Roberto Bolaño es un escritor reconocido, un nombre polémico y un conversador tenaz. Como tiene buen oído, sus palabras no están enteramente libres de cierto acento catalán. Algún costo, claro, hay que pagar luego de vivir 18 años cerca de Barcelona. La explicación para la fragilidad de la voz es distinta y remite simplemente a los dos paquetes de cigarrillos que se fuma diariamente. Nacido en Santiago en 1953, este poeta y escritor hijo del desarraigo voluntario y forzado, que vivió en la adolescencia y juventud siete años en México, que regresó a Chile justo el 73 para ser detenido cuando viajaba de Concepción a Santiago, que volvió a emigrar para irse a España el 74, que durante veinte años no puso un pie en este país, se destapó para el público chileno cuando vino a integrar el jurado del concurso de cuentos de Paula y cuando ganó el año pasado dos premios de consideración. Uno fue el municipal de literatura por su libro de cuentos Llamadas telefónicas. El otro fue el premio Herralde por su novela Los detectives salvajes, que este año también le valió el premio Rómulo Gallegos. Lo cierto es que antes de eso Bolaño ya había escrito, además de la novela La pista de hielo, dos libros que habían llamado poderosamente la atención de la crítica española en su momento: Historia de la literatura nazi en América y Estrella distante. Pero no es sólo por estos títulos —tampoco por su novela más reciente, Amuleto— que Bolaño ha estado en el centro del ruedo noticioso en las últimas semanas. También se ha instalado ahí por algunos de sus escritos, por algunas de sus declaraciones y, sobre todo, por la hipersensibilidad de la capilla literaria local. Todo comenzó el año pasado con una comida vegetariana en la casa de Diamela Eltit y el ex-ministro Jorge Arrate (“A mí la comida vegetariana me sienta como una patada en el estómago, pero me como todo lo que me ponen”, escribiría Bolaño más tarde en una revista española). Después, por estos y otros planteamientos, vino la guerra mundial. Gente que era amiga se distanció. Escritores que parecían estar en el mismo bando comenzaron a sacarse los ojos. La gresca fue a fierrazos y no ofreció un espectáculo especialmente edificante sobre la capacidad de nuestra gente de letras para sostener un debate crítico de cierto nivel. Al margen de esas escaramuzas, Roberto Bolaño habla, transmite y exuda literatura. En contra de lo que cualquiera podría esperar de quien ha estado en el ojo del huracán, parece un tipo relajado y al margen de toda acidez. Lo que más impresiona en él es la pasión con que habla de los libros y de los escritores. No sólo vibra al hablar de Javier Marías o de Perec. No sólo se estremece al reconocer su deuda con Nicanor Parra. También se emociona con estos temas y esto no deja de ser respetable en los días en que para la aburrida posmodernidad imperante prácticamente todo —sí, prácticamente todo— da más o menos igual.
—¿Cómo es tu relación con el conjunto de los escritores latinoamericanos del boom?
—Buena, muy buena. Como lector, por supuesto. El boom, en todo caso, es una noción imprecisa. Depende de la extensión que le dé cada cual. ¿Entra Sábato o no? ¿Y Onetti? La gran mayoría dice que no. También se deja afuera a Rulfo, quien para mí es una de las piedras angulares del boom.
—Quizás se adoró demasiado a las figuras emblemáticas del movimiento, con abierta injusticia para figuras menos ruidosas, como Monterroso, como Onetti, que están siendo cada vez más reivindicadas. A lo mejor han resistido mejor el paso del tiempo.
—Yo no lo creo así. La literatura de un Vargas Llosa o un García Márquez es gigantesca.
—Una catedral.
—Más que una catedral. No creo que el tiempo las vaya a perjudicar. La obra de Vargas Llosa, por ejemplo, es inmensa. Tiene miles de entradas y miles de salidas. La de García Márquez también. Lo que ocurre es que ambos son personajes públicos. No son figuras meramente literarias. Vargas Llosa fue candidato a la presidencia. García Márquez es un hombre de mucho peso político y muy influyente en América latina. Esto distorsiona un poco las cosas, pero no debiera hacer perder de vista la jerarquía que tienen. Son superiores. Superiores a los que vinieron después y por cierto que también a los escritores de mi generación. Libros como El coronel no tiene quién le escriba son sencillamente perfectos.
—Puesto que leíste al boom en su época, tu lectura de esas novelas debe haber sido una lectura de poeta. En ese tiempo tú sólo escribías poesía.
—Sí, pero leía bastante narrativa. Es claro que mi lectura era de poeta, lo cual en cierto sentido fue una pena. Si mi lectura hubiera sido la de un narrador probablemente habría aprendido más. Probablemente tengo lagunas en la forma de mirar las estructuras internas de una novela. Esto lo hubiera aprendido antes si hubiese tenido otra visión.
—Da la impresión de que tú compones pequeñas parcelas que vas yuxtaponiendo a lo largo de tu obra, no sé si teniendo una idea preconcebida de lo que va a ser la novela.
—Esa idea siempre la tengo. Cada vez que empiezo a escribir una novela tengo la estructura muy elaborada.
—Muy elaborada, sí, lo que no obsta a que cada frase tuya -por el ritmo y las inflexiones que le das- se justifique en sí misma y no en función de la trama que la novela debe desplegar.
—Bueno, creo que eso es otra cosa. Se trata de un deber elemental de todo prosista, que consiste en limpiar un poco, en tratar de acercarnos al idioma con los ojos y los oídos abiertos. Agradezco mucho tus palabras, pero no asigno a esa higiene verbal mayor relevancia de cara a la definición de mi obra. Soy bien exigente en este sentido. Sin ir más lejos, hasta en Los detectives salvajes hay párrafos y frases que me parecen muy mal, que me parecen pésimo.
—Tus libros son distintas aproximaciones a un mismo mundo. Mundo de escritores, de gente más bien marginal que es entre obsesiva y perdedora. A veces tus libros giran en torno a las mismas situaciones o a los mismos personajes.
—También a los mismos argumentos.
—Exacto... Tus personajes están también cruzados por la idea de revolucionar el arte y cambiar el mundo, que es el proyecto de tu generación.
—Revolucionar el arte y cambiar la vida eran los objetivos del proyecto de Rimbaud. Y reinventar el amor. En el fondo, hacer de la vida una obra de arte.
—Como eres parte del mundo que describes, tu mirada es cariñosa también hacia tí.
—Quizás he estado intentando perdonarme.
—No siendo un apologista o un rapsoda de ese proyecto, tampoco eres un crítico o un sepulturero del mismo.
—Soy un sobreviviente. Siento un enorme cariño por ese proyecto no obstante sus excesos, desmesuras y extravíos. Ese proyecto es perdidamente romántico, esencialmente revolucionario, y ha visto quemarse o perderse a muchos grupos y generaciones de artistas. Aun hoy nuestra concepción del arte en Occidente es deudora de esta visión.
—Es sintomático que sea así porque si hay concepto que se ha devaluado en esta época es el de revolución.
—La verdad es que para mí -y quiero ser muy sincero- la idea de la revolución ya estaba devaluada cuando tenía 20 años. A esa edad yo era troskista y lo que yo veía en la Unión Soviética era una contrarrevolución. Nunca tuve la sensación de estar apoyado por la dirección de la historia. Al contrario, me sentía bastante aplastado. Creo que esto se nota en los personajes de Los detectives salvajes.
—En algún momento de tu vida te imaginábamos animado por grandes ardores revolucionarios.
—Lo imaginaban bien. Estaba contra todo. Contra Nueva York y Moscú, contra Londres y La Habana, contra París y Pekín. A veces hasta sentía miedo por la soledad que este radicalismo entrañaba.
—¿Y de eso es que te sientes un sobreviviente?
—No, me siento un sobreviviente en el sentido más literal. No estoy muerto. Lo digo así porque muchos de mis amigos murieron, sea en luchas revolucionarias armadas, o por sobredosis de drogas o también por el sida. Los hay también que son personajes ilustres y famosos de las letras en español.
La literatura o la vida
—Siempre se les pregunta a los escritores por su fuente básica de inspiración. Algunos se inspiran más en la vida, otros más en la literatura.
—Por lo que a mí concierne, en ambas.
—No obstante eso, tú eres un escritor extremadamente "literario" por decirlo así.
—Bueno, es que si tuviera que escoger una de las dos cosas -y Dios quiera que nunca tenga que optar- escogería la literatura. Si a mí me ofrecen una gran biblioteca o un boleto de interraid para llegar a Vladivostok, yo me quedo con la gran biblioteca, sin la menor duda. Con la biblioteca, además, mi viaje va a ser mucho más largo.
—Como a Borges, los libros que han ocurrido, te han pasado ...
—De una u otra manera, todos estamos anclados a un libro. Una biblioteca es como una metáfora del ser humano o de lo mejor del ser humano, tal como un campo de concentración puede ser una metáfora de lo peor. La biblioteca es la generosidad total.
—Sin embargo, la literatura no es un santuario de puros buenos sentimientos. También es una guarida de odiosidades y rencores.
—Lo acepto. Pero está fuera de discusión de que en ella hay buenos sentimientos. Creo que Borges dijo que normalmente un buen escritor es una buena persona. Debe haber sido él, porque Borges dijo prácticamente todo. Los buenos escritores que son malas personas son excepción. Yo sólo puedo pensar en uno.
—¿En quién?
—En Louis Ferdinand Celine. Un gran escritor y también un hijo de puta. Un ser abyecto. Es increíble que los momentos más álgidos de su abyección estén recubiertos por un aura de nobleza, que sólo es atribuible al poder de las palabras.
—¿Dónde están tus hermanos literarios, entre los escritores latinoamericanos o entre los españoles?
—Básicamente entre los latinoamericanos, pero a veces también entre los españoles. Yo no comparto la división entre latinoamericanos y españoles. Todos habitamos la misma lengua. Yo al menos siento que cruzo esas fronteras. Y en mi generación hay un núcleo de escritores donde se mezclan, sin vuelta atrás, españoles y latinoamericanos, tal como se mezclaron por lo demás en otra época en el modernismo, posiblemente el más revolucionario movimiento literario de este siglo en lengua española. Yo creo que por su fuerza un Javier Marías tiene forzadamente que influir en la literatura latinoamericana y ya está influyendo. Es un escritorazo. Del mismo modo, escritores españoles jóvenes debieran ser influidos por un Rodrigo Rey Rosa o por Juan Villoro, que son dos enormes escritores. A mí me enriquece extraordinariamente la foto de todos nosotros juntos, los que están allá y los que están acá del Atlántico: Rey Rosa, Villoro, Marías, Vila Matas, Belén Gopegui, Victoria de Stefano ...
Llega lo que llega
—Es perturbador pensar que hemos leído a muchos de nuestros dioses -James, Stendhal, Proust- en traducciones, en versiones de segunda mano. ¿Es esto literatura? Si le damos vueltas al asunto, es posible que terminemos concluyendo que las palabras no tienen equivalente.
—Yo creo que sí lo tienen. Por lo demás, la literatura no se hace sólo de palabras. Borges dice que hay autores intraducibles. Creo que pone el ejemplo de Quevedo. Se podría agregar a García Lorca o a otros. No obstante eso, una obra como el Quijote podría resistir hasta el peor traductor. Es más: podría resistir la mutilación, la pérdida de numerosas páginas y hasta una lluvia de mierda ... Así y todo, mal traducido, incompleto y dañado, esa versión del Quijote le podría decir mucho a un chino o a un africano. Y esto es literatura, indudablemente... A lo mejor se perdió mucho en el camino. Sin duda, pero tal vez este era su destino. Llega lo que llega.
—Todos los escritores tienen obras favoritas. ¿Cuál es la tuya? ¿Tal vez “Los detectives salvajes", la que más gloria te ha dado?
—No. Yo la veo totalmente desgajada de mí. Es como esos hijos que se van y se independizan.
—No es una pieza central en tu imaginación literaria.
—No creo que haya una pieza central en lo que he escrito. De un modo u otro todas se complementan. Mi predilección va por Amuleto. Es mi favorita. Tuvo en España, donde suelo tener muy buena crítica y demasiado unánime, algunas críticas tibias y otras muy elogiosas. Pero es la única de mis novelas que puedo coger y leer en cualquiera página sin rubor.
—Quizás la prefieres porque es la última.
—Quizás sea por eso. A lo mejor en algunos años más no voy a pensar lo mismo. Pero desde luego no tengo esa sensación con Los detectives salvajes, donde en cada página encuentro errores que me avergüenzan.
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Roberto Bolaño: Salvajemente literario
Por Héctor Soto y Matías Bravo
Publicado en revista Capital, N°42, diciembre de 1999