Bolaño está de moda, pero no lo entienden
Por Carlos Franz
La Nación de Argentina, 24 de Diciembre 2010
Un fantasma recorre la literatura hispanoamericana. O mundial. Le dedican elogios encendidos las revistas Lire y Letras Libres , The New Yorker y el Times Literary Supplement. Se estrenan adaptaciones teatrales y documentales a granel. Las tesis académicas sobre su obra ya son moda. Cien mil ejemplares vendidos en Alemania; 70.000 en Estados Unidos. De obras literarias serias, incluso difíciles. En estos días, la Casa de América de Madrid le dedicó una semana de homenaje, que cerró Patti Smith cantando sus poemas.
¿Qué tiene Bolaño que su amistad procuran? Me lo han preguntado buenos lectores, cultos y sensibles, pero inmunes a su sortilegio. Todavía, para muchos, es un fenómeno de culto: consagrado por los clérigos pero incomprensible para los legos. ¿Qué ofrece Bolaño a quienes no sean como sus protagonistas: poetas, críticos, editores, periodistas culturales, "letraheridos" en general? A ese lector común, pero no vulgar, que lee en serio aunque no es del gremio (algunos quedan), le cuesta identificarse con los personajes bolañescos, militantes a tiempo completo en la legión literaria.
Intento convencer a ese lector. En los buenos libros de Bolaño hallamos una destreza verbal sobresaliente, vacunada de complejidades excesivas. En sus obras mayores prolifera una inventiva que parece inagotable. También hay suspenso del bueno: sus "detectives salvajes" no resuelven misterios, los ahondan. Hay humor, la mayor parte de mala leche y, por eso, provocador, peligroso. Hay la capacidad de poetizar lo cotidiano: un talento para descubrir secretos en apariencias inocentes. Que eran inocentes hasta que el novelista desveló el truco. Para quienes creemos que la gran narrativa cultiva en la prosa las virtudes desveladoras de la poesía, los logros de Bolaño no son moco de pavo.
Aun así, mi lector común sigue perplejo. Nada de eso lo impresiona mucho. Conoce los retos de la literatura seria (sin confundirla con esa-que-se-toma-a-sí-misma-muy-en-serio). Ha leído su tomo de Proust, su par de Nabokovs, ha descifrado algún Faulkner. Conoce lo mejor del boom . Ha cavilado con Borges y sonreído con Cabrera Infante. Se ha deprimido con Onetti. En ellos y otros narradores brillantes la ficción parece ser lo que decía Henry James: esa casa con incontables ventanas por donde vemos, distinto, el vasto escenario humano. La casa de Bolaño es rara, sus ventanas sólo miran hacia dentro, hacia la literatura, protesta este lector. Qué va, hacia la vida literaria y punto, rectifica.
No le falta razón. Ésa es una clara diferencia entre Bolaño y Borges (con quien ciertos audaces lo equiparan). Las ventanas de Borges -por muy librescas que sean- se abren siempre hacia la filosofía, hacia la perplejidad metafísica común, donde la inteligencia topa con lo extraordinario. Sin embargo, sigo intentando convencerlo, en Bolaño sí hay una ventana que mira hacia fuera. Un ventanal que no vemos de puro transparente (de puro escondido delante de nuestros ojos, como la carta en el cuento de Poe). Por esa ventana se ve (no se ve) un fantasma.
Ese fantasma es usted, lector.
La desaparición de escritores fue un tema favorito de Bolaño. Sobran autores que buscan a uno esfumado. Constatación tan obvia como incompleta. Más interesante es verificar la ausencia de personajes que sean simples lectores (no escritores enfebrecidos por la lectura de sus pares). Intrigante esta desaparición del lector en una obra tan empecinadamente literaria.
Ese afantasmamiento masivo de los lectores comunes (pero no vulgares) en una obra de culto actual casi impone una lectura política. Aquella desaparición del lector ficticio simboliza, acaso, el debilitamiento de la ciudadanía real. Y de la ciudadanía cultural, en particular. Hay menos ciudadanos culturales y más consumidores de cultura. Hay menos lectores de ficciones profundas y más adictos a distracciones superficiales. Disminuyen los sujetos activos, dispuestos a una relación de mutua responsabilidad con la cultura. Espectadores que no sólo demanden, sino que ofrezcan, algo más que su dinero: una lectura comprometida, inquisitiva, lenta, arriesgada. Aumentan los objetos pasivos de la moda, la publicidad y el kitsch. Decrecen los lectores serios de ficciones no utilitarias (porque utilitaria es la mera distracción que ofrecen los superventas). Mientras, la importancia social de la buena literatura sigue atenuándose. Como en la política, donde ya sólo van a los mítines los candidatos y su clientela fija, al mitin de la buena literatura vienen lectores resabidos. ¿No se ha notado faltar usted mismo, medio desvanecido, en los discursos de sus políticos, así como en sus últimos espejos literarios?
La concurrencia entre la situación de la literatura y el estado de la polis es tan antigua como la política misma. El ocaso de la audiencia literaria seria confirma la declinación de la audiencia política responsable. A los discursos vacíos en los parlamentos corresponden los libros vacíos en las estanterías de novedades. "Elegir" y "leer" comparten una raíz etimológica (que asimismo es la de "elegancia"). La decadencia de esos verbos produce ciudadanos sustraídos y lectores afantasmados.
El fantasma del lector no dice nada. Su ausencia habla por él.