn como
un poeta mayor, y habló sin perder el aliento de la inteligencia desnuda
de Nicanor Parra. Por eso, tal vez, la irrupción repentina y feroz de Roberto
Bolaño en el mapa de las letras locales, con su ímpetu de quiebre
y su fascinación por lo menor y lo dislocado, fue difícil de asimilar.
Fueron unos pocos años de torbellino y fragor. En 1996 publicó Estrella
distante y en el 2003 moría en un hospital, dejando en el horno su
magna obra 2666. Un destello de siete años en donde se astilló
el arco biológico de una vida, y en los cuales ni la crítica ni
los lectores pudieron ignorar que algo definitivo estaba pasando.
La
parte de Chile
Por
Alejandro Zambra *
Antes de que comenzaran a llegar los
libros de Roberto Bolaño, la literatura chilena se debatía entre
el triunfalismo y la desesperación: los narradores intentaban, con mayor
o menor delicadeza, contradecir o al menos reproducir la atormentada perfección
de las novelas de José Donoso; los malos poetas procuraban no parecerse
a Neruda, mientras que los buenos luchaban sin pausa por no parecerse a Nicanor
Parra o a Gonzalo Rojas o a Enrique Lihn o a Rodrigo Lira; por su parte, los críticos
elogiaban o condenaban a los escritores nacionales con celosa cortesía,
pero reservaban sus adjetivos predilectos para ponderar a los clásicos
(y durante aquellos años hasta Tolkien era considerado un clásico).
Los profesores, en tanto, aprovecharon ese valioso tiempo —el de la renaciente
democracia— para modificar a su antojo la lista de lecturas obligatorias: fue
así como las novelas de Isabel Allende, Luis Sepúlveda y Marcela
Serrano se transformaron en inamovibles materiales de estudio.
Los libros
de Bolaño —de un tal Bolaño, Roberto, chileno sólo a medias,
porque “ha pasado la mayor parte de su vida en México y en España”—
más temprano que tarde llegaron a las librerías nacionales. Fue
el origen de un subterráneo pero efectivo caos. Los narradores comenzaron
a leer poesía y los poetas a leer y hasta a escribir cuentos y novelas.
Secretamente, eso sí: después de comparar Los perros románticos
con La literatura nazi en América o Estrella distante, la
conclusión del gremio lírico fue unánime: como poeta, Bolaño
era un estupendo novelista. No faltó el narrador, en tanto, que definió
Los detectives salvajes como una buena novela de aventuras, ni el que caracterizó
a Bolaño, con calculada malicia, como un escritor “para poetas”. Los críticos
reaccionaron con
desconfianza o con incredulidad: muy pronto las aguas se dividieron entre quienes
pasaron de Bolaño —y siguieron buscando al sucesor de José Donoso
o divirtiéndose con Tolkien— y quienes reseñaron Llamadas telefónicas
y Los detectives salvajes con un entusiasmo que muchos consideraron excesivo.
Los profesores, siempre más aplicados que el resto, aprovecharon el bullicio
para diversificar un poco el corpus de lecturas obligatorias: sumaron,
entonces, a Hernán Rivera Letelier, a Roberto Ampuero y —para internacionalizar
un poco el asunto— a Paulo Coelho.
La muerte de Bolaño dio lugar
a retroactivas declaraciones de amistad y a soterradas escaramuzas que con justicia
podrían tildarse de bolañianas. Más tarde, la publicación
póstuma de 2666 generó debates que poco o nada tenían
que ver con la novela; el momento más cómico de la discusión
fue la insólita respuesta de un escritor herido que, sin siquiera arrugarse,
confesó, en El Mercurio, que no había leído la novela, lo
que según él no le impedía opinar que los elogios a 2666
eran desmesurados. En fin: no son pocos, en Chile, los lectores capaces de opinar
sin leer los libros. La literatura chilena se piensa a sí misma como una
isla orgullosamente distante, que recibe con los brazos abiertos a los turistas,
pero mira con desconfianza a los hijos pródigos. “La cantilena, entonada
por latinoamericanos y también por escritores de otras zonas depauperadas
o traumatizadas, insiste en la nostalgia, en el regreso al país natal,
y a mí eso siempre me ha sonado a mentira”, decía Bolaño,
y ese saludable descreimiento le valió la antipatía de unos cuantos.
Fue, claro está, el mayor escritor hispanoamericano de su generación,
y más allá de las querellas literarias el hecho es que vamos a seguir
varias décadas leyendo y releyendo sus libros con invariable ansiedad.
¿Bolaño, entonces, es el nuevo Parra o el nuevo José Donoso
de la literatura chilena? Es una pregunta absurda que, sin embargo, en un notable
artículo sobre el propio Donoso, Bolaño ya contestó: “Desde
los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha
hasta los matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos
de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos de
Donoso. Grave error. Mejor harían leyéndolo. Mejor sería
que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer”.
Por lo
pronto —y es aquí donde entra Borges que, en realidad, nunca ha estado
fuera— Bolaño no tiene sucesores, sólo precursores: voces que aún
no hemos descubierto, pero que sin duda vagan dispersas por las páginas
de Amuleto, Nocturno de Chile o 2666. Los lectores chilenos
de Bolaño son también lectores de Wilcock, de Enrique Vila-Matas
y Sergio Pitol, de Ricardo Piglia y Rodrigo Fresán, de Fernando Vallejo,
de Enrique Lihn; autores, todos, que no suelen figurar, por cierto, en las listas
de lecturas obligatorias.
*
Nacido en 1975 en Santiago, publicó libros de poesía y la novela
Bonsai.
El
deshielo
Por
Alvaro Bisama *
Habría que explicar la relación
–o la lectura o el efecto- de la obra de Bolaño con el establishment letrado
chileno pensando en una inquietante paradoja: mientras –a principios de los ’90-
la Nueva Narrativa local debutaba en gloria y majestad inaugurando la instalación
de las prácticas de mercado en el negocio editorial, en España,
Roberto Bolaño, con un hijo en camino, se lanzaba –para equilibrar un crítico
presupuesto familiar– a ganar concursos de cuentos de pequeños municipios
ibéricos. Es esa paradoja, donde se oponen abundancia y escasez, hype e
invisibilidad, una supuesta literatura nacional contra la resaca de una vanguardia
—el infrarrealismo— apenas conocida, explica en cierto modo cómo se lee
a Bolaño en Chile. O cómo Bolaño lee a Chile.
Porque,
¿qué significó Bolaño para las letras chilenas?, ¿qué
implicó que en 1998, el mismo año en que detuvieron a Pinochet en
Londres Los detectives salvajes se hiciera —sincrónicamente, como
alguna vez apuntó Patricia Espinosa— con el Herralde? Una sola cosa: deshielo.
Un deshielo profundo de mitos congelados desde hace tantos años. Puro calentamiento
local. Un golpe a la cátedra. O un incendio en la biblioteca.
Mal
que mal, lo que Bolaño tal vez proponía sin querer queriendo era
eso: un modo distinto de pararse en el canon, de apropiarse de él, de transitar
en la tradición. De ahí que las operaciones que proponía
en Los detectives salvajes o 2666 desfenestraran con violencia los
límites del universo literario local, señalando la mediocridad de
lo que había sido escrito y celebrado antes, su falta de riesgo y estrechez.
Al leer las aventuras de Belano y Lima, uno podía llegar sospechosamente
a pensar que Bolaño pretendía cargarse a toda la narrativa chilena
reciente, un camino que seguiría después en Nocturno de Chile
(colocando como narrador al principal crítico literario de prensa de la
época militar) y que, sobre el final, en 2666 alcanzaba cierto paroxismo
conspirativo: Juan de Dios Martínez, uno de los policías de los
crímenes de Santa Teresa, se llamaba del mismo modo que un secreto autor
viñamarino cuya última obra publicada —La poesía chilena,
1978— era un libro/objeto edificado sobre los certificados de defunción
de Neruda, Mistral, Huidobro y De Rokha.
Con esos datos y sin esforzarse
mucho, se podía percibir la rabia, el aburrimiento, la precisión
quirúrgica con que Bolaño desmontaba todo lo que la narrativa chilena
de los ‘90 —a esas alturas canonizada y estudiada en los programas de literatura
de nuestras universidades— había construido con esmerado lobby político:
los eufemismos sobre nuestro pasado traumático, la aceptación de
un statu quo consensuado, la angustia de la influencia canónica,
la escritura como un lugar incontaminado de cualquier clase de enferma realidad.
La obra de Bolaño proponía lo opuesto, con su vocación
pop de lector omnívoro, con aquella predilección deliberada
por los géneros menores, con la resucitación de las vanguardias
como único ideal utópico posible para la ficción o el arte.
Incómodo,
Bolaño recordaba la presencia de un ideal colectivo imposible, lleno de
mártires; un proyecto sólo invocable en las hagiografías
de autores olvidados y secretos, figuras que volvían en el presente como
fantasmas insoslayables de revoluciones imposibles. Una revolución que
era equiparable con esas dos novelas iceberg que escribió: un proyecto
total que podía, cómo no, flotar o naufragar con inaudita elegancia.
De
este modo, el deshielo de Bolaño comenzaba con una colección de
insoportables verdades para el medio chileno: que a nuestra tradición novelesca
había que buscarla en la poesía; o que Nicanor Parra era quince
veces más inteligente que Donoso; que la obsesión por una ficción
que develara una identidad nacional era imposible porque no había nada
más obsceno que el olvido del horror, que la convivencia y aceptación
del mal, que la mediocridad como regla estética.
Con esas aspiraciones,
en Chile Bolaño no operó jamás como el narrador canónico
continental que terminó siendo, sino como otra cosa difícil de leer
fuera del “eriazo remoto y presuntuoso”, como alguna vez lo llamó Enrique
Lihn. En la cancha chica chilena, fue más bien una figura asimilable al
margen, casi un convidado de piedra, cuyos pasos recorrían ese patio helado
donde habían pasado antes autores como el mentado Lihn, Gabriela Mistral
o Rodrigo Lira. Un lugar de escrituras a la intemperie, en penumbras, implosionadas
por la precariedad, el miedo, la locura o la envidia; sombras tenebrosas que encienden
hogueras y acechan y sonríen (mostrando los dientes) en la oscuridad, en
los jardines de ese palacio en ruinas que es la literatura chilena.
*
Escritor y crítico literario, escribe una columna semanal en El Mercurio
titulada “El Comelibros”.
Una
bocanada de frescura
Por
Matias Rivas *
La instalación definitiva de la
figura y de la obra de Roberto Bolaño en la literatura chilena aconteció
en el año 1998, con la publicación de Los detectives salvajes.
Fue, por supuesto, el mismo año en que Bolaño se hizo conocido y
respetado en la literatura en español por su prosa vertiginosa, elocuente
y única. Ganó el Premio Rómulo Gallegos y se despachó
un discurso impresionante por su franqueza y sutileza para referirse a sus comienzos
como escritor y a su generación política.
La instalación
en Chile de Bolaño vino, además, acompañada de cierto escándalo:
Bolaño escribió un artículo, feroz y divertido, donde relataba
la intimidad de una cena en la casa de Diamela Eltit. Este artículo fue
publicado por la revista Ajo Blanco y causó escozor en el tímido
ambiente cultural de los años de la transición democrática.
Luego las emprendió contra el fallecido José Donoso, descartando
la mayoría de sus novelas sin piedad; al poco tiempo, desestimó
a la entonces triunfante “nueva narrativa” chilena compuesta por Arturo Fontaine
Talavera, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y Jaime Collyer, entre otros.
La
actitud combativa de Bolaño hacia los narradores chilenos motivó
el odio de una caterva de enemigos literarios insignificantes que hicieron lo
posible por minimizar la calidad de su obra. Entre ellos hay que nombrar al crítico
literario del diario El Mercurio, José Miguel Ibáñez, alias
Ignacio Valente, sujeto que le sirvió de inspiración a Bolaño
para el personaje central de Nocturno de Chile, sin duda su libro más
polémico, donde ajusta cuentas con la derecha católica que gobernó
las letras chilenas en los años de la dictadura.
Pero Bolaño
no sólo criticó cuando volvió a Chile. También escribió
y habló elogiosamente de dos poetas claves para él: Nicanor Parra
y Enrique Lihn. Les dedicó agudos artículos. Y fue el mismo Bolaño
quien empujó la publicación de las Obras Completas de Parra en España.
La razón para su filiación con estos autores: Parra y Lihn poseen
obras contundentes, escritas con ironía, inteligencia y libertad. Las mismas
características de las que hace gala Bolaño en sus mejores textos.
Para
entender cómo se lee a Bolaño desde Chile hay que pensar en que
sus libros pueden ser comprendidos desde la antipoesía de Parra. Así
como sus discursos, despiadados y lúcidos, dirigidos al establishment
literario local e internacional, pueden compararse a los furiosos ensayos de Lihn
redactados en plena dictadura contra los poderes omnipotentes de un Estado asesino.
Bolaño, al vincularse con estos escritores, declara a qué parte
de la tradición literaria chilena pertenece y a cuál no. Se sitúa
cerca de la poesía radical, y lejos de la narrativa. Si se leen atentamente
sus cuentos y novelas, es fácil percatarse de que Bolaño es un prosista
avezado, que conoce de ritmos, de precisión, de soltura y de adjetivos
exactos. Siempre fue un poeta dedicado a la prosa con el mismo rigor que piden
los versos.
Bolaño, asimismo, fue para los lectores y escritores
que descreían de las novelas locales, una sorpresa. Muchos chilenos sólo
leen a Bolaño y se saltan con brutalidad a todos los demás narradores
porque se aburren con ellos. Eso significa que los libros de Bolaño marcan
un hito en la literatura chilena. Para muchos jóvenes su lectura fue una
bocanada de frescura en un ambiente cultural sofocante. La velocidad deslumbrante
de su escritura liberó definitivamente a la narrativa chilena de sus ínfulas
decimonónicas. El imaginario que Bolaño impuso aún es una
patada certera al realismo bruto y al surrealismo trasnochado.
¿Cómo
leemos a Bolaño desde Chile?
Con fascinación, gratitud y humor.
Bolaño tiene la virtud de inspirar a otros escritores. Su descendencia
podría ser generosa.
*
Nacido en 1971, publicó poesía y es director de Publicaciones en
la Universidad Diego Portales.