En la obra de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953), la impresión de facilidad es nítida, casi indiscutible. Donde tantos colegas suyos se esfuerzan en armar una trama apenas convincente para a continuación persuadir (y persuadirse) de que el resultado no muestra debilidad argumental sino reticencia ontológica, Bolaño no parece tener ninguna dificultad en encontrar y desarrollar argumentos. Y lo hace de una manera tan fluida que engañosamente podría tomarse como natural. Una manera, no obstante, en absoluto decimonónica: ni su destreza es ingenua, ni su utilización de los recursos autocomplaciente. De hecho, puede decirse que Bolaño ha construido un sistema tan sencillo como férreo de hacer ficción.
Dentro de este sistema, ¿cómo enfocar Amberes, novela escrita en 1980 pero publicada 22 años más tarde? En la página 54 lo sugiere la propia voz del narrador. Cabe leerla como una 'respiración inmadura en donde aún es dable encontrar asombro, juego, perversión, pureza': es la novela donde, a partir de una proverbial búsqueda de muchacha pelirroja y misteriosa, con crimen incluido y retorcida sordidez barcelonesa de carretera de Casteldefells en otoño, se puso en marcha, de manera elíptica, alusiva, fragmentaria, el laboratorio de Bolaño. En Amberes hay una voluntad de trabajar con lo fragmentario de la tradición narrativa; da la impresión de que la elaboración tiene que ver con un lirismo del que el narrador no quiere desprenderse.
En las obras posteriores, en cambio, el trabajo sobre lo fragmentario se someterá a un principio económico y casi universal, que está todavía ausente en Amberes. Se trata de la explotación obsesiva de un único motivo clásico: el motivo del doble, y, sobre todo, del doble del artista. Disfrazado de catálogo apócrifo en otra de sus primeras obras —la literatura nazi en América— o de relatos con detectives, espionaje, venganza y hasta necrofilia, el motivo del doble, al que Bolaño infunde una pasión irrefrenable, pone en marcha un mecanismo que no admite ni necesita ningún otro para que sus textos fluyan. No hacia un final —los finales de Bolaño son hábiles interrupciones momentáneas de la máquina de narrar—, sino hacia la pregunta por esa próxima máscara que en la escena vertiginosa del encuentro diferido con el doble se convertirá en próxima novela. No es una novedad: el escritor en pugna con otro escritor estaba en muchos de los cuentos de Henry James, de quien salen casi todas las elaboraciones estéticas de la vida literaria en la novela del siglo XX. Mientras que el escritor convertido en personaje se hizo popular en la literatura latinoamericana a partir de Triste, solitario y final (1973), de Osvaldo Soriano, a quien Bolaño menciona.
La peculiaridad reside en otra parte: en la voluntad de convertir este motivo en la figura por antonomasia de la vida literaria y, a continuación, transformar esa vida literaria en la expresión más abarcadora posible de la vida. No obstante, Bolaño no cae casi nunca en la exaltación kitsch del creador tal como la proponen las versiones más exaltadas y menos exactas del romanticismo libresco. La trama de la vida literaria es precisa, temporal y espacialmente posee un centro imposible pero verdadero, que es Chile, con sus poetas satélites, sus mediocres, sus grandes y la sombra terrible de Neruda sobre todos ellos. Y en los exteriores de ese centro imposible están los relatos de Bolaño posteriores a Amberes, armando con invectivas, cruces amorosos o encuentros sensacionalistas una novela familiar: la novela de la literatura chilena, dentro de la cual caben todas las otras patrias.
Pero Amberes es anterior al sistema: ostenta una libertad peligrosa y efímera, enfática y aislada; es, todavía, la novela vitalista de un seductor. La voz tiene un melancólico vigor masculino, del que Bolaño consiguió desprenderse más tarde: no hay nada de eso en las diestras y arborescentes búsquedas literarias de sí mismo en toda su obra posterior. Tras Amberes, su doble ya no será Dorian Gray; su doble será Chile.
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El laboratorio Bolaño
AMBERES. Roberto Bolaño. Anagrama. Barcelona, 2002, 119 págs.
Por Nora Catelli
Publicado en El País, 13 de septiembre de 2002