Una interpretación
de "Los detectives salvajes":
Chilenos perdidos
en Bolaño
Por Roberto Brodsky
Escritor
En Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 20 de julio de 2003.
Para suerte nuestra, es decir de todos nosotros los lectores, Roberto
Bolaño no es un escritor chileno, o al menos no del todo. Esto
podría parecer un guiño o un contrasentido, pero no
lo es. De hecho, me consta que en el pueblo costero de Blanes, donde
reside junto a Carolina y Lautaro, nadie
habla del escritor chileno cuando uno pregunta por él: "Ah,
el escritor, mire: vayase por aquí y después por allá",
te dicen con la sencilla certeza de no tener que apellidar la profesión
de Bolaño. Tampoco lo es si se toma en cuenta que, en Chile,
no se le considera propiamente un autor nacional, sino español
o mexicano o una mezcla de ambos con un tinte chileno disuelto con
los años que ha pasado fuera. Sin embargo, todo lo que en mi
país lleva a considerar a Bolaño como a un autor no
del todo chileno, es lo que afortunadamente lo convierte en un escritor
a secas, capaz de entrar como Pedro por su casa a través de
los terrores, humores y patetismos atávicos que acompañan
y afirman esa condición casi ontológica del chileno
dentro y fuera de su país, suspendiéndola y expulsándola
en seguida hacia el mundo, donde vaga y se multiplica bajo la forma
de héroes taciturnos, algo ladinos y, por qué no decirlo,
como si esa condición camuflara el cuchillo bajo el abrigo.
Se trata de rasgos no privativos de una determinada nacionalidad,
pero sí más reconocibles por un chileno que por un no
chileno, y se podría decir, desde una perspectiva geopolítica,
que sólo un doble espía con el oficio de Bolaño
es capaz de detectar y deslizar al chileno oculto que hay en todo
latinoamericano con la exactitud y el desconsuelo con que él
lo hace en sus narraciones. En Estrella distante esto es patente
porque la historia trata justamente de los poetas chilenos y de los
criminales chilenos, unidos ambos en la figura de Carlos Wieder, un
vanguardista delirante de la aviación, la poesía y la
sangre.
En Los detectives salvajes, en cambio, la pertenencia es siempre
oblicua y distante, es un mal recuerdo o un imperativo moral que se
mantiene en secreto para no quedar preso en él y desarrollar
a cambio una escritura multiforme y a la vez matemática, coloquial
al modo parriano de incrustar el habla para sacar el poema, y donde
el humor a mi modo de ver es el doble fondo de cada uno de sus párrafos,
un humor filudo y lleno de peligros por donde Bolaño navega
como por un territorio asolado por la historia, el tiempo, la locura
y la literatura, todas palabras primero mágicas y luego trágicas,
y que en sus libros comienzan como comedia y terminan en película
de terror, marcha triunfal o ejercicio criptográfico, como
lo advierten algunos de sus personajes.
"Escritor chileno"
Pero estábamos hablando de las partidas de nacimiento
y de cómo éstas se traspasan a las páginas de
un escritor. El tema es incómodo no porque esté reñido
con las cláusulas del arte (entre paréntesis, Joyce
dejó muy en claro que la nacionalidad de un escritor interesa
sólo como un
elemento de comicidad para el héroe); el tema está allí,
decía, porque Arturo Belano, el alter ego de
Bolaño en algunos de sus cuentos, y sobre todo en Los detectives
salvajes y también en su novela, Amuleto, siempre
nos está recordando su origen sureño, y eso a los chilenos
nos importa muchísimo.
Él lo sabe y por eso nos lo repite cada vez. ¿Qué
busca Bolaño al recordarnos la condición de chileno
de Belano, por boca del narrador? No lo sé con exactitud, pero
sí sé lo que consigue con ello. Y esto es, ni más
ni menos, transformarse en una piedra en el zapato, como un viento
de tormenta o el recuerdo de un viento de tormenta sacudiendo el traje
de la literatura chilena de los últimos
veinticinco años. Y digo traje, porque ir bien vestido ha sido
nuestro esfuerzo y nuestra preocupación por excelencia en cuanto
a actitud pública se refiere. Debiéramos caminar desnudos,
o al menos descalzos, después de todo lo sucedido, pero dos
décadas de aislamiento y autarquía han terminado por
poner de moda el corte de talle estrecho entre los escritores y poetas
de mi aldea.
Al respecto, ustedes ya saben el cuento de Chile: primero
fue el sueño, luego la pesadilla, y enseguida el sueño
nuevamente con flash backs y racontos de pesadilla. Nuestras razones
y motivaciones como país y como literatura han sido, desde
hace muchísimo tiempo, estrictamente humanitarias, pendulando
sea a favor o en contra del humanitarismo, sobreviviendo y evitando
el bulto entre la mala y la buena conciencia a la que nos obliga la
historia.
Todo lo anterior no puede sino dejarme instalado ante
una encrucijada, porque yo mismo vengo como un escritor chileno a
dialogar con ustedes y con Bolaño. Al mismo tiempo, me resulta
casi imposible pensarme a mí mismo como escritor chileno y
prefiero utilizar mi doble militancia de periodista, porque: ¿cómo
expresarlo? A mi modo de ver, y se me disculpará la digresión,
el término
compuesto "escritor chileno" aparece como una flagrante
contradicción en sí misma; es decir, en Chile, por los
motivos que fuere, o bien se es escritor o bien se es chileno. Cuando
van yuxtapuestos, en verdad son como dos personajes obligados a soportarse
en un mismo habitáculo de complot, y en
donde tarde o temprano uno de los dos terminará liquidando
al otro.
Es raro, pero el sustantivo "chileno", al transformarse
en adjetivo, en vez de dar vida, mata.
Es mi problema, dirán ustedes.
Bueno, sí; es mi problema. Pero no creo exagerar si digo que,
también esta vez, se trata de un estigma extensible a todos
nuestros países, a todas nuestras literaturas, a todos nuestros
escritores y poetas, pero más particularmente quizás
a los nacidos en la década de los cincuenta. Bolaño
nos lo dice a través de Felipe Müller, otro de sus personajes
de Los detectives salvajes, cuando en el capítulo 23
—que recomiendo releer íntegro una vez al trimestre, por lo
menos— cuenta una historia que a
su vez le ha narrado Arturo Belano en un aeropuerto, y que discurre
por la tragedia de dos jóvenes y promisorios escritores latinoamericanos
—uno peruano y el otro cubano, aunque Müller no está del
todo seguro de las nacionalidades—, pero a quienes un buen día
se les revela una epifanía común a los nacidos en la
década de los cincuenta: la epifanía de la trinidad
formada por la juventud, la pasión y la muerte.
"Sólo unos pocos amigos se dieron cuenta —dice
el narrador—. Después, ineludiblemente, se encaminaron hacia
la hecatombe o el abismo". El peruano derivó del sueño
poético-revolucionario hacia la incomprensión absoluta
de sus pares, mientras el cubano bajaba del futuro hacia la enfermedad
y el suicidio.
"Tú y yo somos chilenos, y no tenemos culpa
de nada", dice Felipe Müller que le dijo a Belano esa
vez en el aeropuerto. Éste no le respondió, quién
sabe por qué motivos. Luego, ellos se despidieron.
Al leer la escena, no pude dejar de pensar que, como Müller,
yo también soy chileno; como Müller yo también
nací en la década de los cincuenta y, lo mismo que Müller
respecto de Belano, yo también soy algunos años menor
que Bolaño. Los dos somos chilenos y no tenemos culpa de nada.
Me asaltan dudas respecto de la segunda afirmación, pero igual
allí están el peruano y el cubano, promisorios escritores
de nuestra generación, sumergidos en el water de la historia.
La explicación sobre un alter ego chileno de Roberto
Bolaño, llamado Belano, permite abrir una entrada todavía
más vasta hacia Los detectives salvajes: aquella donde
la vida y la literatura son una misma disciplina comparada en la obra
de Bolaño.
Búsqueda de Cesárea
De acuerdo con esto, el chileno que escribe es también
un mexicano que escribe, un venezolano que escribe, un boliviano que
escribe. No es un español ni un catalán. Es decir, no
se trata de un problema de contenido, sino de continente. El latinoamericano
que escribe es el poeta Juan García Madero, perdido en su propio
país como cualquier poeta y practicante de la palabra en ese
vasto, enorme y desconocido territorio que es nuestra mancha.
García Madero, ya está dicho, tiene 17 años
y es huérfano como todos lo fuimos a esa edad. Es el momento
en que la poesía moderna nace al mundo con las Iluminaciones
de Rimbaud, momento en que arranca también la narración
de Los detectives salvajes. García Madero quiere cambiar
la poesía, es decir, cambiar el mundo, y está dispuesto
a dejarlo todo —que no es mucho— por un
azaroso aprendizaje junto a la pandilla de los realvisceralistas que
lideran Ulises Lima y Arturo Belano. Lo que atrae a García
Madero es la iluminación de la propia existencia como un poema
o una bofetada lanzada a la cara del mundo, ya que desde las primeras
páginas se trata de ir al encuentro de una palabra, de un nombre:
Cesárea Tinajero. A partir de entonces, todos somos el joven
poeta García Madero, porque más allá de lo que
creamos o pensemos, sabemos que Lima y Belano están en lo cierto,
equivocadamente ciertos habría que agregar, y que no hay otra
manera de estar en sus suelas, como si la búsqueda de Cesárea
comprimiera la posibilidad del sentido.
Casi inmediatamente después Brígida, la
prostituta del bar Encrucijada Veracruzana, recoge la mano de García
Madero y lee su destino, que es el destino de la novela y de las versiones
que de ella se darán en la segunda parte, titulada propiamente
"Los detectives salvajes". Dice Brígida, llevando
burlona o significativamente los dedos de García Madero a la
hendidura donde nacen sus tetas:
"Llegarás adonde te propongas. Aunque aquí veo
que te extraviarás varias veces, por culpa tuya, porque no
sabes lo que quieres. Necesitas una piel que esté contigo en
las buenas y en las malas. ¿Me equivoco?".
No, por supuesto que no se equivoca. A mí ninguna mujer me
habló de esa forma a los 17 años, y menos con la mano
puesta en la corriente de la conciencia, pero si lo hubiera hecho
imagino que mi destino habría sido distinto al que me tocó
y al que le toca a García Madero, es decir, ponerse en ruta:
abandona todo, cambiar la vida y sacar la poesía de entre la
espada y la pared, donde envejece como una estatua que vive de sus
murciélagos y sacerdotes, es decir, sacarla de entre México
y Chile, de entre Octavio Paz y Pablo Neruda, de entre el arco y la
lira. Por eso es tan importante encontrar a Cesárea Tinajero:
dar con su paradero es volver al mito del joven visionario que cambió
los versos por el tráfico de diamantes, para así reinventar
a Rimbaud y ser fiel al único trabajo serio y a tiempo completo
que se le exige a los poetas de este siglo.
Juventud, pasión y muerte
Es el primer momento de Los detectives salvajes, para mí
el más importante de toda la novela, porque hace que lo causal
se vuelva casual, y viceversa. A partir de allí, la búsqueda
tomará unos cuantos meses, pero le viaje de Ulises Lima y Belano
durará veinte años, hasta 1996. No hay cronología
ni continuidad estricta en éste, el segundo momento de la novela,
porque la pasión es dispersión y opera como una bandada
de versiones posibles, sobreimprimiendo capas de memoria, puentes
ciegos, escaleras y miradores concebidos unos sobre otros de acuerdo
con un plan estético y moral donde cada casillero remite a
un nuevo movimiento que, a su vez, agrega una nueva perspectiva al
conjunto. Parece una versión literaria de "La sagrada
familia" de Gaudí, el camino de la santidad sin templo
para Lima y Belano, y el resultado es que uno nunca terminará
de recorrerlo. Este procedimiento de construcción se radicalizará
posteriormente en el monólogo de Auxilio Lacouture, la heroína
de Amuleto, uruguaya esta vez y quien remonta en una especie
de delirio paroxístico sus días de encierro en un cuarto
piso de la Facultad de Filosofía, mientras el ejército
allana la universidad. Se trata de un acontecimiento que, en la voz
de la narradora y en su memoria, está sucediendo permanentemente,
es decir, es un hecho que constituye su sentido de
la realidad desde entonces y para siempre, lo mismo que el
viaje de Belano y Lima en Los detectives salvajes.
Pasada la singladura, palabra muy bolañesca, el lector no
hallará delante suyo otro horizonte que el segmento final del
diario de García Madero, es decir, el pasado. En este sentido,
la estructura de construcción que da Bolaño a Los
detectives salvajes no podía ser más sabia e implacable,
porque obedece y se pone al servicio de la epifanía que derrotara
a nuestro poeta peruano y a nuestro narrador cubano. Juventud, pasión
y muerte forman la trinidad de la literatura latinoamericana, y si
en el principio hubo un joven poeta que anotaba cuanto veía
y sentía, al final su diario será un espacio desolado
y lúgubre, recuento de una búsqueda que se torna en
persecución y, finalmente, en interrogante criptografía.
Es el tercer momento de la novela y, al igual que en Estrella distante,
el crimen y la poesía se descubren como términos equivalentes
para Bolaño. ¿Por qué? ¿Qué hay
detrás de la ventana?, pregunta García Madero, y dan
ganas de ponerse a inventar respuestas: los desiertos de Sonora, el
absurdo, la utopía de la palabra original, o Sión, de
acuerdo con el poema que dejara tras de sí Cesárea Tinajero.
Pero no, detrás de la ventana no hay nada, no hay misterio,
Amadeo. Detrás de la ventana está el viaje que conduce
a ninguna parte, ese ancho y cambiante territorio donde Belano será
cuidador de un camping un día y al siguiente Lima se masturbará
en el desamparo de Tel Aviv, y ambos estarán para siempre al
centro de la epifanía y serán la pasión de nuestro
poeta peruano y de nuestro narrador cubano, a imagen y semejanza de
aquella mancha,
nuestra lengua y nuestra vida manchada por el adjetivo que mata.
Detrás de la ventana de García Madero lo que hay, a
fin de cuentas, es un vastísimo territorio llamado Bolaño,
donde un mexicano y un chileno se pierden de nuestra vista, aunque
nosotros no tengamos la culpa de nada. Para recordármelo a
mí mismo, y volver a creer, yo he elegido marcar unos o dos
puntos donde poder sentarme a conversar como un viajero más
en un mapa, sin obligaciones, intereses ni falsos favores, dejando
venir las derrotas y recibiendo agradecido las pírricas victorias
que a veces nos ofrece la literatura. Hay muchos otros puntos donde
anclar. Yo los invito a que cada uno encuentre el suyo armado de la
misma soledad y lucidez con que Bolaño ha creado su territorio
como un amuleto para que nos proteja durante el viaje.