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Roberto Bolaño entre los muertos

Por Rafael Gumucio
Revista Fibra, Santiago, Chile. N°11, Agosto. 2003. p.17.

 

 

 



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Roberto Bolaño está muerto. Si estuviera vivo, no me atrevería a escribir de él. Nadie como su persona hacía aumentar mi pudor de columnista. Ahora que ya no está en el mundo, casi puedo decirle: “Roberto, déjate de estar muriéndote, di algo”. Porque es mucho más fácil ser amigo de los muertos. No sólo porque no responden a nuestra sorna y a nuestras lágrimas, sino porque nos acompañan donde no hay ya compañía posible, donde, por fuerza mayor o acto de Dios, como dicen los leguleyos norteamericanos, estamos tan solos, tan solos que ni siquiera parecemos estar vivos.

Uno se hace escritor justamente para tener amigos muertos. Por algo los periodistas de las secciones culturales de los diarios son llamados “los necrológicos” por los otros periodistas: siempre están escribiendo sobre los que se ausentaron definitivamente del mundo. Los libros de los muertos pueden ser postales del infierno o del paraíso, pero siempre nos ayudan a no temer partir adonde nos esperan Kafka, Borges, Flaubert, Lihn, Mario Santiago –puros muertos-, acompañaban a Bolaño cuando vivía. Hablaba de estos muertos como si estuvieran vivos, tanto que a mediados del mes de julio terminó por cumplir con la deformación profesional de muchos escritores: morir joven a fuerza de vivir como un viejo.

“Pasar a mejor vida”, esa frase de viejos beatos, para un escritor como Roberto Bolaño –que escribió desesperadamente con tanta impaciencia y lucidez que quemaba a todos los que se acercaban demasiado-, es cruelmente cierta. Los escritores vivimos para morirnos mejor, para pasar a esa mejor vida en que liberados de nuestros gustos y de nuestros cigarrillos sólo dejamos nuestros libros.

A mí eso de la inmortalidad, o mejor dicho eso de creer en la inmortalidad, siempre me ha parecido una cobardía. Pero la cobardía vivida hasta el final, como hizo Bolaño, puede ser hasta considerada un acto de valentía. Bolaño corrió como un bólido por la literatura latinoamericana. Y logró lo imposible: transformar la tradición literaria en un asunto pasional, policial, vital. Hizo una literatura hiperliteraria siempre en movimiento, en riesgo.

Era un escritor cultísimo pero completamente libre de su biblioteca, porque él era su propia biblioteca. Y ahora comprendo que era esa urgencia de saberse al borde de la muerte el demonio que animaba todas sus obras. Bolaño sabía que detrás de las citas de sus libros y de las disquisiciones de café, al final de una adolescencia que se le había prolongado más que a todos, esperaba en la realidad banal de un cadáver. De alguna forma, al saberse enfermo grave, sintió que esto lo aliviaba de la angustia de ser un poeta maldito. Y, al contrario, se convirtió en un narrador bendito que terminaría escribiendo sobre los poetas malditos, con la enorme distancia de uno que se salvó de serlo.

Bolaño tuvo hijos (dos) y libros. Mentiría si dijera que fui su amigo. Me daba miedo, siempre sentía que podía caer en alguna de sus listas negras. Estoy seguro de que para él yo era un tipo tonto pero simpático, que hablaba mucho de si mismo. Pero como siempre pasa con los muertos, siento que ahora que no se puede, tengo muchas cosas que decirle. Le comentaría lo que le pasó a un amigo mío que hizo una pequeña encuesta sobre Bolaño entre los escritores chilenos. Todos, off the record, por supuesto, respondieron que justo antes de morir, Bolaño les había conferido el título de mejor escritor chileno, que en el velador del recién fallecido estaban sus libros, que sus últimas palabras fueron para ellos. Bolaño, como nadie, se reiría de ese pomposo canibalismo de la muerte literaria. Y eso tenía, eso lo hace, post mortem, mi amigo, pues de todos los escritores chilenos de su generación, era el único que disfrutaba completamente, sin complejos ni verdaderas complejidades, de la escritura y de la lectura. Era el mejor de entre los suyos porque con todo su negro carácter y su laberíntica psicología, a la hora de escribir o hablar de libros, era el más contagiosamente feliz.




 

 

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Por Rafael Gumucio.
Revista Fibra, Santiago, Chile. N°11, Agosto. 2003. p.17.