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Viena y la sombra de una mujer

Por Roberto Bolaño
El País, viernes 25 de agosto de 2000


 



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No sé qué fue lo más importante de Viena: si Viena o Carmen Boullosa. Todo el mundo sabe que Viena es una ciudad muy hermosa, culta, la capital de un país que coquetea (y puede que el coqueteo haya llegado a la fase del manoseo) con el neofascismo. Pocos saben en España, sin embargo, quién es Carmen Boullosa. Las primeras noticias que tuve de ella hablaban de una mujer muy hermosa por la que los poetas líricos mexicanos perdían la cabeza. Carmen, que entonces todavía no escribía novelas, también era una poeta lírica mexicana. No supe qué pensar. Tantos poetas perdidamente enamorados de una poeta me parecía una exageración. Para colmo, todos aquellos que eran abandonados por Carmen (o por sí mismos) se hicieron amigos, o ya lo eran, y habían fundado de facto una tertulia o club que dedicaba un día a la semana o al mes a juntarse en bares del centro del DF o de Coyoacán para soltar pestes de la antes tan adorada.

También me enteré, siempre por terceros, de que Carmen, en respuesta, había fundado un club o tertulia o comando de mujeres escritoras que, con idéntico sigilo, hacía lo mismo que su contrapartida masculina.

Un día, en un libro de historia de la literatura mexicana contemporánea, vi una foto suya. Sin duda se trataba de una mujer muy hermosa, morena, alta, de ojos enormes y cabellera hasta la cintura. Me pareció muy atractiva, pero también pensé que debía de escribir como los muchos epígonos de un realismo mágico hecho para el consumo de zombis.

Después leí algo suyo y mi opinión cambió: Boullosa no tenía nada que ver con los epígonos ni con los epígonos de los epígonos. Leí sólo unas páginas, pero me gustaron. Y así hasta que recibí una invitación para ir a Viena, en donde estaría en una misma lectura con ella.

Una de las cosas buenas de ir a Viena es que uno puede viajar en un avión de Lauda Air, la línea aérea del mítico piloto de fórmula 1, en donde las azafatas van vestidas como si fueran mecánicos de un circuito de alta velocidad. La comida, por lo demás, es buena. Con suerte (o con mala suerte) puede que el avión lo conduzca el propio Nikki Lauda. Y al cabo de un rato, en menos de lo que se tarda en rezar tres padrenuestros, ya estás en Viena y en un taxi, y si tienes suerte puedes incluso alojarte en el hotel Graben, un establecimiento pequeño, en la Dorotheergasse, al lado de la catedral de San Esteban, es decir en pleno centro de la ciudad. Aunque lo más importante del hotel Graben no es su ubicación, sino que allí se alojaban Max Brod y Franz Kafka cuando iban a Viena.

En el exterior del hotel hay una enorme placa de bronce que así lo afirma, pero yo llegué de noche y no vi la placa, por lo que cuando el recepcionista me dijo que me iba a dar la habitación de Brod o de Kafka (no estaba muy seguro de cuál), yo entendí que me recomendaba la lectura de ambos escritores praguenses, lo que me pareció, dada la coyuntura política del país, muy pertinente. Después, armándome de valor, le pregunté si había llegado la señora o señorita Boullosa, que el recepcionista pronunció Bolosa, y que me hizo pensar que aunque Carmen era mexicana y yo chileno, ambos compartíamos un mismo origen gallego. La respuesta me pareció decepcionante. Frau Bolosa no estaba en el hotel, ni tenía reserva ni nada se sabía de ella.

Así que me fui a caminar por los alrededores, por la calle Graben (curioso: mi hotel se llamaba Graben pero no estaba en la calle Graben), por la plaza de la catedral, la Stephansdom, el Figarohaus, la Franziskanerkirche, la Shubertring y el Stadtpark, los lugares que mi amigo Mario Santiago había recorrido de noche y de forma clandestina, y luego volví al hotel y me acosté y pasé una noche extraña, como si efectivamente hubiera alguien más en el cuarto, Kafka o Brod o alguno de los miles de clientes que ha tenido el Graben y que han muerto.

Por la mañana conocí a Leopold Federmair, un joven narrador austriaco, y con él seguí dando vueltas por la ciudad, recorriendo los cafés a los que iba Bernhard cuando estaba en Viena, un café que quedaba muy cerca de mi hotel, no recuerdo si en la Lobkowitzplatz o en la Augustinerstrasse, y luego en el café Hawelka, enfrente de mi hotel, en donde su propietaria, una ancianita salida de un cuento medieval, nos ofreció bollos gratis que luego nos cobró, y después seguimos caminando y visitando otros cafés, hasta que llegó la hora de mi lectura y del instante en que iba a conocer o no a Carmen Boullosa, que había desaparecido.

Cuando llegamos a la sala, tarde, pues Federmair se perdió en dos ocasiones, ella ya estaba allí. No me costó nada reconocerla, aunque en persona es mucho más guapa que en las fotos. Parecía tímida. Es inteligente y simpática. Después de una fiesta en un restaurante en donde se conservaba, incrustada en una pared, una bala de cañón lanzada por los turcos, prueba palpable del humor entre ingenuo y malicioso de los vieneses, nos quedamos solos. Entonces me dijo que la catedral de San Esteban estaba secretamente dedicada al demonio y luego me contó su vida. Hablamos de Juan Pascoe, que fue su primer editor en México y también el mío, de Verónica Volkow, la bisnieta de Trotski, de Mario Santiago, que había estado algunas veces en su casa, de nuestros respectivos hijos.

Tras dejarla en su hotel volví caminando al Graben y esa noche me visitó o soñé que me visitaba Kafka, o Brod, y los vi a ambos, uno en mi habitación y el otro en la habitación contigua, haciendo o deshaciendo maletas y silbando una melodía pegajosa que a la mañana siguiente yo también silbaba.

Nuestra siguiente excursión fue al Danubio, al que llegamos en metro. Boullosa estaba aún más guapa que la noche anterior. Nos pusimos a caminar en dirección a Hungría y durante el trayecto vimos a un par de patinadores, a una mujer sentada que miraba el río, a una mujer de pie que lloraba silenciosamente y a unos patos rarísimos, unos negros y otros marrones claros, y cada pato negro se emparejaba con uno marrón claro, lo que llevó a Boullosa a pensar que los contrarios se atraen, a menos que los patos negros fueran los padres y los marrones claros las crías.

Y luego todo discurrió de la mejor manera posible. Kafka y Brod se marcharon del hotel, Helmut Niederle, un vienés magnífico, me contó la historia del famoso zapatero de Viena que incluí en un libro, cenamos en la embajada mexicana, en donde la simpática embajadora, a instancias de Boullosa, supongo, me trató como si yo fuera mexicano, insulté sin querer a un nazi, no me atreví a entrar en la catedral de San Esteban, conocí a Labarca, un excelente novelista chileno, y a dos chicas latinoamericanas que cada año realizan un festival beatnik en Viena, y sobre todo paseé y conversé hasta la extenuación con Carmen Boullosa, la mejor escritora de México.

 



 



 

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