Proyecto Patrimonio - 2016 | index | Roberto Bolaño | Jorge Edwards | Autores |
Los detectives salvajes
Por Jorge Edwards
Publicado en La Segunda, Viernes 8 de enero de 1999
.. .. .. .. ..
Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño que acaba de ganar en España el Premio Anagrama, es un texto proliferante, entrecruzado, vasto, polifónico. Es una novela de registro amplio, dotada de una estructura que podría permitir la multiplicación infinita y que admitiría por esto, la definición clásica de obra abierta, pero es a la vez una composición perfectamente cerrada, triangular y en cierta manera circular. Como se ve, no estamos hablando de un texto trivial o habitual. Bolaño se propuso escribir un libro de la familia literaria de Paradiso, de Rayuela de Adán Buenosaires. Un texto no ajeno a la escritura de James Joyce o de Francois Rabelais. En parte, en una clave muy particular, con elementos coloquiales, con un uso muy lúdico y creativo de los mexicanismos y los americanismos de todo orden, lo consiguió, lo cual no es poco decir. Dentro del panorama chileno, sin la menor duda, es una novela excepcional. También lo es dentro del paisaje latinoamericano posterior al “boom”. Los chilenos deberían leer este libro como catarsis y como desafío intelectual: para sacudir la visión estrecha, localista, complaciente.
Dije que es un texto proliferante, pero no se trata de una proliferación esencialmente verbal, como la de un Lezama Lima o la de algunos de nuestros barrocos modernos. La de Bolaño es una proliferación notable, por momentos increíble, de personajes y de situaciones. Es una constante acrobacia sin red y de ejecución perfectamente segura. Además, como los personajes se presentan en primera persona del singular, lo que se desarrolla en el texto es una multiplicidad de voces. Muchas de las voces, desde luego, son agrias, destempladas, de sonidos cascados o quebrados, como si provinieran de instrumentos que se han agrietado o enmohecido. Pero son voces que no se confunden: notas diferenciadas y que producen un curioso conjunto, algo así como una sinfonía desorbitada. Quizás una antisinfonía, una antinovela. No está de más saber que Roberto Bolaño es un apasionado admirador de Nicanor Parra y un hombre decididamente reticente, crítico, frente a ciertas “músicas verbales” anteriores e incluso posteriores a la antipoesia.
Hablé de Lezama Lima y de Paradiso a manera de contraste, ya que Los detectives salvajes pertenece a una esfera muy diferente. En cambio, hay un parentesco evidente con Rayuela de Julio Cortázar. Rayuela también es una novela de intelectuales, de grupos con sus lenguajes, de ideas y sobre todo preferencias que se manejan hasta el agotamiento, como caballos de batalla (para citar a Nicanor Parra). Ya no recuerdo quién ni dónde dijo en España que la novela de Bolaño es como el reverso de Rayuela: el reverso de un tejido visto desde la parte de atrás del telar, con algunos hilos sueltos, con un acceso imperfecto, borroso, a la verdadera trama. En la segunda parte del Quijote, en los capítulos de la llegada del Caballero de la Triste Figura a Barcelona, hay una imagen parecida. Si no recuerdo mal, Cervantes, por boca de su personaje, se refiere al arte de la traducción. ¿Podríamos aventurar, por lo menos como hipótesis de trabajo, que Los detectives salvajes es una traducción, y, como tal, necesariamente imperfecta, de Rayuela? No está mal, pero habría que hacer extensivo el argumento a todos los libros de esta especie, a todo este linaje novelesco. En otras palabras, Bolaño seria el traductor de Cortázar, de Lezama Lima, de James Joyce, de tantos otros. El concepto es demasiado amplio y equivale a no afirmar nada. Toda novela es traducción y paráfrasis de novelas y textos anteriores. Toda escritura deriva de otras escrituras y se inserta en el amplio, fascinante espacio de la tradición literaria. Toda escritura que es. Como ya lo sabemos de sobra.
Como ya lo dije, el tejido de Bolaño, con su abundancia de figuras curiosas, extravagantes, marginales, con su recurso a la enumeración, en apariencia caótica, pero cercana siempre a las normas de la geometría, se organiza en forma segura. Los cabos sueltos, los del revés de la arpillera, son pocos y guardan conexión con el conjunto. Se aparecen, con su proliferación, con sus figuras todas parecidas y diferentes, manejadas todas por un demiurgo que las sobrepasa, a los tejidos de algunas culturas del Perú precolombino. Quizás Bolaño no haya pensado en esta similitud, pero esto último no pasa de ser un detalle. A pesar de la superabundancia del texto, de su crecimiento multiforme, la historia termina por cerrarse. La obra es un “thriller” de construcción un tanto monstruosa, excesiva, que al final recoge y ordena todos lo elementos que parecían dispersos. Ulises Lima, casi siempre extraviado reaparece. Y se produce el encuentro decisivo, culminante, en alguna medida triunfal, pero también desengañado, grotesco, absurdo, con Cesárea Tinajero. Cesárea Tinajero es la ltaca de esta Odisea, pero es un mito degradado hasta la náusea, hasta el absurdo último. No sé si el “thriller”, aquí, peca de exceso, o de carencia, o de ambas cosas. “This is the way the world ends”, escribía T.S. Eliot, “not with a bang but a whimper”. Un “whimper” es un lloriqueo, un gimoteo. En la novela, una mujer enormemente obesa, vacuna, elefantiásica, que se disuelve en la polvareda de los desiertos mexicanos. En cualquier caso, en un acto de generosidad, en un intento solidario. Conviene tener presente que Bolaño es poeta y conoce la poesía contemporánea. Además, su tono aséptico, burlesco, autocrítico, podría revelar una familiaridad con los poetas de la estirpe de Jules Laforgue, de T.S. Eliot, de Ezra Pound. Parra también se ha alimentado de aquellas fuentes, aunque no siempre lo diga.
Me parece un poco simple sostener que la novela de Bolaño es literatura de la literatura. Es una novela que no excluye nada, pero que utiliza como pretexto y como escenario la vida literaria. Todo comienza cuando un personaje, un joven mexicano aspirante a poeta, Juan Garcia Madero, acaba de ser aceptado como miembro del movimiento real visceralista. La obra consta de tres partes: un diario de García Madero de fines de 1975; cuatrocientas y tantas páginas de soliloquios y monólogos de innumerables personajes, todos ellos escritores, aspirantes o allegados a la literatura; la continuación del diario de García Madero a contar, parecería, porque los datos del diarista se han vuelto inciertos, del 1° de enero de 1976. La esructura no sólo permite un viaje ficticio variado, siempre renovado, sorprendente. Permite también realizar un vaivén continuo, otro viaje, entre la realidad, la así llamada realidad, y la ficción. En otras palabras, una de las ironías del texto consiste en insinuar que personajes de la vida literaria supuestamente real son, en definitiva, invenciones: invenciones de los otros y de ellos mismos. Por ejemplo, el manejo de Octavio Paz como figura incrustada en la vida literaria ficticia de la novela, como emblema y como término de referencia, está especialmente bien logrado. Pero en toda la novela se da este vaivén, esta oscilación burlona. Hay un Arturo Belano, alter ego de Roberto Bolaño, pero no seria imposible que Belano y Bolaño dialogaran en el interior del texto. La confusión de la realidad con la ficción es múltiple. Hay retratos despiadados, desaforadamente burlones, de personajotes vanidosos y en definitiva menores. Entre ellos, por ejemplo, Manuel Maples Arce, poeta, embajador mexicano en Chile, amigo de Neruda. El mismo Neruda consigue salvarse, pero a duras penas.
Además de un “thriller” de dimensiones excesivas, Los detectives salvajes tiene muchas características de novela satirica. Nadie se salva, y menos que nadie la izquierda intelectual. Recomiendo en forma especial, como muestra, la lectura del capítulo 14 de la segunda parte, el del viaje de Hugo Montero y sus amigos a la Revolución Nicaragüense. Hemos vivido en la época de aquellos viajes y los hemos conocido. ¡Qué historias! Aquí asoma su cabeza la vieja picaresca hispánica. El hambre y la sed de los poetas mediocres es un espectáculo lamentable que Bolaño exhibe con crueldad, sin perdonar nada. No falta detalle: ni la Declaración de los Escritores Mexicanos, ni las firmas, ni las visitas al Ministro de Cultura, en este caso Ernesto Cardenal, el propio, ni los interminables brindis a cuenta de la administración revolucionaria.
El ejercicio, a fin de cuentas, es desencantado y brillante. La vida literaria degradada, y parecería que está siempre degradada, se alimenta de mitos también degradados, corroídos. Pero hay momentos de salida liberadora hacia la naturaleza, hacia los grandes espacios: los desiertos de Sonora, las cuevas a la orilla de un mar romántico, salido de Walter Scott o de Victor Hugo, el fondo de la tierra vislumbrado en el fondo de un pozo en un simple campamento de excursionistas. La otra apertura es mental: es la locura de algunos de los personajes (otra semeanza con Rayuela). Son rupturas de ritmo necesarias y bien repartidas a lo largo del relato. De otro modo habría naufragado. Pero el texto tiene toques maestros de extrañeza, de salida a otros recintos y recovecos de la mente humana, que siempre lo salvan.