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Presentación de La ciudad que no es, de Roberto Bescós

Por Juan Cameron
Valparaíso, miércoles 8 de julio de 2015

 



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La ciudad que no es perfectamente puede no ser aquella descrita por el poeta. Puede ser, eso sí, el país como metáfora de un estación del tiempo a la que nos arrastrado esta derrota contemporánea. Es sí el territorio capaz de envejecer a la amada y el habla cotidiana donde este yace –o yacemos en él– y sobre el cual los restos del naufragio humano se esparcen sin orden ni sentido y, en lo principal, sin ninguna capacidad de ser.

La cultura, como la suma de las intervenciones operadas por el individuo sobre la naturaleza, se ha quebrado en pedazos. No son sus ruinas, sino más bien los escombros ya repartidos en fragmentos, los elementos de esta contaminación  los que operan ahora en forma inversa, y ya no como instrumentos o aparatos para facilitar su vida en sociedad; por el contrario, esparcidos sobre el suelo urbano dificultan la civilización –o el natural desenvolvimiento de la civilidad– trabarán todo movimiento o ejercicio impidiendo el caminar hacia un fin determinado. La ruptura del eje sincrónico, entonces, revienta ese ir hacia un supuesto objetivo natural y corta el transitar ético.

El espacio ha sido traicionado y el poeta figura su afirmación a través de esa línea férrea que desde antigua data trazó una línea para separar el paisaje de la urbe y envolverla así en su propia fealdad. La ciudad asediada, nos dice, huía de la lluvia de azufre y ahora, apenas, puede contentarse con el tren que no viene. San Antonio, sin duda es el lugar donde se instala esta metáfora. Un muro atroz corta su acceso al mar. Hotel, supermercado, lugar del otro que ocupa el territorio, esta infame construcción no es tampoco de fácil acceso. Se rodea de fosos defensivos,  la sucia cuenca del ferrocarril y carretera por un lado, la mugre de un desembarcadero más parecido a un botadero de tripas y restos en pudrición cuyo destino ya no es partir, sino clausuran la estúpida existencia de ese individuo. ¿Qué es aquello? Osamentas con impactos de bala, señala Bescós; chicles pegados en pasamanos, perros atropellados alrededor de la comisaría, rostros insoportables. Y aquí rostros y restos parece confluir en el único todo posible.

Esta idea de lo perdido como sustento lírico es propia de una amplia promoción de poetas y en ella fácilmente hallamos también a José Ángel Cuevas y su estética de la derrota o a Claudio Bertoni en su minimalismo extremo. Curiosamente esta condición de precariedad se repite, como una observación fragmentaria del mundo, en las promociones posteriores al autor. Se observa por ejemplo en la del 96, o “hijos de Pinochet”, y en la de 2010, o “del Bicentenario”. En aquellos tenemos a Gladys González, con Pequeñas cosas, y a Natalia Berbelagua, con Domingo (a través de la sinécdoque se muestra un contorno no unívoco o, más bien, equívoco). Aparece a causa del deterioro extremo a que el capitalismo y la estupidez han conducido a nuestro país. Es, por tanto, una visión política, un análisis de la polis o la ciudad que fue (ese término identifica a Valparaíso) o, en este caso, la ciudad que no es.

Tampoco es nuevo en el caso de Bescós. Si revisamos Entrañas, una edición que ya cumplió los veinte años, leeremos allí entre varios textos ejemplares, aquel dedicado al viejo puente del Llolleo. Y su proposición es clara: “El puente se lo fue comiendo la cuadrilla/ y sin quejas sometiose puesto que no había/ para qué”. Carecía ya de la esperanza manifestada alguna vez en Encuentro más que cercanos, su volumen de 1981, compartido con Aquiles Jiménez, donde manifiesta cierta esperanza escondida en un medio desde ya desesperanzador: “Los convocados ciertos  lo estamos hace siglos, la edad de la tristeza por parte baja (...) dejo constancia que en el hombre se reúnen la greda y sus raíces sonoras,/ doy la amable bienvenida, materiales y poetas:/ celebremos el acontecimiento que también no puede ser”. Hoy la duda está resuelta: los fragmentos de esos materiales aplastaron el canto. El acontecimiento en definitiva no lo fue.

Respecto a la utilización del verso debo mencionar que Bescós recoge fragmentos del lenguaje, términos que designan cosas, y los lanza sobre la página; pero se trata de fragmentos medibles en trozos de antiguo romance, en endecasílabos, heptasílabos, o en seis u ocho sílabas.

En La ciudad que no es, Bescós presenta una versificación continua y espaciada así un jadeo salpicado por silencios que bien pueden ser de furia, de reflexión o de amargura. Esta disposición gráfica en ladrillos oxigenados bien puede representar el suelo donde nos movemos, como piezas de ajedrez evitando las trampas de ese laberinto, en busca de una salida: la palabra final.

La trampa, en definitiva, está en el lenguaje. Si somos esos animales que lo pueblan, nuestro territorio ha sido ocupado. Los mercaderes ya tomaron el Templo y expulsaron al hombre. Los restos de la civilización que fue, que no alcanzó a ser ciudad, yacen desperdigados.

El poeta sabe de estos peligros. Nos dice: “como ante un lomo de toro detengo la velocidad de la escritura // el diablo cuya huella luce estampada en el registro de visitas ilustres diseminó el polvo que cubre la identidad local// por sobre las hojas del cuaderno que el mamífero que escribe ha llenado con escoria”.

Yo le digo, no importa, Roberto; continúa haciéndolo. ¡Qué va!



 



 

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