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Bolaño más allá

Por Carlos Orellana
Publicado en Punto Final, N°549, 14 de agosto de 2003




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Quién no recuerda la leyenda de que el Cid siguió ganando batallas después de muerto. Con los artistas y escritores ocurre en ocasiones algo parecido. En algunos que no tuvieron la fortuna de ganar batallas en vida, suele producirse el milagro tras su desaparición. Otros que sí supieron lo que eran los honores, siguen cosechando algunas victorias, aunque éstas cada vez tengan menos alcance y significación y terminen por extinguirse. Conocido es otro caso: el de aquellos a quienes, a pesar de sus reales valores, el medio rechaza porque los considera peligrosos, conflictivos, poco afines a los valores dominantes, nada recomendables o simplemente molestos, por su obra o por su práctica social, y son en consecuencia perseguidos, vilipendiados, despreciados o ninguneados.

Hasta que fallecen. Entonces les son abiertas las puertas de la gloria. La sociedad estima que, al estar muertos, el peligro dejó de ser tal, y pueden ser incorporados a la galería de los nombres ilustres de la Patria y las celebraciones en recuerdo suyo no le van en zaga a las que se ofrecen a políticos, empresarios, héroes deportivos o figuras de la farándula. Historia aparte es la de los clásicos: mueren y comienza entonces para ellos una nueva vida eterna.

El caso de Roberto Bolaño no encaja exactamente en ninguno de los esquemas anteriores. El reconocimiento le llegó en vida, pero tras su fallecimiento la ola de homenajes ha alcanzado una resonancia y amplitud que no tiene muchos precedentes en nuestra vida literaria. Lo singular en él, además, fue cómo a partir del momento en que rompe su condición de escritor más o menos marginal, logra en muy pocos años instalarse en la notoriedad. Fue a partir de la publicación de La literatura nazi en América, pero sobre todo de Estrella distante y Llamadas telefónicas.

Fue un ascenso fulgurante, no necesariamente fácil, porque aunque logró ser reconocido y estimado por críticos y público letrado, nunca fue un escritor de popularidad masiva; su narrativa no daba para best sellers. Cuando apareció La literatura nazi..., en 1996, yo trabajaba en Planeta y gracias a que fue publicada por Seix Barral, editorial perteneciente al grupo, me tocó ser uno de los primeros en Chile en conocer esta novela tan particular. El libro despertó en mi un entusiasmo inmediato.

Yo tenía ya razones para sentirme atraído por la obra del escritor. Pocos meses antes había tenido un primer encuentro con su narrativa. Un poeta chileno amigo de Roberto trajo a su vuelta de España el original de una novela suya con el encargo de ofrecerla a alguna editorial local. Tras su vuelta al país, demoró tal vez un mes (o quizás más) en comunicarse conmigo y llevarme el manuscrito. Yo tenía sólo un recuerdo más o menos vago de Bolaño-poeta y de unos poemas suyos publicados en la revista Araucaria a comienzos de los años 80. Tardé a mi vez un par de meses (o acaso más) antes de leer Estrella distante, y comprobar entonces que tenía entre mis manos una excelente novela de un escritor de primer orden. Me conseguí su teléfono con el poeta mensajero y me comuniqué con Roberto. Demasiado tarde. Ante la falta de noticias de Chile y el desinterés de Seix Barral (que ratificaba la falta de visión que caracterizó su labor de esos años), había contactado a la editorial Anagrama, cuyo prestigio más los méritos sobresalientes de la novela hicieron luego lo suyo, disparando al escritor al primer plano del escrutinio público, abriéndole con los títulos que vinieron después una ruta que lo rescataría definitivamente de la marginalidad.

Lamenté sólo a medias el haber perdido la oportunidad de publicar Estrella distante, porque es evidente que su destino no habría sido el mismo de haber aparecido entre nosotros. La experiencia muestra que los escritores chilenos que publican en España y conquistan allá una acogida general, logran enseguida entre nosotros una proyección virtualmente inimaginable si la situación es la inversa. Son poquísimos los casos que no confirman esta regla.

Pero el nexo estaba establecido y de esta relación con él surgió la edición chilena de La pista de hielo, y su publicación dio pie para que el escritor volviera al país tras más de veinte años de ausencia. Lo que vino después es historia conocida. Roberto nos trajo no sólo su literatura sino su desparpajo, la audacia de sus opiniones, su propensión al exabrupto, su irreverencia e ironía, y el sesgo implacable de muchos de sus juicios. Rasgos que se dan en muchos creadores, quienes no son siempre los mejores jueces de la obra de sus pares, aunque Bolaño —a diferencia de lo que ocurre con un buen número de nuestros artistas y escritores, que se cuidan de mostrar el verdadero fondo de sus opiniones— nunca temió decir exactamente lo que pensaba. Creo que con esto pagaba ciertamente tributo a la íntima creencia en su talento literario (que lindaba con el genio, según pensamos no pocos), que hallaba un cauce propicio para expresarse en las formas tan españolas de la iracundia y la fácil tentación imprecatoria de los peninsulares. En su segunda visita, los medios tomaron a su cargo la idea de magnificar estos rasgos, y aún hoy, con motivo de su muerte, un diario —maestro reconocido en el cultivo del sensacionalismo barato e irresponsable— creyó oportuno publicar una página entera con algunos de los más ácidos calificativos que Roberto les dedicó a diversos escritores nacionales. ¡Como si esto sea lo que interesara rescatar de su obra excepcional y del carácter del ser humano bondadoso y entrañable que en verdad era!

Los lectores suyos procuramos ir a la nuez del asunto. Nos quedamos con el fabulador formidable, el fundador de una deslumbrante cosmogonía literaria que desmenuza sus componentes deduciendo vastos entramados a partir de situaciones mínimas, o a la inversa, desgajando del árbol madre las hojas que darán nacimiento a mundos nuevos. Así, el aviador fascista que salta de La literatura nazi en América a Estrella distante, o el tránsito de Arturo Belano desde La pista de hielo al vasto escenario de Los detectives salvajes. Y tantas otras prolongaciones de una historia a la otra, cogidas en la red de un universo que vuelve constantemente a lo mismo, en una espiral ascendente que no repite simplemente sino que amplía, profundiza y abre en abanico la visión del drama de los perdedores de la Tierra.

Lo que cuenta —más allá de los berrinches y los dimes y diretes— es la magia creativa del escritor que llegó en el plazo de muy pocos años a ser el narrador latinoamericano más fascinante y original de las décadas que enlazan al siglo veinte con el veintiuno.

Escritor latinoamericano, porque a pesar de la tenaz filiación chilena que se cuela en sus historias de la mano de Bolaño-Belano, ésta surge tras pasar por el tamiz de la América Latina, que es nuestro propio país, es México y es todo el continente. Es lo que muestra, por ejemplo, con estremecedora intensidad, la novela Amuleto. En ella Auxilio Lacouture, “ciudadana del Uruguay, latinoamericana, poeta y viajera”, que conoció a “Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años”, se escapa de las páginas de Los detectives salvajes, donde se tiene el primer encuentro con ella en medio del fragor de las huelgas de los universitarios mexicanos de agosto del 68, y nos habla de su peripecia poética y vital, que Auxilio califica como “relato de serie negra”, “historia de un crimen atroz”, lo que es en verdad la visión estremecedora de un continente, una caminata lacerante en pleno descampado, “la intemperie latinoamericana, que es la intemperie más grande porque es la más escindida y la más desesperada”. Donde buscas tu arma y no la hallas —“un terror recurrente y mortalmente latinoamericano”— y divisas de repente “una multitud de jóvenes, una inacabable legión de jóvenes” que se dirigen a alguna parte. Auxilio los oye cantar, “muy bajito”, “apenas un murmullo casi inaudible” y presiente, desde el primer momento en que los ve, que caminan indefectiblemente hacia el abismo. Y descubre que ese canto que evoca la guerra, “las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados”, que habla “del valor de los espejos, del deseo y del placer”, ese canto es nuestro amuleto.

En su segundo viaje a Chile, consciente el escritor de los estragos que habían producido sus franquezas, declara en una de sus entrevistas, poniendo otra vez de manifiesto uno de los rasgos esenciales de su personalidad, su agudo sentido del humor: “Iré con las manos en la nuca”, “esta vez iré como un soldado rendido, diciéndoles a todos: Yo quiero ser un amigo vuestro”.

Y un último recuerdo personal. Verano de 1999. Había leído en mis vacaciones Los detectives salvajes y apenas de vuelta en Santiago me apresuré a llamar a Bolaño por teléfono para decirle que yo consideraba como tarea obligatoria que postulara su novela al premio Rómulo Gallegos, porque tenía el presentimiento de que se trataba de una apuesta ganadora. Algunos días después Roberto se comunicó conmigo para decirme que Herralde, su editor, había tenido la misma idea


 



 

 

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