Entre paréntesis
El
humor en el rellano
Por Roberto Bolaño
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Noticias, Lunes 20 de enero de 2003
Cortázar se quejaba de la carencia de una literatura erótica
en el ámbito latinoamericano. Con la misma razón hubiera
podido quejarse de la ausencia de una literatura humorística.
Los clásicos, por llamarlos de alguna manera, quiero decir
los clásicos de nuestros países en desarrollo, sacrificaron
el humor en aras de un romanticismo cursi y en aras de textos pedagógicos
o, en algunos casos, de denuncia, que mal resisten el paso del tiempo
y que si se mantienen es por un afán voluntarista de bibliófilo,
no por el valor real, el peso real de esa literatura.
En algunos modernistas o vanguardistas tempranos es dable leer, sin
embargo, páginas de humor de ley. No son muchos, pero son.
Recuerdo a Tablada, textos muy poco conocidos de Amado Nervo, fragmentos
en prosa de Darío, cuentos de horror y humor de Lugones, las
primeras incursiones de Macedonio Fernández. Posiblemente,
sobre todo en el caso de Nervo, este humor es involuntario. Los hay
también, excelentes prosistas y poetas, en cuya obra el humor
brilla por su ausencia. Martí es el máximo exponente
de este tipo de escritores, pese a “La edad de oro”.
En la literatura latinoamericana, los escritores que se ríen
son contados con los dedos, y en no pocas ocasiones su risa es amarga.
Podría decirse que en la Latinoamérica rural, provinciana,
el humor es un ejercicio en decadencia y que sólo vuelve a
renacer con la llegada masiva de los emigrantes de principios del
siglo XX. Nuestros próceres, que en materia de pensamiento
casi siempre fueron unos patanes, desconocieron a Voltaire y a Diderot
y a Lichtenberg, y en el colmo de los colmos no leyeron nunca o mal
leyeron o dijeron que habían leído, mintiendo como bellacos,
al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a Quevedo.
Es en el siglo XX cuando el humor, tímidamente, se instala
en nuestra literatura. Por supuesto, los practicantes son una minoría.
La mayoría hace poesía lírica o épica
o se refocila imaginando al superhombre o al líder obrero ejemplar
o deshojando las florecillas de la Santa Madre Iglesia. Los que se
ríen (y su risa en no pocas ocasiones es amarga) son contados
con los dedos. Borges y Bioy, sin ningún género de dudas,
escriben los mejores libros humorísticos bajo el disfraz de
H. Bustos Domecq, un heterónimo a menudo más real, si
se me permite esta palabra, que los heterónimos de Pessoa,
y cuyos relatos, desde los “Seis problemas para don Isidro Parodi”
hasta los “Nuevos cuentos de H. Bustos Domecq”, deberían figurar
en cualquier antología que sea algo más que un poco
de basura, como hubiera dicho don Honorio, precisamente. O no.
Pocos escritores acompañan a Borges y a Bioy en esta andadura.
Cortázar, sin duda, pero no Arlt, que como Onetti opta por
el abismo seco y silencioso. Vargas Llosa en dos libros y Manuel Puig
en dos, pero no Sábato ni Reinaldo Arenas, que contemplan hechizados
el destino latinoamericano. En poesía, antaño un lugar
privilegiado para la risa, la situación es mucho peor: uno
diría que todos los poetas latinoamericanos, inocentes o de
plano necios, se debaten entre Shelley y Byron, entre el flujo verbal,
inalcanzable, de Darío, y las expectativas nerudianas de hacer
carrera. Enfermos de lírica, enfermos de otredad, la poesía
latinoamericana camina a buen paso hacia la destrucción. El
bando de lo que en Chile se llama muy apropiadamente tontos graves
es cada vez mayor. Si releemos a Paz o si releemos a Huidobro advertiremos
una ausencia de humor, una ausencia que a la postre resulta ser una
cómoda máscara, la máscara pétrea. Menos
mal que tenemos a Nicanor Parra. Menos mal que la tribu de Parra aún
no se rinde.