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LA POESIA CHILENA Y LA INTEMPERIE
Roberto Bolaño
Publicado en Revista Litoral, N°223/224. 1999
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Las imágenes que tengo de la poesía chilena se asemejan al recuerdo que guardo de mi primer perro, el Duque, una mezcla de San Bernardo, pastor alemán, perro lobo y quiltro, que vivió en nuestra casa durante muchos años y que en algunos momentos de desamparo fue como mi padre, mi madre, mi profesor y mi hermano, todo junto. Para mí el Duque es la poesía chilena y tengo la vaga sospecha de que para los chilenos la poesía chilena es un perro o las diversas figuras del perro: a veces una manada salvaje de lobos, a veces un aullido solitario escuchado entre dos sueños, a veces, sobre todo últimamente, un perro faldero en la peluquería de perros. Recuerdo a Neruda, a Gabriela Mistral, a Huidobro, a Parra, a De Rokha, pero también recuerdo a Pezoa Véliz y su poema sobre el hospital, un poema que merece estar en la antología de la melancolía latinoamericana, y las canciones de Violeta Parra, que salen directamente de la antología griega arcaica y que hablan de la tragedia latinoamericana y que no desfallecen. Así nos va a los chilenos, esa parece ser nuestra suerte y nuestra singular suntuosidad. Así aparece Lihn, un lujo inmerecido, que durante toda su obra procuró enseñarnos a no hacer melodrama, y aparece Teillier, que se fue a morir a uno de los barrios más miserables de Santiago, cumpliendo con su destino de poeta y de alcohólico. Después de Lihn y de Teillier la nada o el misterio nos da la patita e incluso mueve la cola. Zurita crea una obra magnífica, que descuella entre los de su generación y que marca un punto de no retorno con la poética de la generación precedente, pero su escatología, su mesianismo, son también los puntales de un mausoleo o de una pira funeraria hacia la que se encaminaron, en los años ochenta, casi todos los poetas chilenos. Ese dolce stil novo pretendió ser renovador y épico y en algunos aspectos lo fue, aunque sus flecos fueron amargos y patéticos. La poesía de Gonzalo Millán, una de las más consistentes y lúcidas ya no sólo en el panorama chileno sino latinoamericano, se erige durante algunos años como la única poesía civil frente al alud de poesía sacerdotal: es un alivio leer a Millán, que no se propone a sí mismo como poeta nacional ni como la voz de los oprimidos. Juan Luis Martínez hace una lectura brevísima de Duchamp (y ejemplar en algún sentido) y desaparece. Rodrigo Lira abre un camino y se pierde. Pero hay que releer a Rodrigo Lira. No pretende ser Dante sino Condorito. No pretende entrar en la Casa de las Becas (que durante tanto tiempo fue la Casa de los Poetas) sino en la Casa de la Destrucción. Diego Maquieira escribe dos libros únicos, brillantes, y después opta por el silencio. ¿Qué nos quiso decir Maquieira?, me pregunto a veces. ¿Movió la cola, gruñó, la poesía chilena le tiró un palito para que lo fuera a buscar y ya no volvió? Con Diego Maquieira todo es posible, lo mejor y lo peor. El rebelde por excelencia de mi generación, sin embargo, es Pedro Lemebel, que no escribe poesía pero cuya vida es un ejemplo para los poetas. En Lemebel está la dulzura, una sensación de fin de mundo y el resentimiento feroz: con él no hay medias tintas, su lectura requiere una inmersión en profundidad. La poesía chilena es un perro y ahora vive a la intemperie. Bertoni, que recoge cochayuyos en la costa, lo ejemplifica a la perfección.