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LO QUE BOLAÑO LE CONFESÓ A JIM MORRISON EN EL INFIERNO

Ernesto Carrión


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     Para ponernos de acuerdo:
Así recuerdo el tiempo: bares & bares.

     Bares & bares con moñitos de princesas arruinadas por la sentimentalidad de un asesino, entre hombres destetados que lloraron leyendo a Nietzsche sobre las mesas llenas de balas imaginarias.

Cuando en la calle la guerra era el olor natural. Y la vida era un preso político.

Por lo que hicieron del alcohol el verbo infinito.
     Por lo que hicimos del alcohol el verbo infinito.

     Sin ir más lejos, ellos no pudieron descubrirnos el amor y convocar a todos a un hotel de cuatro estrellas donde la camaradería fuera algo más que una carnada en el pecho.

     Ellos estaban muy ocupados ocupando gobiernos.

     Si te alejabas un poco del grupo, te mataban. Si te acercabas demasiado al grupo, te mataban. Todos te pedían explicaciones. Aunque nadie te las daba para matarte.

     No digo que un domingo por la mañana no me haya levantado contándome los dedos de las manos para saber si vivía. Mientras el sol –como un árbol en llamas– se estiraba cumpliendo con algún tipo de consigna tribal.

     De acuerdo: no digo que yo también no haya sentido la muerte poniéndome una capa en los escenarios de la literatura.

     Cada libro, cada aplauso era una cámara lenta cubriéndome de un reflejo que me desaparecía.

     Era el Aleph o su maleza en cada poro. Por suerte, cuando trabajé como guardia de seguridad aprendí a poner los ojos en las copas abiertas de los árboles.

     Marcar el sitio. Vestigios de una cultura doméstica. Estar a salvo en el útero-madre. Esa bolsa de agua fantasmal.

     Así admiraba lo que enviudaba del hogar. Por ejemplo: los abrazos. La repetición del silencio. El marco de una puerta sacudiéndose la arena de los visitantes. Todo, menos la muerte y el abandono.

     Sabes: a veces pienso que hay muertos que no se levantan por el miedo de volver a morirse.

     «Me mataré si me abandonas» –estoy seguro de haberle dicho aquello a alguien en algún momento. «Si me abandonas, me mataré. Te lo juro». Cuando un hombre ama con las vísceras está decidido a chamuscarse en el infierno.

     Pero ¿fue a una mujer? ¿A una criatura? ¿Fue esa criatura mía? ¿O me lo dije a mí mismo temblando alcoholizado durante alguna madrugada frente al espejo? Con el cabello revuelto, gateando por la alfombra, buscando otro trago.

     ¿Otro trago?

     ¿Y por qué no? En definitiva, ya nada puede dañarnos. Y por la boca de los sobrios sólo corre el sabor tóxico a la colonia de los amores perdidos.

     Y, así las cosas: nadie puede escribir sobre el mundo si no hasta haberlo perdido.

     Suspirando por un rostro, obsesionado por unos senos en un estanque mental.        

     Además, hemos nacido para completar la realidad con nuestros propios delirios. De lo contrario, qué pérdida de tiempo arder mirando.

     Pero mirar el amor fue arder. Aún lo recuerdo: una espalda, un cuello, unos codos, unos muslos, un perfil quemando hectáreas de aire.

     Porque el cuerpo es pura ceniza como la piel de un caimán. Se deshace al contacto con los dientes. Y masticar la piel produce grandes visiones.

     Una visión como esta: en la habitación de un hotel hay un muchacho jugando a ser poeta. Él abre mis libros para sentir caer mi mano sobre su espalda. Y en el cuarto de al lado, hay una chica jugando a ser narradora. Ella rompe mis libros para dejar de plagiarme.

     Pero no existe el plagio. La literatura es una enfermedad colectiva. Y en ese espejo todos los hombres se muerden la cola.

     Ay, del perro que jugó y no se mordió la cola. Ay, de aquel que cuando estuvo vivo no sometió la literatura y su amor a los límites caníbales del mundo.

     O una visión como esta: en un concierto de rock hay un muchacho dejándose el cabello largo, vistiendo pantalones de cuero, abriendo mucho la boca cuando canta. Poniéndose violento. Liberando el humo de su marihuana como las trenzas de un viejo jamaiquino. Repite mis letras sin comprender que hubo algunas partes de mi cuerpo que no se llevaron conmigo.
     Sin entender la fórmula del crimen.

     ¿Sin entender la fórmula del crimen?

     Haber nacido atrapados.

     Yo me sentí atrapado en México o México el DeFectuoso (como le decían al DF). Sabía que muchos poetas y artistas habían vagabundeado por allí. Desde Malcolm Lowry, pasando por Allen Ginsberg y William Burroughs, hasta el Che Guevara cuando escribía poemas y tomaba fotos a niños en el parque La Alameda. Amaba la poesía que aún no existía en mí. Y el amor de los inocentes hasta hoy me conmueve. Así como la sonrisa de los idiotas que empiezan a vivir y se enamoran de unas raras medias de algodón con aritos rosados.

     Esos que están buscándose la identidad en los poemas ajenos.
     Esos que están buscándose la identidad en las canciones ajenas.
     Esos que están buscándose la identidad en las novelas ajenas.
     Esos que están buscándose la identidad en los romances ajenos.
     Esos que están buscándose la identidad en las ciudades ajenas.

     De algún modo todos hallamos la identidad que deseamos. Y lo único que hicimos después fue destruirla.
Fuimos unos imbéciles.

     ¿Fuimos?
     No extraño la identidad. No extraño objetos estúpidos ni a las chicas californianas estrangulando con sus piernas robustas una pelota de vóley. Pero sí extraño el amor y el sexo bajo la luz de una lámpara como dos mariposas asustadizas, a punto de ser pisoteadas.

     Las máquinas asustadizas tienen crías asustadizas [tristísimas crías como peces sin escamas]. No veo las mariposas [ni siquiera en las manchas de aquel sudor]. Y las máquinas que de esas máquinas nacen no son sagradas. 
Pero el amor sí fue como un tatuaje en el pecho de una ola. Y como una ola barbada de cerveza.
Radiaba justo antes de extinguirse.

     Los cuerpos entregándose a la develación de esa muerte, terminando con la culpa, ahogados por la flor del ancestro.
     ¿Alguien recuerda eso? El miedo haciéndose carne, metiendo largas paletas en nuestros terruños.
     El sexo como garras.

     Noches soleadas, japonesas.

     Intercambiando pucheros.

     Besos mojados sobre otros cuerpos como langostas naranjas.

     Recuerdos insolados de gente abierta.
     Insolencia, piedras, devastaciones, moteles. Ruinas donde novias plantadas oyen el beat lejano frente a la oración de un Jesucristo fornido.

Yo vi el amor por tres veces. Una con forma de mujer, y en dos ocasiones más en la forma de mis hijos. Y no meto a mis padres en esto, porque aquella sensación infantil es condicionada.

     Sin embargo, aún sin escribir, quiero decir, ahora mismo, sé que el amor fue la única forma posible de poema.
Me refiero, por supuesto, a lo que genera su pérdida:

     A un laberinto donde adelgazan los amigos.
     A los jardines insanos donde calaveras catalépticas siguen pidiendo volver.
     A ese fin que no tuvo otra finalidad que ser una porción de yogur quemando grasa.

     Y así fuera éste nuestro fin, estoy seguro de que una teoría vulgar de cualquier Universo no puede funcionar sin aquel dolor. 

     ¿Pero es éste el fin? ¿El fin de lo que crece sin dejar de golpearnos?
     Y si éste es el fin: ¿Cuál es el amor que los sonámbulos buscan?
     Y si éste es el fin, hermoso amigo, el fin de todo lo que crece, he perdido mi tiempo llorando demasiado.

     Así lo espero. Aunque sea un final con un cuarto lleno de humo y el baño siempre ocupado.

     Y aunque Nietzsche siga pidiendo por un retorno idiota.

    Este es el fin, entonces. El fin de todo lo que crece. El fin de lo que amé bajo las costillas contraídas por la tristeza. El fin de la Resurrección y de los Manifiestos. El fin del hombre como un detective de muertos.

     Aún no apagues la luz.
     ¿Sabes de alguien que haya sido feliz por mucho tiempo? No lo creo.
     Y si éste es el fin, hermoso amigo, apoya tu rubicunda nariz de boxeador sobre mi hombro quebrado.
     Y vamos a seguir bebiendo hasta que alguien diga que el infierno ha cambiado de dueño.

 


 

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