Primero que nada y para que quede claro: Enrique Lihn y Jorge Teillier no obtuvieron nunca el premio nacional. Lihn y Teillier están muertos. Ahora entremos en materia.
Puesto a escoger entre la sartén y el fuego, escojo para el Premio Nacional de Literatura a Isabel Allende. Su glamour de sudamericana en California, sus imitaciones de García Márquez, su indudable valentía, su ejercicio de la literatura que va de lo kitsch a lo patético y que, de alguna manera, la asemeja, en versión criolla y políticamente correcta, a la autora de El valle de las muñecas, resulta, aunque parezca difícil, muy superior a la literatura de funcionarios natos de Skármeta y Teitelboim. Es decir: la literatura de Allende es mala, pero está viva. Es anémica, como muchos latinoamericanos, pero está viva. No va a vivir mucho tiempo, como muchos enfermos, pero por ahora está viva. Y siempre cabe la posibilidad de un milagro. No sé, el fantasma de Juana Inés de la Cruz se le puede aparecer un día y le puede dar una lista de lecturas. El fantasma de Teresa de Avila. En el peor de los casos el fantasma de Pardo Bazán.
No se puede decir lo mismo de la literatura de Skármeta y Teitelboim. A ésos no los salva ni Dios. Ahora bien, escribir —juro que lo leí en un periódico de Chile— que hay que apresurarse a darle el premio nacional a Allende antes de que le den el Nobel, me parece no ya una tomadura de pelo desproporcionada sino que acredita al autor del aserto como un ignorante de antología. ¿De verdad hay inocentes que piensan así? ¿Y los que piensan así son inocentes o simples botones de muestra de una estulticia que se ha apoderado no sólo de Chile sino de Latinoamérica?
Hace poco, Nélida Piñón, celebrada novelista brasileña y asesina en serie de lectores, dijo que Paulo Coelho, una especie de Barbusse y Anatole France en versión telenovela de brujos cariocas, debía ingresar en la Academia brasileña puesto que había llevado el idioma brasileño a todos los rincones del mundo. Como si el “idioma brasileño” fuera una ciencia infusa, capaz de soportar cualquier traducción, o como si los sufridos lectores del metro de Tokio supieran portugués. Además, ¿qué es eso de “idioma brasileño”? Idea tan desmesurada como si habláramos del idioma canadiense o australiano o boliviano. Ciertamente, hay escritores bolivianos que parece que escriben en “idioma norteamericano”, pero eso se debe a que no saben escribir bien en español o castellano, pero en el fondo, bien o mal, lo que hacen es escribir en español. ¿En dónde íbamos? En Coelho y la Academia y el sillón vacante que finalmente le dieron, gracias, entre otras cosas, a popularizar el “idioma brasileño” a lo largo y ancho del mundo. Francamente, leyendo esto uno podría llegar a pensar que Coelho tiene un vocabulario (brasileño) comparable al “idioma irlandés” de Joyce. Pero no. La prosa de Coelho, también en lo que respecta a riqueza léxica, de vocabulario, es pobre. ¿Cuáles son sus méritos? Los mismos que los de Isabel Allende: vende libros. Es decir: es un autor de éxito. Y aquí llegamos a uno de los meollos de la cuestión.
Los premios, los sillones (en la Academia), las mesas, las camas, hasta las bacinillas de oro son, necesariamente, para quienes tienen éxito o bien se comporten como funcionarios leales y obedientes. Digamos que el poder, cualquier poder, sea de izquierda o de derecha, si de él dependiera, sólo premiaría a los funcionarios. En este caso Skármeta es el favorito de lejos. Si estuviéramos en el Moscú neostalinista, o en La Habana, el premio sería para Teitelboim. Me da miedo (y asco) sólo imaginármelo. Pero el éxito también tiene sus paladines: todos los enanos mentales que buscan una sombra, que son legión. O todos los escritores que esperan una gauchada de Isabelita Allende.
En fin, si he de escoger entre esos tres, yo también me decanto por ella. Pero si de mí dependiera le daría el premio a Armando Uribe, o a Claudio Bertoni o a Diego Maquieira. Cualquiera de los tres me parece creador de una obra con méritos más que suficientes para postular a tan digno galardón. Se me dirá que los tres son poetas y que este año toca a los narradores. ¡Cuándo se ha visto una regla, aunque sea no escrita, tan imbécil! Nicaragua, durante un largo período de tiempo tuvo grandes poetas, desde el viejo Salomón de la Selva hasta Beltrán Morales. Narradores y prosistas, en cambio, tuvo pocos (la mayoría, además, perfectamente olvidables). Por esta regla de tres, un colectivo brillante de poetas hubiera debido compartir los premios con un grupo nefasto de prosistas y narradores. Esto es lo primero que tiene que cambiar en el premio nacional. Probablemente esto será lo único que cambie. El escritor joven, el que carece de fortuna y sólo tiene un nombre por labrar, sigue y seguirá en la intemperie, que es el coto de caza de los consagrados, de los que están satisfechos de sí mismos. Para ellos, sólo para ellos, tal vez no sea del todo inútil decir algo más.
Los que están satisfechos suelen ser iracundos, pero también son cobardes. Su discurso es el discurso de la mediocridad y del miedo y se desmonta con la risa. La literatura chilena, tan prestigiosa en Chile, no tiene más de cinco nombres válidos, eso hay que recordarlo como ejercicio crítico y autocrítico. También hay que recordar que en la literatura siempre se pierde, pero que la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos, y no arrodillado en un rincón rezándole a San Judas Tadeo y dando diente con diente. La literatura, supongo que ya ha quedado claro, no tiene nada que ver con premios nacionales sino más bien con una extraña lluvia de sangre, sudor, semen y lágrimas. Sobre todo con sudor y lágrimas, aunque Bertoni seguro que añadiría el semen.
La literatura chilena no sé con qué tiene que ver. Tampoco, francamente, me interesa. Eso lo tendrán que dilucidar los poetas, los narradores, los dramaturgos, los críticos literarios que trabajan en la intemperie, en la oscuridad; ellos, los que ahora no son nada o son poca cosa al lado de los pavos hinchados, se enfrentarán al reto de hacer de esa posible literatura chilena algo más decente, más radical, más libre de componendas. Ellos se enfrentarán, algunos hombro con hombro y otros más solos que la una, al reto de hacer de la literatura chilena algo razonable y visionario, un ejercicio de inteligencia, de aventura y de tolerancia. Si la literatura no es esto (además de placer), ¿qué demonios es?
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Por Roberto Bolaño
Publicado en Página/12, N°252, 1 de septiembre de 2002