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Roberto Bolaño en El Salvador
Por Miguel Huezo Mixco
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 731 (mayo 2011), pp. 9-19
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A María, que me empujó a leerlo
«...en el triste folclore del exilio más de la mitad de las historias están falseadas
o son sólo la sombra de la historia real».
Roberto Bolaño
Roberto Bolaño pasó alguna vez por El Salvador. Parece que venía espantado. La leyenda dicta que el viaje entre Santiago de Chile y la Ciudad de México lo hizo por tierra, abordando auto-buses y pidiendo aventones. En esa ruta paró en San Salvador. Aquella brevísima estancia en la capital salvadoreña, que tuvo lugar en una indeterminada fecha de 1974, ha dado lugar a una serie de equívocos que ahora forman parte del mito Bolaño.
Comenzaré por decir que la decisión de Bolaño de cruzar por estos lares no tuvo que ser deliberada. El Salvador es como un grano solitario que el azar ha dejado a un lado de la Panamericana, la carretera más larga del mundo, que se extiende desde la Patagonia hasta Alaska por más de 25 mil kilómetros. Un grano purulento al que no hay más remedio que mirar.
Devoro todo lo que encuentro sobre Bolaño. En una de esas búsquedas, hace un tiempo, me encontré una brevísima reseña sobre Los detectives salvajes publicada en el sitio web de la tienda Barnes&Noble, donde se pregona que Bolaño estuvo en El Salvador con el poeta Roque Dalton y que conoció a sus asesinos. Pero esta afirmación, que uno se encuentra por doquier, no pasa de ser una fantasía.
Ir, volver
La familia Bolaño-Ávalos decidió emigrar de Chile a México en 1968. Este año sería recordado por los chilenos como el de la Gran Sequía. El desempleo empujó a miles de trabajadores a emigrar a los países vecinos. Algunos, como quizás fuera el caso de los Bolaño, se fueron todavía más lejos. Roberto Bolaño tenía 15 años. Abandonó sus estudios. Se dedicó a escribir y a ejercer variados oficios y actividades (incluyendo robar libros).
El año de su arribo al D.F. coincidió con la celebración de los Juegos Olímpicos —la olimpiada del «Black Power»— que lanzó al mundo las imágenes de los deportistas negros subiendo al podio a recibir sus medallas con el puño en alto. Pero el 68 mexicano fue un año increíble por muchas otras razones. El 26 de julio, la policía apaleó una manifestación universitaria en la avenida Juárez. En los días que siguieron, los muchachos se lanzaron a protestar en las calles y se tomaron numerosos centros de estudio. El conflicto se escaló el 18 de septiembre con la ocupación militar de la UNAM. Luego, en Tlatelolco, el 2 de octubre, el ejército disolvió a tiros una multitudinaria concentración de estudiantes, profesores, obreros, empleados y curiosos. Los pormenores me los contó años después en el D.F. el poeta Uriel Valencia, que vivía en El Salvador cuando ocurrió la matanza, pero conocía todos los detalles como si hablara de una masacre salvadoreña: «aquí cayeron... desde allá disparaban... allí murieron».
Cinco años más tarde, en 1973, en un arranque de idealismo Roberto Bolaño decidió volver a Chile. Si nos atenemos a sus narraciones, esta travesía, que llamaremos el viaje al Sur, la hizo por tierra y mar. En Amuleto, el narrador refiere las andanzas de Arturo Belano (el alter ego de Bolaño) por Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. En este último país, Belano toma un barco con destino a Chile. Carolina López, su esposa por 19 años, describe a Bolaño como un hombre entregado al sueño de la revolución, que viajó a Chile «para vivir la transformación de su país». Bolaño estaba convencido de la necesidad de sumarse, en sus propias palabras, a la guerra florida: «la lucha armada que nos iba a traer una nueva vida y una nueva época».
La guerra florida —batallas rituales organizadas por los antiguos pueblos mesoamericanos a fin de obtener prisioneros para los sacrificios humanos— fue una de sus metáforas favoritas. La figura aparece en su novela Estrella distante (1996) y en su discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos (1999). Es la misma guerra que llevó al sacrificio a millares de muchachos, como repite en Amuleto (1999). En Tres (2000) declama: «Soñé que los soñadores habían ido a la guerra florida. Nadie había regresado. En los tablones de cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz transmitía una y otra vez las consignas por las que ellos se habían condenado».
Bolaño parecía poseído por una enorme determinación de pelear. En 1998 ofreció a Lateral un vívido relato de los acontecimientos del día del golpe. Cuenta que Jaime Quezada, un amigo de su madre en cuya casa se estaba quedando, lo sacó del sueño con la nueva de que los militares estaban derrocando a Allende, Bolaño habría respondido: «—¿Dónde están las armas?, que yo me voy a luchar». Sale a la calle. Toma contacto con una célula comunista. Sus integrantes han concebido el absurdo plan de derribar puentes con bombas molotov. Le dan un seudónimo, un santo y seña y una bicicleta. Le indican que se presente ante una célula mayor. Aquello, recuerda, era «como una película de los hermanos Marx. Órdenes, contraórdenes, nadie se aclaraba».
El chileno Bruno Montané (Felipe Müller en Los detectives salvajes) asegura que el golpe cogió a Bolaño en el sur del país, en Chillán o Mulchén (El Hispano, 2005). «Al verlo con veinte años, bigote, pelo largo y además oírlo con acento mexicano a los pacos les vino la paranoia y lo bajaron del bus». Bolaño cuenta que se sintió hombre muerto. Pudo salir del apuro ocho días después, gracias a dos milicos, ex compañeros de escuela, que al reconocerlo lo dejaron ir. Tras el golpe, vino el estado de sitio y los fusilamientos; los estadios se convirtieron en prisiones, las bibliotecas en hogueras. «Me dedique a recorrer las librerías de Santiago como una forma barata de conjurar el aburrimiento y la locura», dice. El sueño se había derrumbado. Aquella participación suya en la resistencia lo hace aparecer como un chaval blandiendo una espada de madera. Decide escapar. No fue el único. Un millón de chilenos huyeron de Pinochet.
De vuelta a México
Bolaño volvió a subirse en la carretera más larga del mundo. Es fácil imaginar las dificultades de una empresa como esa. Antes de alcanzar su destino, debió pasar por al menos 10 países atravesando pampas, valles, montañas, selvas, desiertos e incontables ciudades y microclimas. La Panamericana se interrumpe en el Tapón del Darién por 87 Km. de espesa selva poblada por indios chocoes y kunas, y donde se dice que moran los «indios rubios», supuestos descendientes de antiquísimos exploradores noruegos. En este punto, el viajero debe seguir el trayecto en panga o ferry entre parajes de extraordinaria belleza, y seguir adelante contemplando inmensos lagos donde un país entero, El Salvador, por ejemplo, podría sumergirse como un pedazo de galleta. Volcanes humeantes, arrozales, bosques, cañaverales, atardeceres color rosa y cloaca, y, por doquier, manchas de gente empobrecida: tullidos, limosneros, hambrientos, emergiendo entre la basura. Tales son los parajes del Tercer Mundo.
De esa grande expedición —más extendida que la campaña libertadora de Bolívar a través del Páramo de Pisba— no hay rastro visible en la obra de Bolaño. El único país que Bolaño mencionó públicamente fue El Salvador. Comencemos por despejar que no vino a buscar a Roque Dalton, sino a Manuel Sorto. «Meme» Sorto es un personaje de la vida real —si esto existe—. Aparece fugazmente en Amuleto, en el tramo donde el narrador recuerda el viaje de Belano a Chile y su regreso a México convertido en otra persona: un veterano de las guerras floridas, o quizás «un pavo real presumido y tonto», como lo describe Laura Jáuregui en Los detectives salvajes.
Para reconstruir la estancia de Bolaño en El Salvador busqué a Manuel Sorto. Este poeta, dramaturgo y cineasta salvadoreño, nacido cn 1950, ha fijado desde hace años su residencia en Bayona, Francia. Sorto era un pequeño genio. A los 18 años de edad había interpretado el papel de Clov, de Final de partida de Samuel Beckett y publicaba poemas en la revista de las Brigadas La Masacuata. Entre los integrantes de este colectivo estaba el poeta Eduardo Sancho, que llegaría a ser uno de los fundadores del movimiento armado salvadoreño. En 1971, Sorto publicó poemas en la antología Las cabezas infinitas, un libro de culto entre los poetas jóvenes salvadoreños, que incluía poemas de Ricardo Lindo, Roberto Monterrosa, Mauricio Marquina, Ricardo Castrorrivas, Ricardo Humano y Eduardo Sancho.
A través de numerosos mensajes electrónicos y conversaciones por Skype, Sorto me proveyó de información suficiente para despejar el mito construido en torno a la estancia de Bolaño en El Salvador.
Mirar el mundo
En 1971, el poeta chileno Jaime Quezada pasó por El Salvador. Venía de Chile. Le cuenta que va a México a la casa de una amiga chilena, Victoria Ávalos, y del hijo de esta: Roberto, que también es poeta. Si vas a México, búscalo, le dice. Le entregó el número de su teléfono. Poco después de la partida de Quezada, aprovechando el viaje a México de Guido Arias Bojórquez, Sorto hace maletas y se sube como copiloto en el carro de su amigo. Es la primera gran aventura de su vida.
Sorto recuerda al D.F. como una ciudad a la que no se le miraba fin. Fue a parar a Bucareli cuyos bares, en especial el café La Habana, eran puntos de encuentro de periodistas, poetas y escritores. Allí conoció a la poeta salvadoreña Lilian Serpas (que aparece en Amuleto) por intermedio de la uruguaya Alcira Soust Scaffio (Auxilio Lacouture), y tomó contacto con Humberto Musacchio, que dirigía el suplemento juvenil Nuestra Onda, de El Universal. Incluso publicó una pequeña antología de la poesía joven de El Salvador en la Revista Mexicana de Cultura de El Nacional que dirigía Juan Rejano.
Una noche de bohemia, en el bar El Universo, con los poetas del Taller de poesía de Juan Bañuelos, a Sorto le estalló una úlcera. Debido a la emergencia se decidió a usar el número telefónico que Quezada le había entregado: el de Bolaño. Discó. Responde el teléfono Roberto. Manuel se identifica y le explica su situación Roberto le dice que sabe quien es y que puede venirse a su casa. Le indica dónde tomar un pesero: en El Caballito, en Reforma y Bucareli. Bolaño vivía muy cerca de la Villa de Guadalupe, junto con su padre León, su madre Victoria, y su hermana Salomé. Sorto recuerda que le trataron bien: «Victoria compraba un litro de leche extra solo para mi úlcera». Se hicieron amiguitos. Charlaban, vagaban y se hacían confidencias.
Sorto permaneció en la casa de los Bolaño desde noviembre de 1971 hasta febrero o marzo de 1972, cuando volvió a El Salvador. Pero su errancia apenas había comenzado. Meses después tomó un bus para Ciudad de Guatemala donde vivió un tiempo en la casa del poeta Francisco Morales Santos. Allá desplegó una intensa actividad durante buena parte del año 1973: trabajó como profesor en la Escuela de Teatro, Cine y Televisión de Guatemala, colaboró con el periódico El Gráfico y publicó su libro Frutos para Ana (1973). Regresó a San Salvador en 1973. No tiene un recuerdo exacto de si el 11 de septiembre de ese año, cuando ocurrió el golpe de Estado en Chile, todavía se encontraba en Guatemala. En cualquier caso, contra lo que algunos han dicho, Sorto ni siquiera se enteró cuando Roberto Bolaño pasó rumbo al Sur.
Para finales del 73 Bolaño había puesto fin a su corta experiencia como resistente y volvía a México «on the road». Aunque no tengo registros, antes de llegar a San Salvador Bolaño debió detenerse en numerosos lugares. Por ejemplo, en Nicaragua. El escritor salvadoreño Jaime Barba —quien tomó contacto con el chileno a través de Daniuska González, de la revista Ateneo— considera que el chileno «se abrazó» en Managua con el poeta Beltrán Morales (Casa de las Américas, 249). En efecto, Marcia Ramírez, la viuda de Morales y hermana, a su vez, del novelista Sergio Ramírez, confirmó por medio de un correo electrónico que su marido atendió a Bolaño en Nicaragua. Añadió: «Si mal no recuerdo hasta lo llevamos a Masatepe», en el departamento de Masaya, el pueblo de donde son originarios los Ramírez. Bolaño tuvo especial admiración por la poesía de Morales. Este figuró más tarde en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (1979) preparada por Bolaño. Y en 2011, cuando Barba le sugirió la publicación en San Salvador de una antología de sus relatos, Bolaño le respondió por e-mail: «en lugar de publicar algo mío, tendrías que publicar una antología con la obra de Beltrán Morales».
A raíz de un episodio contenido en Los detectives salvajes, se suele decir que Bolaño fue recibido en algún momento, en Nicaragua, por el poeta Ernesto Cardenal. Pero este encuentro pertenece al orden de la ficción. Cardenal mismo, a través de Claribel Alegría, se encargó de aclararme que «nunca lo conoció».
El violento jardín
Un día indeterminado, en derredor al mes de abril de 1974, Manuel Sorto recibió una llamada telefónica: era Bolaño. Le dice que está en San Salvador. Sorto recuerda: «llegó en bus, con mochila y no se quedó más de una semana». Al parecer Bolaño dio con él preguntando en la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación, donde Manuel ya era muy conocido. Los dos amigos se encontraron y fueron directamente por el equipaje de Roberto a una pensión barata ubicada en el Centro Histórico de San Salvador, en las proximidades del parque Libertad. De allí se fueron al barrio donde Manuel residía con su madre y su hermana, en el pasaje 1, casa número 9, de la colonia Atlacatl, un punto de paso de pintores, escritores y cineastas. Cuando nos conocimos, en 1978, Sorto seguía viviendo allí con Lynn Geary, su mujer, una inglesa de Liverpool. Manuel dejó esa casa cuando tuvo claros indicios de que su vida corría peligro, y salió al exilio.
Durante esos días Roberto Bolaño apenas tuvo contacto con algunos amigos de Sorto. La mayoría de los integrantes de La Masacuata ya estaba operando clandestinamente. Estos eran Alfonso Hernández, Rigoberto Góngora, Salvador Sillis, Luis Felipe Minhero y, de nueva cuenta, Eduardo Sancho. Tuve la suer-te de conocerlos a todos en tertulias literarias o, más tarde, en las zonas guerrilleras del norte del país. Con excepción de Minhero y Sancho, todos encontraron la muerte en la guerra civil. Como Bolaño, todos habían nacido en derredor a los años 50.
De aquellos núcleos guerrilleros iniciales, uno de los mayores era Roque Dalton. El poeta, quien ya era una leyenda viva en el país, había ingresado en secreto, con papeles falsos, bajo estrictas medidas de seguridad, el 24 de diciembre de 1973. Venía investido con el cargo de asesor de la dirigencia del naciente Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). La noche de Navidad la pasó en el apartamento del que luego sería el autor intelectual de su asesinato, Alejandro Rivas Mira (Sebastián). Ese lugar estaba ubicado en los alrededores del parque Libertad, a corta distancia de la pensión donde se hospedaría, meses después, Roberto Bolaño. Esto es lo más próximo que ambos estuvieron en toda su vida.
La parte de Dalton
Me apresuro a decir que, hasta donde conozco, Bolaño nunca dijo haber conocido a Dalton. Es muy difícil establecer el origen de esta falsedad que más parece concebida como parte de la producción mercadológica de Bolaño. Lo que sí dijo es que vivió en El Salvador y que conoció a los asesinos de Dalton.
Dice: «Yo conocí a varios de los que mataron a Roque Dalton. Viví en El Salvador antes de que comenzara la Guerra Civil (...) Quien me presentó a esta gente fue Manuel Sorto, que era el cineasta oficial de la guerrilla, el que filmaba las películas, a riesgo de su vida, que luego se exhibían en todo el mundo. Fue una persona muy ética. Pero, por ejemplo, Cienfuegos, que es uno de los que dieron la orden de matar a Roque Dalton, yo me pregunto si, incluso, no hay allí una enemistad literaria (...) [De] los diez comandantes principales cuatro eran escritores. Y a dos de ellos los conocí. A uno que se llamaba Cienfuegos y a otro que no sé cómo demonios se llamaba».
Añado una cita asaz candorosa: «Roque Dalton se oponía al levantamiento armado y los comandantes decían que ya era la hora y que había que empezar la revolución No llegaron a ningún acuerdo; Roque Dalton se fue a dormir, los comandantes siguieron discutiendo y dijeron: hay que matarlo. Como si fuera una banda de gángsters. Y dijeron, matémoslo ahora que está durmiendo, porque es poeta, para que no sufra. Palabras literales».
Vayamos por partes. Lo primero: es improbable que el autor de 2666 haya conocido a los matadores del poeta. Durante los pocos días que permaneció en San Salvador, Bolaño se reunió con algunos amigos de Sorto, pero, como he dicho, los poetas de La Masacuata ya se encontraban viviendo en los rigores de una sociedad secreta. Era muy difícil que los llegara a conocer. Además, ninguno de ellos formó parte del «comité» que participó en el asesinato de Dalton en 1975. El único que estuvo en el perímetro de aquel horrendo crimen fue Eduardo Sancho. Su seudónimo era Fermán Cienfuegos, y es el comandante al que Bolaño alude líneas arriba. Cienfuegos fue el jefe inmediato de Dalton hasta su muerte. Pero, al contrario de lo que dijo Bolaño, fue el único miembro de la dirigencia del ERP que se opuso al asesinato del poeta.
Dalton fue acusado de alta traición y de ser un doble agente trabajando para la CIA y la inteligencia cubana. En su libro Crónicas entre los espejos (2002), Cienfuegos cuenta que Lil Milagro Ramírez, miembro del núcleo guerrillero, urdió un plan para que Roque, Sancho y ella misma se evadieran. Para su sorpresa, Roque no aceptó.
Como lo establece la antigua tradición de las guerras floridas, Dalton fue llevado al sacrificio, en este caso por sus mismos camaradas-enemigos. Aquel crimen partió en dos al ERP. Cienfuegos tuvo después un papel clave en la organización de un nuevo grupo armado, la Resistencia Nacional (RN) que en 1980 formó parte del Frente Farabundo Martí. Sobre las circunstancias en que se produjo la muerte de Roque Dalton existe abundante literatura y no hay nada que indique que la pugna al interior de aquel naciente grupo armado tuviera motivaciones literarias. Tampoco hay un solo hilo que conduzca a responsabilizar a Cienfuegos del hecho.
Pero vayamos al punto central. ¿Existió alguna posibilidad de que Bolaño se entrevistara con Dalton en 1974? En el compartimentado mundo de aquella sociedad secreta, a Dalton solo podía accederse a través de Cienfuegos; y Bolaño solo pudo haber tomado contacto con este a través de Manuel Sorto. De acuerdo con Sorto, esto jamás ocurrió. Sorto, además, nunca conoció a Dalton.
En el transcurso de la escritura de este texto, en febrero de 2011, le pregunté a Cienfuegos si recordaba un posible encuentro, en 1974, con el joven escritor chileno Roberto Bolaño. Respondió que no. Cienfuegos tenía bastantes razones para no andar en la tertulia: la policía le había puesto precio a su cabeza tras acusarlo de haber participado en el secuestro y posterior asesinato del industrial Ernesto Regalado Dueñas, miembro de una de las más prominentes familias del país, a manos de una célula del recién surgido ERP. En El Salvador la cosa estaba ardiendo
—¿Habría sido posible un encuentro de Dalton con Solario?
—insistí.
— Imposible —respondió.
Este imposible encuentro de Dalton y Bolaño, sin embargo, ha venido a añadir una nueva capa a los mitos de estos dos escritores. Nada que prueba que Bolaño estuvo con Dalton en San Salvador. Ni que Bolaño conoció a los asesinos del poeta. Muchas afirmaciones de Bolaño en torno a las circunstancias del asesinato de Dalton tampoco se ajustan a la realidad. Me apropio de una frase de Juan Villoro para repreguntar: «¿hasta dónde hay que tomar al pie de la letra sus provocaciones, sus salidas de tono, sus bromas, sus afortunadas desmesuras?».
Tras su regreso a México, Bolaño emprendió una intensa carrera literaria. Dalton y El Salvador comenzaron a aparecer de forma intermitente en el fabuloso mundo de sus obras. El narrador de Estrella distante recuerda haber visto en televisión imágenes de las miserables barricadas levantadas por la guerrilla salvadoreña en la ofensiva de 1989, con espectro de Dalton incluido. En Los detectives salvajes, García Madero roba de la Librería del Sótano un libro de poemas de Roque, junto a otro de Lezama Lima y uno más de Enrique Lihn; Laura Jáuregui recuerda a Belano hablándole de Guatemala y El Salvador el día en que se besan por primera vez; y en 2666, los migrantes salvadoreños y centroamericanos aparecen como ánimas penando entre el desierto y la ciudad... Aquel corto viaje y el testimonio de Dalton bastaron para que Bolaño conservara en su memoria a este supremo jardín de violencia. Un país de memoria, hecho con espectral imprecisión.
Pero no solo la ficción, la mercadología y las hagiografías han hecho que Dalton y Bolaño se encuentren. Los dos tienen sus respectivos altares paganos como héroes culturales que convirtieron a la poesía en el eje de sus vidas azarosas. Uno y otro, como lo estableció el canon infrarrealista, caminaron «en línea recta hacia lo desconocido». Sus obras literarias pueden ser leídas como testamentos de una época en la que nada nos salió bien. Ni en Cuba, ni en Nicaragua, ni El Salvador... y la lista es larga. Ambos escribieron novelas semi autobiográficas que tienen como eje las hazañas de las vanguardias estéticas de San Salvador y México: Pobrecito poeta que era yo (1975) y Los detectives salvajes (1998). Cada uno, a su manera, interpeló el autoritarismo de las vanguardias políticas. Dalton quizás no tuvo tiempo de desencantarse en la hora maldita de su asesinato. Bolaño, en cambio, condensa el cambio generacional que, una vez pasadas las guerras floridas, es capaz de decir: «soñábamos con una utopía y nos despertamos gritando» (Primer manifiesto infrarrealista, 1976).