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Sombras y apariciones
(A propósito de la muerte de Roberto Bolaño)

Por Jorge Edwards
Publicado en La Segunda, 18 de julio de 2003


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Roberto Bolaño fue un caso literario y un escritor excepcional. Comenzó en la marginalidad, en la oscuridad, en una poesía difícil, y se convirtió en un cuentista y novelista central, quizás el más destacado de su generación, sin duda el más original, el más infrecuente. Me encontré con él algunas veces y estuvimos en un par de ocasiones, en Barcelona y en París, sentados en la misma mesa de conferencias. Era un hombre que ponía reservas y cortapisas, que discrepaba, que no lo aceptaba todo de buenas a primeras, y esa actitud suya, esa naturaleza, mejor dicho, me parecía muchas veces envidiable. Era un principio de rechazo de complacencias y lugares comunes y le daba una indudable libertad, una frescura de la visión. Ahora no sé si sabía que estaba enfermo, condenado, y si ese conocimiento condicionaba su conducta. Todos estamos condenados, pero saberlo en detalle, con precisión médica, provoca una conciencia diferente, una lucidez sombría. El tenía este tipo de lucidez.

En la literatura latinoamericana reciente formaba parte de la familia de Jorge Luis Borges y de Nicanor Parra, entre algunos otros. Era un escritor de escritores y para escritores, como Borges, y era, en seguimiento de Parra, un anticuentista y antinovelista. Sus textos narrativos ponían la narración entre paréntesis, ponían la ficción en solfa, y a la vez creaban un suspenso, pero que no se basaba tanto en los hechos por si mismos sino en la posibilidad misma de la escritura. Buscar a un precursor literario desaparecido se transformaba en la gran aventura, en el gran misterio novelesco, digno de una trama del género policial. Por eso digo que fue de estirpe borgeana, y lo fue en un doble sentido: el del aleph y el séptimo círculo, el de la cábala y la narración de detectives. En Barcelona me tocó presentar su novela Los detectives salvajes allá por los primeros meses de 1999. Para mi desgracia, en un alarde de sinceridad quizá innecesario, dije que me faltaban cincuenta páginas para terminar esa novela de más de seiscientas. El se llevó las manos a la cabeza y se quejó amargamente de ser presentado por una persona que 'no había leído' su libro. De todos modos, terminé la lectura esa noche y escribí un ensayo que no me arrepiento de haber escrito. El difícil Bolaño, a pesar de las apariencias, tenía una cordialidad secreta, humana. En la Casa de América Latina de París, en una mesa redonda de hace alrededor de un año, presentábamos novelas breves nuestras, editadas por un sello canadiense francés especializado en 'novelas en miniatura', en compañía de una escritora mexicana. Bolaño dijo que le costaba mucho hablar de una obra suya y ofreció presentar en cambio la novela mía. Nuestra colega mexicana, no se sabe exactamente por qué, entró en un estado de súbita indignación. Uno de los personajes de la historia de Bolaño era una mexicana y nuestra compañera de mesa lo acusó en público, con inusitada furia, de toda clase de deformaciones y traiciones. La mesa naufragó en una confusión muy divertida, con el público riéndose a carcajadas. Bolaño después tuvo la mejor crítica de Francia y empezó a ser leído en todas partes. Pero tenia mal color y una especie de resignación desesperada. Tenía mal diagnóstico. Alguien me entregó detalles de su enfermedad y el asunto me dio mucha pena.

Propuse su nombre para el Premio Nacional de Literatura del año pasado y pensaron aquí en Chile que era una propuesta extravagante o prematura. Somos el país de la trivialidad literaria, del convencionalismo critico. No se puede dar premios a los que ya tuvieron algún premio, a los jóvenes, a los que no hacen gimnasia nacional, a los exiliados o ausentes. Bolaño, además de ser el mejor candidato de lejos, no era tan joven, pero existe la costumbre criolla y universal de los turnos, de las listas de espera. Bolaño tenía la buena costumbre, en general, de no creer en aguinaldos. Desconfiaba de los premios tanto como desconfiaba del Viejo Pascuero, a pesar de que en una etapa de su vida había vivido de un recurso extraordinario: mandando manuscritos a todos los concursos españoles de provincias y recogiendo ocasionales galardones por todas partes. Era un antinovelista y al mismo tiempo, hasta cierto punto, por necesidad, un personaje de la picaresca. Aquí descubro un entronque suyo con tradiciones más antiguas, con la del Buscón o la de Lazarillo de Tormes. En algún sentido, la prosa inesperada, áspera, llena de humor negro de Bolaño no estaba demasiado lejos de la de don Francisco Quevedo. Era más conceptista que barroco, más quevediano que seguidor de Lezama Lima. Y en alguna parte, como digo, estaba la sonrisa de Borges o la carcajada escatológica de Nicanor Parra.

Lo último que leí de Bolaño son Dos cuentos católicos, textos publicados en revistas y no recogidos aún, que yo sepa, en forma de libro. Son narraciones provocativas, de pura imaginación, de una comicidad por momentos desopilante. Me hicieron pensar, en una asociación suelta de ideas, en relatos verbales de Nicanor Parra sobre un personaje que había inventado hace veinte o treinta años: el antiniño. Era un niño malvado, pero de una hipocresía perfecta y que aspiraba a proyectar una imagen de niño bueno, incluso de santo. En estos dos cuentos católicos, escritos en sucesiones de párrafos numerados, como algunos textos filosóficos de Wittgenstein, me encontré con lo siguiente: '... A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San Vicente, dame templanza. 12. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea, pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora...'

Este Juanito le dice al niño narrador que en la ciudadela donde viven, espacio ficticio, que parece arrancado de una evocación medieval de la pintura de Pieter Bruegel, hay un cerro del Moro donde se reúnen las mujeres de mala vida. El niño se separa de Juanito, se queda quieto bajo la nieve y después, 'bordeando las murallas de la antigua fortaleza', se encamina hacia el cerro. Sube por la acera de la sombra, para que no lo reconozcan. Pronto se encuentra en una cumbre, frente a un paisaje de estrellas que parecen copos suspendidos, y está a punto de helarse. Entonces tiene una visión: una sombra que no es una sombra sino un monje y que parece un franciscano. Camina encima de la nieve, descalzo, y sus huellas purísimas refulgen como una escritura de Dios. El niño, o, si se quiere, el antiniño, llora de emoción. Quizá, como lo habría hecho el personaje de Nicanor Parra, con lágrimas de cocodrilo. El monje camina a buen paso y el niño lo sigue lo mejor que puede. Llega a una estación de ferrocarril y ahora lleva zapatos bajo los tobillos 'delgados como cañas'. Compra un billete y cuando el tren aparece, salta a uno de los vagones con asombrosa agilidad.

Creo que las mejores páginas de Roberto Bolaño van a quedar como expresiones de una fantasía abierta, desatada y a la vez controlada, que lo ponía todo en tela de juicio, pero que nunca daba ni pretendía dar un mensaje concreto, acotado, interpretable o traducible a otros lenguajes. La vida de Bolaño se pareció mucho, en definitiva ('tel qu'en lui meme, en fin...', para citar a Stéphane Mallarmé), a su literatura. Lo decimos con algo de sorpresa y ahora que nos toca hacer el balance. A los quince años de edad, en la época de las rebeliones estudiantiles en el mundo y de la matanza de Tlatelolco, se fue a México. A comienzos de la década de los setenta regresó a Chile y parece que intentó defender a la Unidad Popular contra el golpe de Estado, gesto juvenil del que ni siquiera hablaba. Estuvo preso, consiguió escapar o salir con ayuda de algunos amigos y terminó enclaustrado en el pueblo catalán de Blanes, en las cercanías de Barcelona. Ahora anunciaba una novela-río, 2666, sobre el tema de los asesinatos en serie de mujeres en la frontera de México con los Estados Unidos. Dijo en una entrevista que llevaba escritas 'sólo mil páginas', páginas que desde luego nos gustaría mucho poder leer. Será uno de los ejemplos, con frecuencia notables, de sinfonías o de novelas inconclusas en la historia del arte. A propósito, sentí en algún momento, y lo sentí en escala menor, sin ánimo de exagerar, que los paisajes urbanos de sus Dos cuentos católicos tenían una remota relación con los de El castillo, de Franz Kafka, otra novela inconclusa, sin ir más lejos. Y el tema de la novela inédita, por otra parte, confirma que Bolaño perteneció al grupo de los escritores extranjeros que escribieron sobre México. El lo hizo desde Los detectives salvajes y desde muchos de sus cuentos. Perteneció también a la categoría contemporánea, inconfundible, de los exiliados que eran en el fondo y en cualquier lugar exiliados interiores. A juzgar por sus declaraciones finales, oscilaba entre la narración breve, de estructura rigurosa, y los engendros novelescos más o menos monstruosos. Es una forma excepcional europea, como el Finnegans wake, para citar el texto célebre y casi imposible de James Joyce, que tiene curiosas variantes en América Latina. Al comienzo decía que Roberto Bolaño fue un caso literario. Ahora, en resumidas cuentas, después de un intento de balance, me atrevo a agregar: ¡y qué caso!


 

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